Mi llegada a Canadá fue traumática; a pesar de que Vancouver era una ciudad muy bella, mi estado de ánimo no me había permitido admirarla, durante todo el viaje no había hecho más que llorar, hasta el punto de que de mis ojos ardían. Lo primero que hizo mi padre al llegar fue ir directamente a la casa del tío Gustavo, quien nos recibió con los brazos abiertos.
—¡Qué grande estás, Victoria! —manifestó con asombro al tiempo que nos conducía hacia el interior de su casa. Le sonreí por cortesía —ya verás que te va a gustar vivir aquí, puedes decirme tío abuelo Gustavo —continuó manifestándome su emoción, sentimiento que me hubiese gustado corresponder.
Permanecí callada ante sus comentarios, repitiéndome, una y otra vez, que solo serían cinco años. Me había mentalizado que al cumplir la mayoría de edad nada ni nadie me detendrían de volver al lado de mis abuelos. Luego de un breve momento entró a la sala, Andrea, la esposa del tío Gustavo, sosteniendo una bandeja con galletas. Su aspecto era dulce y calmado.
—Bienvenida, Victoria. Será un placer tenerte como huésped. Personalmente, me encargaré de hacerte sentir lo más cómoda posible. —Sus palabras me calmaron un poco, pero no lo suficiente como para disipar mi tristeza.
Llevábamos un largo rato en casa del tío de mi padre. Me quedé sentada inmóvil viendo a través de una de las ventanas de la sala y de vez en cuando giraba a ver las caras de mis tíos y padre, escuchándolos intercambiar anécdotas de épocas pasadas. Al detenerme por un instante en el rostro de mi padre, noté que el gesto amargo ya no estaba, ahora se había relajado. Era notorio que le hacía mucho bien estar junto a su familia. En ese instante analicé que uno de los motivos principales que tuvo para traerme aquí, era el no querer, bajo ninguna circunstancia, que me criara con mis abuelos. Eso, pensándolo ahora en frío, desde un principio era muy evidente, pero yo no lo quería entender.
Eso me enfureció y me entristeció aún más, ya que mi nacimiento no solo convirtió a mi papá en un hombre distante y amargado, sino que también había roto la tregua de paz que había entre ellos. Cerré los ojos tratando de alejar esos sentimientos de culpa que me consumían.
Sin darme cuenta habíamos llegado al internado. Este se encontraba ubicado en las afueras de la ciudad. Ya dentro de las instalaciones de la institución, mi padre aparcó el coche y nos dispusimos a bajar. En el instante que mi pie tocó el piso pude experimentar un frío penetrante y una mezcla de tristeza y agonía infinita que me acompañaría por mucho tiempo. Entramos al recinto sin decirnos una sola palabra. Mi papá sabía que no quería hablarle, era muy evidente mi incomodidad y como siempre él evitaba esos momentos, escudándose en su coraza de hierro; lo que me hizo querer enfrentarlo, decirle que no quería estar aquí, pero mis labios permanecieron sellados, las palabras se volvieron nudo y se ahogaron en mi garganta, una a una sin poder salir. Esos pensamientos se evaporaron cuándo apareció una religiosa alta y robusta. La mujer había salido de una oficina que se encontraba al final del pasillo. Ya habiendo acortado las distancias que nos separaba, se dirigió a mi padre:
—Entre, por favor. La madre superiora quiere hablar a solas con usted — Luego se dirigió a mí en tono neutro:
—Espera un momento en la sala, jovencita.
Mis ojos siguieron a mi padre hasta que cruzó la puerta, una vez más comencé a sentir angustia, el pecho empezó a dolerme, y mis manos gélidas comenzaron a temblar. Respiré hondo y cerré la cremallera de mi abrigo hasta el cuello para aminorar la sensación de frío, y a pesar de que también coloqué mis manos dentro de los bolsillos de la chaqueta, la molestia no menguaba. Fue entonces cuando caí en cuenta de que ese frío crónico no provenía de afuera, sino que yacía en mi alma. El frío de mi soledad. Hice un esfuerzo por ignorar esa sensación y traté de distraerme detallando el lugar.
No podía negar que el internado era hermoso. El suelo se veía reluciente e inmaculado, tanto, que daba pesar caminar porque se ensuciaría; los candelabros y esculturas de ángeles y santos finamente decorados daban un toqué eclesiástico a la estancia donde me encontraba sentada. Era hermoso a la vista, pero a pesar de todos esos detalles para mí seguía siendo una jaula.
La conversación dentro de la oficina de la directora se había extendido, así que con pesar por lo de las baldosas, me levanté para estirar las piernas y ver los alrededores; estos estaban adornados por vastas colinas y árboles frondosos. Lo único que estropeaba la vista eran los muros altos y grises que cercaban el paraje. Cerré mis ojos e inhalé el aire que provenía de afuera, al sacarlo de mi ser dejé volar mi mente en dirección al único sitio donde era realmente feliz: la casa de mis abuelos; sin embargo, extrañamente mis pensamientos me llevaron también a otro sitio, uno que me embrujaba con su misterio y belleza: el castillo antiguo de las colinas llamado “El Renacer”, y que era propiedad de los condes Dómines.
La hermosa estructura se encontraba alejada de la ciudad, al igual que este internado ¡Y no sé por qué me impresionaba tanto! Solo lo había visto un par de veces cuando salía con mis abuelos de paseo; lo cierto, es que causaba un extraño efecto en mí, aunque, a decir verdad, también en los demás pobladores. Lo más inusual es que esa no era la única propiedad que llamaba a gritos mi atención. Había otra construcción impresionante, propiedad de la familia Álamo. Esta última nunca la había visto, sabía de su existencia por lo que contaban mi tío y mis abuelos. En una oportunidad los escuché decir que estaba al otro lado de la ciudad, adentrada en un vasto bosque. A partir de entonces, como consecuencia de las historias que oía, no pude evitar comparar estas dos fortalezas; al igual que a las dos familias que las habitaban.
Hay otro rumor sobre “El Renacer”, uno que había pasado por alto mencionar, y es que al parecer no solamente era una propiedad impresionante, aquello se suponía como una fachada que ocultaba muchos secretos, puesto que según los comentarios que circulaban por todo el pueblo, este castillo estaba maldito. Esto causó que recordara una reciente conversación entre mi padre y el chófer sobre el mismo, que inició con la mención de que la construcción era una mezcla de estilos; y que tenía poco más de cuatrocientos cincuenta años de antigüedad, plática que hizo que yo abandonara por un momento mi estado de silencio y los interrumpiera preguntando si era verdad que tal castillo estaba maldito. Gregorio, el chófer, fue quien me contestó:
—Lo que sucede, señorita, es que han ocurrido muertes extrañas en sus alrededores. De ahí sale el mito.
—¡Tonterías! —interrumpió mi padre —. Nunca se comprobó nada. He hablado sobre el tema con conocidos que trabajan ahí y me aseguraron que jamás han visto algo extraño. Son mitos supersticiosos de gente sin oficio —. De repente el murmullo de una voz pronunciando mi nombre me sacó de golpe de mis pensamientos. Giré y vi que era mi papá el que me llamaba. No me moví, me quedé ahí parada sin hacer caso a sus llamados, por lo que no le quedó de otra que acercarse al sitio en donde me encontraba. Junto a él venía otra religiosa.
—Ella es mi hija Victoria —dijo mi padre cuando ya era corta la distancia que nos separaba.
—Victoria, te presento a la madre superiora. Ella es la directora de la institución —esta extendió su mano hacia la mía y en acto seguido, en inglés me dio la bienvenida, que entendí claramente.
—Sé bienvenida al colegio “Sagrado Corazón de Jesús” –sonrió —ya veo que te estás familiarizando con los alrededores —no contesté nada ante su bienvenida, preferí volverme a sumergir en el silencio. Ella notó mi aflicción, y no me dijo nada más.
—Los voy a dejar un instante para que se despidan. En un momento la mandaré a buscar para que termine de conocer las instalaciones —cuando pronunció esa palabra: “despedida,” se me nublaron los sentidos. Mi papá muy pronto se marcharía, dejándome sola en este lugar donde no conocía a nadie. Ver su calma me lastimaba, parecía ser inmune a mi dolor.
La directora se retiró y nos dejó a solas. Me mordí los labios. No quería mirar a mi padre, me daba rabia sentir que lo quería a pesar de que me dejaba sola en este colegio.
—Victoria –murmuró rompiendo el silencio, mientras colocaba su mano en mi hombro —. Sé que ahora no lo entiendes, y me ves como el peor de los monstruos, pero créeme, quiero lo mejor para ti. El tío Gustavo y Andrea te cuidarán como una hija más mientras estés aquí—. Aquellas palabras fueron dagas candentes que se incrustaron en lo más profundo de mi alma ¡Cómo diablos podía pensar que ellos serían mejores compañías que mis abuelos y hasta que él!
A pesar de que mi padre era invierno y sus palabras hielo, era con él con quien yo quería estar. De pronto el valor que tanto de mí había huido, entró como un vendaval logrando que explotara.
— ¿De verdad supones que lo mejor para mí es alejarme de ti y de mis abuelos, para traerme aquí con personas extrañas? Por muy familia nuestra que ellos sean, los veo como a unos desconocidos —mi padre se quedó mirándome sin saber qué decirme. Luego de unos segundos contestó con una voz que sonaba algo irritada.
—Tu tío Gustavo no es ningún extraño.
—¡Para mí lo es! Será mi tío abuelo, pero es un extraño.
—¡Basta, Victoria! Él también es tu familia, y se portó muy amable contigo. No es justo que te expreses de esa manera, y para que te vayas enterando, a tu madre le hubiese gustado la idea de traerte a Canadá.
—¿Por qué no me quieres? —al formular esa pregunta sentí como las lágrimas que con tanto esfuerzo luchaba por contener comenzaban a fluir. —Perdóname por haberte quitado a mi madre, y que ella haya dado su vida por mí… Si yo… —. No pude continuar hablando, el nudo que se había formado en mi garganta me lo impedía. Mi padre había palidecido por la impresión de mi repentina declaración. Era más fácil para él manejar una discusión, pero esto se le estaba escapando de las manos, así que su reacción fue quedarse inmóvil y con la mirada perturbada. Había dolor en sus ojos, eso lo pude ver, aun así, su actitud me confundía. Mis labios se despegaron temblorosos, tomé un poco de aire para darme valor y dejar brotar la palabra más difícil que diría en aquel entonces.
—¡Veté! ¡Vete ya! No me lo hagas más difícil —repetí con más convicción, pero con voz entrecortada por el llanto. Por un instante quiso hacer el intento de decirme algo, no obstante, sus palabras no llegaron a salir. En ese momento llegó la monja que nos había recibido, así que me sequé las lágrimas rápidamente.
—¿Ya se despidieron? La directora mandó por ti —. Ninguno de los dos contestamos. Giré dándole la espalda a mi padre, si él había edificado una pared entre nosotros matando toda esperanza de acercarnos, ahora yo estaba decidida a no hacer nada para derribarla. Me llené de valor y me dirigí a la mujer:
—Sí, ya nos despedimos. Estoy lista para irme con usted.
—Entonces sígueme para llevarte a tu habitación —le hice caso y caminé por aquel pasillo largo sin mirar atrás, ignorando totalmente a mi padre, hasta que nos alejamos, al igual que la posibilidad de hacer un último intento de acercamiento.
La habitación era grande e impecable; de color blanco. Había varios cuadros religiosos de colores pálidos que hacían juego con la decoración del espacio, estos se encontraban pendidos a lo largo y ancho. Aquella blancura amenazaba con dejarme ciega de un momento a otro. Suspiré y caminé buscando un color fuerte que contrarrestara lo inmaculado. Necesitaba con apremio sentir vida en aquellas cuatro paredes, mientras inspeccionaba mi nueva habitación me percaté de la ventana con balcón, fui directo a ella. La vista era agradable, se podían ver los árboles y el cielo; el internado estaba rodeado de extensos jardines, la dulce y suave caricia del viento no faltaba. En eso observé otro edificio, separado por el jardín, que quedaba justo al frente del mío. Mi curiosidad entró en receso cuando la madre Caridad irrumpió en la alcoba (ese era el nombre de la religiosa que nos había recibido) Al entrar se dio cuenta de lo que estaba mirando, por lo que de inmediato dijo: Esa edificación alberga
La mañana siguiente me fue más fácil despertar. En cambio, a Emily tuve que sacudirla una y otra vez para que se levantara, la pobre balbuceaba entre quejidos que la dejara dormir. Esa noche mis pesadillas tampoco aparecieron, lo que me hizo pensar que quizás el cambio de ambiente había bloqueado de cierto modo los episodios nocturnos y extraños de mi vida, y que el tener la mente ocupada me había ayudado. Me dirigí al baño y me arreglé como el día anterior. Cuando salí vi como mi compañera se arrastraba hasta el armario para buscar su uniforme y arreglarse, por lo que no me quedó de otra que ayudarla a alistarse.Salimos casi corriendo para llegar a la formación. Por suerte llegamos a tiempo, nos reincorporamos en la fila y esperamos la orden para entrar a las aulas. Ya dentro del salón Emily quiso saber quién era Margot.—No te voy a decir —le susurré –. Tú misma te darás cuenta.Y fue así. Cuando nos dirigíamos a nuestros puestos, Margot nos alcanzó junto a sus dos inseparables am
El fin de semana había llegado junto a la brisa del verano, mientras observaba desde la ventana cuando venían a buscar a los estudiantes. Emily se me unió. —Hoy no saldremos, pero nos quedan muchos fines de semana por disfrutar, ¿no lo crees? —dijo para subirme el ánimo. —Realmente me da igual salir o quedarme encerrada aquí —contesté con apatía. Ella me observó con rareza. —¿Victoria, se puede saber de qué planeta eres tú? ¡Cómo que te da igual! ¿Acaso no quieres conocer mejor la ciudad?— cuando iba a contestar sonó la puerta. Emily salió disparada a ver quién era. En cambio, yo no presté atención, pues en verdad no me importaba saber quién tocaba. —Victoria— me llamó Emily. Giré hacia ella—. Tu familia vino y la mía también— la noticia no me gustó. Lo que menos quería en ese momento era ver a mi tío abuelo. —¡No es que estamos castigadas! —Victoria, una cosa es que no nos dejen salir, y otra muy distinta es que ellos vengan para saber lo que pasó. Así que arréglate para ir a e
Los días siguientes fueron tranquilos. Lo aproveché al máximo y adelanté tareas e investigaciones. Andrea me llamaba de vez en cuando para saber de mí y ponerme al corriente de la coartada que inventó para engañar a mi padre. Al menos mis tíos me estaban demostrando que no eran carceleros, y estaban poniendo su grano de arena para que yo no la pasara tan mal, ganándose mi confianza.El domingo por la noche mientras arreglaba todo para el día siguiente me volvieron a invadir los recuerdos. Definitivamente, no podía sacudirme de la memoria aquellas palabras: ¿Por qué mi abuela le había dicho a mi papá que no me temiera? Por más que le daba vueltas al asunto, no lograba ver el motivo oculto detrás de esa frase.—Victoria, estoy hablando contigo—me tocó Emily, logrando que perdiese el hilo de mis pensamientos.—¡Disculpa!—Sé que me dijiste que no hablabas mucho, pero lo que no me aclaraste es que te perdías en el espacio de vez en cuando —comentó un tanto divertido. Yo la miré por un ins
El día siguiente no fue muy prometedor. A todas las involucradas en la pelea nos tocó la entrevista con el psicólogo. La madre superiora nos mandó a informar que las entrevistas serían individuales y como cosa rara yo iba a ser la primera en entrar. Estaba en clases de historia cuando me dieron la orden de ir a la oficina del psicólogo, me molestó e incomodó ver como todos me observaban murmurando. Lo mismo sucedió con Emily, Margot, Jenny y Allison, era muy notoria la fama de holgazanas que nos habíamos ganado. Ya frente a la puerta decidí tocar, quería salir de prisa de esta situación, y acabar de una vez por todas con este embrollo. Nunca me gustaron los psicólogos, les tenía fobia; mi padre muchas veces intentó llevarme y yo siempre me las ingeniaba para zafarme, pero esta vez no podía escapar. Toqué la puerta. La voz detrás del pórtico me resultó muy familiar. Abrí, y al ver quién era el psicólogo quedé petrificada, resultó ser psicóloga, y no solamente eso, se trataba de Rebeca.
Había estado esperando el fin de semana con ansias, me urgía comenzar a averiguar dónde mis tíos guardaban mis papeles. Ya tenía todas mis cosas arregladas desde la noche anterior, entre ellas los cuadernos y libros que usaría para las tareas que quedaron pendientes. Necesitaba dos cosas: salir del internado, respirar otro aire, así fuese el de la casa de mis tíos, y despejar mi cabeza, pues había un pensamiento que no me abandonaba, un pensamiento con nombre de mujer: Rebeca. En verdad había sido dura con ella. En eso alguien tocó la puerta sacándome de mis cavilaciones, se trataba de una de las monjas del internado. —Señoritas, llegaron por ustedes. Emily y yo salimos con prisa de la habitación para reencontrarnos con la libertad provisional, aunque, Emily no veía el internado de la misma manera que yo. Para ella todo en la vida eran oportunidades a las que debíamos sacar el mayor provecho posible. Ya en el patio me despedí de mi amiga, ella se me acercó y me susurró: —No se te ol
Lo que más odiaba de mi decisión de tratar a mi padre con la misma frialdad con la que él me trataba, era que cada vez que lo rechazaba terminaba arrepintiéndome, sentía que cada intento por ser dura lo pagaba con el doble de lágrimas y desolación. Traté de no pensar más en el asunto. Entré al baño y abrí la regadera para despejarme, dejé que el agua me recorriera, necesitaba disipar mis pensamientos; me fui desconectando del dolor logrando que el baño causase en mí el efecto deseado. Ya relajada me vestí y bajé. El olor tan agradable que salía de la cocina me abrió el apetito. —Vicky, ya falta poco para que la comida esté lista— me comunicó Andrea sonriendo— Espero tengas hambre. Gustavo ya no debe tardar en llegar. —¿No necesitas ayuda? —No, Victoria, pero en otra ocasión te tomo la palabra. —Entonces voy a dar una vuelta por el patio, aún no lo he visto y mi papá mencionó que tienes un invernadero. —Sí, es verdad, tenemos uno, las flores y las plantas siempre han sido mi pasión
El resto de lo que quedaba de la noche estuve muy inquieta. No podía conciliar el sueño. Aquel atardecer en el invernadero yo había abierto una caja de secretos, la puerta a un lugar donde emergía otra existencia, que me revelaba una nueva y extraña faceta de mi vida. Ya no se trataba de simples sueños o alucinaciones, de eso no me quedaba la menor duda. Había dormitado hasta tarde producto del desvelo, y aún continuaba somnolienta. El sonido del llamado de mi tío tras la puerta logró que me avivara un poco. Traté de levantarme, pero me costaba, mis piernas estaban pesadas al igual que mis pupilas. El segundo llamado no se hizo esperar, así que hice mi mayor esfuerzo y fui a abrir. —Buenos días, Vicky—pude notar en los ojos de mi tío algo de inquietud, parecía estar analizando mi rostro. —Buenos días, tío. —Subí para ver si habías dormido bien, ya sabes, como fue tu primera noche en la casa, quería cerciorarme de que todo estuviera en orden. —Sí, dormí bien. En un momento bajo.