17. Migajas de amor.
Adam se mantenía sentado cómodamente mientras el barbero pasaba la filosa navaja por su cuello, quitando el exceso de barba. Esos ojos azules de los mellizos no abandonaban su mente. Estaba seguro de que eran sus hijos, pero no sabía cómo enfrentar el tema con Sofía, no quería perderlos antes de recuperarlos. De pronto un alma en pena atravesó la puerta de su habitación, la vio por el reflejo del espejo. No se asustó, por el contrario, parecía tenerle lástima. La pálida Pía se sentó en el borde de la cama en silencio. Así como Adam, ella tampoco dejaba de pensar en esos niños de ojos encantadores. Mientras su vientre estaba corrupto, el de Sofía había sido fértil y se burlaba de Pía, haciéndola sentir miserable por no haber podido concebir ni un solo hijo en los cuatro años que llevaba de casada con Adam. —¿Los viste? —preguntó Pía en voz baja, sin levantar la voz, como un perro regañado y herido. —¿De qué hablas? —Adam no se mostraba enojado, tampoco f
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