Me lavé la cara antes de entrar, convencida, como estaba, de que borraría de la cara la risa que cualquiera me dirigiera. Caminé, de regreso al salón, al lado de Myriam y, también juntas, con la cara en alto, entramos al salón. Lo hicimos con una expresión tan dura, que creo que, si lo hubiéramos hecho en una taberna del Viejo Oeste, nos hubieran tomado por dos peligrosas forajidas en cuyo camino era mejor no meterse, ni siquiera mirarlas y, mucho menos, sostenerles la mirada. Me senté sin siquiera mirar a Sebastián, que parecía guarecido la trinchera de su computador. —¿Te sientes mejor, Valentina? —preguntó el docente, cuadrándose los lentes en el puente de la nariz. —Nunca me sentí tan bien como ahora —contesté,
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