Mi llegada a Canadá fue traumática; a pesar de que Vancouver era una ciudad muy bella, mi estado de ánimo no me había permitido admirarla, durante todo el viaje no había hecho más que llorar, hasta el punto de que de mis ojos ardían. Lo primero que hizo mi padre al llegar fue ir directamente a la casa del tío Gustavo, quien nos recibió con los brazos abiertos. —¡Qué grande estás, Victoria! —manifestó con asombro al tiempo que nos conducía hacia el interior de su casa. Le sonreí por cortesía —ya verás que te va a gustar vivir aquí, puedes decirme tío abuelo Gustavo —continuó manifestándome su emoción, sentimiento que me hubiese gustado corresponder.Permanecí callada ante sus comentarios, repitiéndome, una y otra vez, que solo serían cinco años. Me había mentalizado que al cumplir la mayoría de edad nada ni nadie me detendrían de volver al lado de mis abuelos. Luego de un breve momento entró a la sala, Andrea, la esposa del tío Gustavo, sosteniendo una bandeja con galletas. Su aspecto
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