En la angustiante quietud del bosque, la voz de Ariat sacudió a Alen como un huracán, estremeciéndolo. El cuerpo etéreo de la Kraia, cubierto de velos blanquecinos, resplandecía en la noche, distante y frío, inalcanzable. Tras ella estaban los Betels. Ya no parecían luciérnagas ni lunas; eran niños y niñas. Sus cuerpos traslúcidos de niebla eran ahora distinguibles para los ojos de Alen, cuyas nuevas capacidades estaba apenas descubriendo. Los Betels se ocultaban tras la Kraia, temerosos. Le temían a él y ya no reían; lloraban.Alen, agobiado por las visiones y sonidos espectrales que acosaban su mente, extendió la mano, desesperado por alcanzar a Ariat y tocar su cálida piel, por cobijar en el acogedor regazo de su amada su cabeza acalorada y hallar silencio entre la suavidad de sus pechos. —Ariat... te necesito... Creo que moriré y estoy asustado... Ella lo miró con sus verdes ojos, oscuros cual mar tormentoso, bajo los que se habían secado ríos de abundantes lágrimas amargas. La v
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