—Ni siquiera nos parecemos —farfulló Humberto, abrazando por la cintura al par de niñas, que tenía sentadas en un altillo de la cocina, mientras las veía con los ojos entrecerrados—. ¿Por qué lo confundieron conmigo?Elisa, que terminaba de servir el té frío en una jarra para llevarlo a la sala y compartirlo con la abuela y el padre del padre de sus hijas, giró la cabeza para poder mirar al hombre que, al parecer, les reclamaba cosas a dos niñas que ni siquiera tenían dos años.—¿No estás esperando que te expliquen, o sí? —preguntó la rubia, más que confundida, entonces el hombre que juraba amarla la miró casi molesto—. Tienen año y medio, Humberto, y las conoces de toda la vida, sabes bien que te confunden con todo hombre que les pasa por enfrente.—Ya no me confunden tanto —alegó el mencionado, lento, como si de esa manera quedaría completamente claro lo que él decía—, y me ofende que me confundieran precisamente con él.—Ay, por favor, Humberto —pidió la rubia, volviendo la cara a
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