Una de las cosas que más odiaba Carla de todo lo que le estaba pasando, de estar casada con un hombre por obligación, era no tener un lugar suyo, autonomía, decisión propia y aún no podía creer que esa fuese su actual vida.Tenía trabajo, pero no trabajaba. Ni siquiera se había empezado a encargar de la fantasmagórica fundación culpable de casi toda su situación. Además, estaba sola, íngrima y sola en la ciudad que la vio nacer y era irónico.Pero existía algo peor que estar aburrida: Maximiliano Bastidas, su marido, casi no compartía con ella. El empresario, ahora su esposo, se encerraba en el despacho casi todo el tiempo, recibiendo a sus escoltas, hablando por teléfono, utilizando su laptop, bebiendo whisky con hielo… Casi ni comían juntos, él “tenía” que hacerlo fuera, o al menos eso le decía, ¿pero con quién? ¿Con quién se reunía todo el tiempo?, se preguntaba ella. Max alegaba “tener” que salir todas las veces. En el desayuno ya él había comido y mandaba a pedir platos para ella
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