Regresó tarde esa noche, oliendo a whisky y playa. No encontró un cuerpecito pálido en su cama, enredado en las sábanas. No había una cascada de cabello rojo extendiéndose por las almohadas. No. Leonargo, con pasos tambaleantes, fue a comprobar que Alessa se había refugiado en la cama de una habitación de huéspedes.Leo suspiró, medio sedado por los efectos del alcohol. Se acercó a ella de la manera que no hizo esa misma tarde, cuando la vio tan preocupada y tensa a centímentros de él y la verdad.En su defensa, tuvo que contenerse demasiado para no decir cosas de las que terminaría arrepintiéndose en un santiamén. Esta vez, mientras se inclinaba sobre su cuerpo acurrucado de costado, intentando moverse lo suficientemente despacio, Leonardo no le tenía pavor a las palabras que rodarían por su lengua. Quizás porque la amargura ya se había atenuado, o solo fuera porque Alessa estaba dormida.Cuando miró de cerca la profunda serenidad en el perfil de su rostro, de hecho, Leonardo pensó q
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