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65 chapters
Humanos
AIDANCamino con pasos pesados, el suelo bajo mis botas duro como piedra pulida. El bosque quedó atrás hace horas, y la camisa que encontré en una cabaña abandonada me cubre el pecho, áspera, marrón, oliendo a polvo y tiempo. La robé de un tendedero roto, junto con unos pantalones negros que rasgué para que me entraran. No es mucho, pero tapa las cenizas y los tatuajes que serpentean por mis brazos, marcas de una vida que no explico. El amanecer pinta el cielo de naranja, y el sol me calienta la piel, fuerte, vivo, un latido que no entiendo pero que me sostiene. Delante de mí, el mundo humano se abre en un rugido que nunca he visto.Edificios altos, más altos que cualquier árbol, se alzan como gigantes de cristal y acero, reflejando la luz en miles de colores. Coches rugen por las calles, bestias de metal que escupen humo, y el aire está lleno de sonidos: bocinas, voces, pasos. Todo es demasiado. Mis ojos saltan de un lado a otro, tratando de entender. Hay gente por todas partes, más
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Placer y sangre
ENZOVuelvo con la rabia latiendo en mis venas, el recuerdo de las llamas de ese mocoso, Aidan, quemándome la mente como un insulto. Se escapó. Un intento de lobo insolente que osa arder bajo el sol y desafiarme. ¿Cree que puede huir de mí? Patético. No hay rincón en este mundo que me oculte lo que es mío.Mi dominio me espera, un imperio de sombras y sangre que doblego con un chasquido.Mi granja. Mi trono.Que tiemble quien ose cruzarme.El sendero se retuerce entre colinas áridas, un laberinto que ningún lobo tiene el valor de profanar. El aire lleva mi aroma, un perfume de muerte y poder que doblega incluso al viento. Llego al borde del valle, mi mano rozando el arco de piedra negra, runas que brillan rojas como sangre fresca bajo mi toque. El collar en mi cuello vibra, un juguete encantado que me deja reírme del sol. Soy más que ellos. Siempre lo he sido.— Ábrete —ordeno, y la piedra obedece, deslizándose con un gemido que suena a súplica.El valle se despliega ante mí, una joya
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Brujas
AIDANCorro, el bosque abriéndose bajo mis pies, ramas rasgándome los brazos. La frontera humana está cerca, y no miro atrás. No puedo. El aire quema mis pulmones, el ruido de la ciudad todavía zumbando en mis oídos. Tengo que salir de aquí, llegar a Lois. Mis piernas empujan, rápidas, más de lo que deberían, y el collar en mi cuello vibra, frío, manteniéndome oculto.Llego al borde, árboles altos dándome sombra, y me detengo, agachado tras un arbusto. Miro. Al este, el territorio vampírico arde, llamas vivas devorando todo, un muro rojo que ilumina el cielo con humo negro. Pero adelante, la frontera humana está cerrada. Hombres como los de la ciudad forman líneas, armaduras oscuras brillando bajo el sol, armas largas apuntando al bosque. Resguardan su perímetro, máscaras reflejando la luz, pasos firmes. No me asustan. Lo que me inquieta es el olor. Fuerte, como incienso quemado, pero más pesado. Huele a muerte.Me quedo quieto, mis ojos barriendo su formación. Busco una brecha, un hu
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Protegerlo
La pequeña casa olía a madera húmeda y ceniza, un refugio improvisado tras la destrucción del castillo. Las paredes crujían bajo el peso del viento, y las ventanas, apenas cubiertas con tablas, dejaban pasar hilos de luz gris. Thorne estaba sentado en una silla tallada, la única pieza que sobrevivía del esplendor perdido, su figura imponente inclinada por el cansancio. No lucía en su mejor momento: el pelo despeinado, las manos marcadas por cortes recientes, y un brillo opaco en sus ojos. Pero allí estaba, presidiendo el consejo, porque debía. El castillo podía estar en ruinas, destrozado por la furia de sus hijos, pero su autoridad no se doblegaba.Enzo no estaba. Su ausencia pesaba en la sala, un hueco que nadie mencionaba, pero todos sentían. En su lugar, frente a Thorne, estaba ella: Valyerek, la nueva representante de los humanos. Era joven, demasiado joven para un cargo así, con el pelo rubio cayendo suelto sobre los hombros, su cuerpo envuelto en cuero marrón ajustado, cubierto
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Lucha con las brujas
El bosque de troncos plateados temblaba bajo una luz tenue, las hojas doradas cayendo lentas en un silencio roto por el crujir de la tierra. Aidan estaba en el centro, su cuerpo golpeado, sangre goteando de un corte en el brazo, su camisa rasgada colgando en jirones. Las brujas lo rodeaban, unas veinte figuras etéreas, sus túnicas blancas y grises ondeando como niebla viva, sus ojos brillando en tonos de gris, verde, violeta y azul. No sabían qué era él, una criatura que no encajaba en sus runas ni en sus cánticos, pero lo querían muerto.Una de ellas, de pelo negro como tinta, lanzó un látigo de sombras que cortó el aire, azotando el pecho de Aidan. Él gruñó, retrocediendo un paso, pero levantó un puño y golpeó, su fuerza pura estrellándose contra el rostro de otra, de pelo rojo brillante. La cabeza de la bruja se torció con un crujido seco, cayendo al suelo, su cuerpo desplomándose como un títere roto. Las demás sisearon, un sonido que llenó el aire de espinas invisibles, y atacaron
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