Tenía casi trece años de edad cuando mi padre decidió enviarme, lejos de casa, a un internado en Canadá. Recuerdo que, en vísperas de mi partida, mis abuelos maternos discutían con mi padre en el despacho. La voz que más se hacía sentir era la mi abuela Esther. Aún puedo ver sus lágrimas llenas de impotencia y dolor por la decisión que había tomado su yerno; esa imagen siempre ha estado presente en mis recuerdos, y no creo que nunca se borre, al igual que los detalles de esa mañana cuando los vi llegar desde la ventana de mi habitación, quizás porque en mi interior sabía qué pasarían años para volverlos a ver. Ese dolor aún está latente y revive al evocar los fragmentos de la escena: cada frase que salía de aquella disputa, la angustia en las miradas de mis abuelos chocando con la frialdad de mi padre. Aprendí en ese instante que las palabras tienen el poder de herir. A pesar de que hablaban a puerta cerrada, podía captar nítidamente cada sonido; siempre tuve un oído agudo, habilidad que, para muchos, incluso para mí, resultaba fantástica y extraña. Don que tiempo después pude comprender de qué lugar provenía.
Mis abuelos nunca estuvieron de acuerdo con la decisión de enviarme a otro país, y menos a un internado, pero mi padre era terco y bastante obstinado. Cuando tomaba una decisión no había poder humano ni sobrehumano, que lo hiciera desistir. Él no siempre fue así, su cambio de personalidad sucedió luego de la muerte de mi madre, muerte que recae sobre mis espaldas; solo bastó que yo saliera de sus entrañas para que ella dejara de respirar. Su nombre era Ángela, y me amó tanto desde que estaba en su vientre que no le importó dar su vida por mí, incluso su último aliento de vida lo usó para pronunciar mi nombre: Victoria. Luego de aquellas palabras murió. Desde ese momento la sonrisa de mi padre se apagó y fue sustituida por una pared que levantó a su alrededor, donde nada ni nadie podía penetrar, especialmente yo.
Una noche pensé que esas actitudes podían cambiar; desde pequeña siempre sufrí de pesadillas muy vívidas, en ellas veía imágenes borrosas y carentes de sentido, escenarios de otras épocas que me resultaban incomprensibles, pero la que experimenté una noche de noviembre había sido, por mucho, más fuerte y real, ya no se trataba de simples pesadillas. Percibí algo extraño que no podía ver claramente, esa misteriosa presencia me vigilaba. Ese tipo de sensaciones se fueron intensificando con el paso de la infancia a la adolescencia, y despertó definitivamente esa noche. Cerré los ojos con fuerza, aferrándome a la almohada cuál escudo protector, hasta que me di cuenta de que lo que se encontraba en mi cuarto no yacía en ninguna de las esquinas de la alcoba, ni debajo de la cama. La situación era peor. El ente se encontraba a mi lado, entre mis frazadas; al sentir su respiración cerca de mí intenté levantarme, pero estaba petrificada, ninguno de mis nervios y músculos respondían.
Fue entonces que mis peores miedos cobraron vida, cuando advertí cómo, sin explicación lógica, mi cuerpo empezó a levitar; entendí que aquello me estaba sosteniendo y era quien me elevaba de la cama. Mi corazón latía aceleradamente, esa presencia quería llevarme, lo pude intuir a través de su toque gélido; al instante no pude gritar, estaba congelada; por alguna razón ese ser que invadía mi alcoba sintió mi temor logrando que me dejara en cuestión de segundos en mi lecho nuevamente. Lo único que pude alcanzar a ver después de unos minutos fue el reflejo de un hombre alto que se alejaba disolviéndose en la noche como una humarada, acompañado de un susurro: "No me temas". Seguidamente, no sé cómo pude gritar, grité tan fuerte que desperté a todos en la casa; lo otro que me heló la sangre fueron los aullidos de los perros del vecindario, estos comenzaron a aullar de un modo bastante perturbador. Mi padre subió en mi ayuda al escuchar mis gritos, pude ver el miedo en sus ojos.
—¡Qué pasa!
—Un… Hombre –señalé hacia la ventana. Mi padre preocupado revisó el cuarto sin encontrar nada, luego se cercioró de que las ventanas estuvieran bien cerradas.
—No hay nadie, solo fue otra pesadilla —aun así, yo estaba muy alterada como para comprender la seguridad de sus palabras, no podía razonar con coherencia.
—No… ¡Papá, yo lo vi! ¿Acaso no oyes a los perros? ¡Ellos también lo han visto!
—Estás muy nerviosa hija. Fue producto de tu imaginación, los perros han oído tus gritos y por eso aúllan de esa forma ¡Cielo, si has despertado a todos en la casa! Pero si te hace sentir mejor, esta noche me puedo quedar contigo hasta que te duermas –luego giró hacia Matilde (ese era el nombre de la cocinera) para indicarle que podía seguir durmiendo, seguidamente se acomodó en un lado de la cama y me abrazó. Ahí pude sentir por primera vez su cariño, y resultó tan grato que en cuestión de segundos me hizo olvidar el terrible sueño que acababa de experimentar.
La lucha por ganarme el afecto de mi padre se convirtió en la prioridad de mi niñez, en el proyecto de vida de mi existencia de aquellos días. Recuerdo que en la escuela sacaba excelentes calificaciones y los maestros lo felicitaban, por mi desempeño, pero esos esfuerzos no servían de nada. Por más que yo tratara de acercarme a él, no lograba arrancar de su rostro inexpresivo un gesto amable que me animara como el de aquella noche. Esos intentos fallidos me agotaban, así que, mataba mi frustración refugiada la mayoría del tiempo en casa de mis abuelos, costumbre que mi padre fue cambiando cuando me puso un profesor particular de idiomas que iba todas las tardes a casa para enseñarme inglés y francés; todo era parte de su plan. Si iba a enviarme de internada a otro país debía aprender bien su idioma oriundo.
Esas clases particulares ocuparon mi tiempo libre alejándome también de Alexandra, mi prima, que era como la hermana mayor que me inyectaba alegría, haciéndome reír con sus locuras, siempre se le veía con una sonrisa dibujada en los labios. Ella era hija de mi tío Andrés, el hermano gemelo de mi madre, y el único hijo que les quedó a mis abuelos luego de la muerte de mi mamá. Él, a diferencia de mi padre, me trataba como a una hija más. Todas las tardes Alexandra y yo nos sentábamos a ver a mi abuela preparar bebidas extrañas, que, según ella, podían calmar cualquier angustia o dolor, ya que eran especiales, eran recetas antiguas heredadas de sus antepasados indígenas. Mientras oía sus historias siempre me preguntaba: puesto que esas bebidas eran tan efectivas, ¿por qué no se la ofrecía a mi papá para que volviera a ser el mismo de antes? Tal vez, así hubiese desistido de la locura de enviarme lejos, pero eso nunca sucedió. Lo irónico era que, aunque mi padre se enamoró perdidamente de mi madre, a él no le gustaban las costumbres de mi abuela. En cambio, conmigo pasaba todo lo contrario, me encantaba verla hacer sus conjuros mientras preparaba bebidas y chocolates… Ese chocolate ¡Ah! Cómo lo extrañaba. Nadie lo prepara como ella.
Mi felicidad terminaba ya entrando la noche, cuando mi papá venía por mí. Él se la pasaba todo el día trabajando para no pensar, y gracias a eso había incrementado sus bienes. Mi padre es ingeniero civil y poseía una constructora en la ciudad, también era dueño de una finca, mis abuelos paternos que habían fallecido en un accidente automovilístico se la habían heredado por ser hijo único; a ellos nunca los conocí en vida y mi madre tampoco tuvo la oportunidad. Esto me hacía suponer que mi familia desde un inicio había estado marcada por la desgracia. Los únicos parientes que le quedaban vivos a mi padre era su tío Gustavo, que desde hace 10 años vivía en Vancouver, Canadá, con su esposa Andrea y sus dos hijos que ya eran casados.
Varias lágrimas recorrieron mi rostro. Suspiré con tristeza al interiorizar que pronto todo lo que me era conocido desaparecería para ser usurpado por otros paisajes, otra tierra donde yo sería una extranjera; una tierra extraña, al igual que mi extraño mundo, que aún no lograba comprender. Todos esos pensamientos me guiaron nuevamente a mi padre, el hombre que me dio la vida y que, sin embargo, era un perfecto desconocido para mí, así como yo lo era para él. ¿Cómo no podía quererme? En mí corría su sangre y la de la mujer que amaba, pero sus actitudes esquivas me demostraban que él no lo veía de esta manera. No obstante, ahora todo aquello no es más que un recuerdo. Lo que, si viene a mí, y no solo como algo de otro tiempo, son las palabras hacia mi abuela antes de partir con mi padre al aeropuerto. Cuando ella me abrazó con fuerza, sentía como sus lágrimas caían por mi cuello, al mismo tiempo que experimentaba un odio vehemente por mi padre, y me cuestionaba internamente que, si tanto le estorbaba, ¿por qué no me dejó vivir en casa de mis abuelos? Quería gritárselo, pero las palabras no me salían. Mis ojos seguían a la figura de mi abuelo que se dirigía a mi padre para intentar hacerlo reflexionar.
—Alberto, hijo, aún estás a tiempo de recapacitar. Victoria es tu única hija, ¡no la alejes de su familia! Deja que crezca junto a nosotros —Mi padre se mantuvo en silencio, ignorando sus palabras. Luego de unos segundos se refirió a mí en forma tajante:
—Victoria, se nos hace tarde, apresura la despedida— y continuó dando media vuelta para subir al carro, pero mi abuela una vez más lo detuvo con sus palabras:
—¡No le tengas miedo a tu hija! Ella no es culpable de nada, cada quien nace con un destino escrito, y ella no escogió el suyo ¡Es solo una niña!
Mi padre la miró con ojos inexpresivos y sin decir nada subió al carro. Esas palabras me dejaron confundida. ¿Por qué mi padre debía temerme? Luego mi abuela se apartó de mí, abrió su cartera y me entregó un papel donde estaba escrita una especie de oración, también una esclava, según ella, para mi protección. Seguido, me acarició el rostro.
—Victoria, perdóname por no poder hacer más para que te quedes, niña mía. Al parecer mi magia no es tan efectiva… ¡Eres lo único que queda de mi hija y me hiere tanto que te alejen de mí! —sus palabras sonaban cortadas por el llanto. — Nunca olvides que te queremos. En ti hay algo especial y diferente, te esperan muchas cosas que deberás enfrentar con fortaleza, pero pronto… Más rápido de lo que crees, estaremos juntas de nuevo, ¡te lo prometo! —con esas palabras nos despedimos.
Mi alma, todo mi ser latía, al igual que el de ella. Al despegarme de sus brazos sentí que se me iba la vida. Mi abuela me soltó y alentó a subir al carro, lo que en efecto hice, envuelta en llanto. Me quedé mirando a través de la ventana, quería grabar muy bien los rostros de mis abuelos, aferrándome con fuerza a aquellas imágenes que se iban desdibujando mientras avanzábamos, hasta que las figuras se fueron perdiendo, desapareciendo por completo.
A partir de ahí, el vacío que sentía en el corazón se profundizó hasta alcanzar grandes proporciones, mi padre no solo me había privado de su amor, también me había quitado el de mis abuelos. Ahora debía sacar fuerzas de donde no las tenía para enfrentar lo que me esperaba en ese internado tan lejano, que sería mi hogar durante cinco años. Esta es la historia de mi vida, y de cómo lo inexplicable e inimaginable me perseguiría hasta formar parte de mi existencia.
Mi llegada a Canadá fue traumática; a pesar de que Vancouver era una ciudad muy bella, mi estado de ánimo no me había permitido admirarla, durante todo el viaje no había hecho más que llorar, hasta el punto de que de mis ojos ardían. Lo primero que hizo mi padre al llegar fue ir directamente a la casa del tío Gustavo, quien nos recibió con los brazos abiertos. —¡Qué grande estás, Victoria! —manifestó con asombro al tiempo que nos conducía hacia el interior de su casa. Le sonreí por cortesía —ya verás que te va a gustar vivir aquí, puedes decirme tío abuelo Gustavo —continuó manifestándome su emoción, sentimiento que me hubiese gustado corresponder.Permanecí callada ante sus comentarios, repitiéndome, una y otra vez, que solo serían cinco años. Me había mentalizado que al cumplir la mayoría de edad nada ni nadie me detendrían de volver al lado de mis abuelos. Luego de un breve momento entró a la sala, Andrea, la esposa del tío Gustavo, sosteniendo una bandeja con galletas. Su aspecto
La habitación era grande e impecable; de color blanco. Había varios cuadros religiosos de colores pálidos que hacían juego con la decoración del espacio, estos se encontraban pendidos a lo largo y ancho. Aquella blancura amenazaba con dejarme ciega de un momento a otro. Suspiré y caminé buscando un color fuerte que contrarrestara lo inmaculado. Necesitaba con apremio sentir vida en aquellas cuatro paredes, mientras inspeccionaba mi nueva habitación me percaté de la ventana con balcón, fui directo a ella. La vista era agradable, se podían ver los árboles y el cielo; el internado estaba rodeado de extensos jardines, la dulce y suave caricia del viento no faltaba. En eso observé otro edificio, separado por el jardín, que quedaba justo al frente del mío. Mi curiosidad entró en receso cuando la madre Caridad irrumpió en la alcoba (ese era el nombre de la religiosa que nos había recibido) Al entrar se dio cuenta de lo que estaba mirando, por lo que de inmediato dijo: Esa edificación alberga
La mañana siguiente me fue más fácil despertar. En cambio, a Emily tuve que sacudirla una y otra vez para que se levantara, la pobre balbuceaba entre quejidos que la dejara dormir. Esa noche mis pesadillas tampoco aparecieron, lo que me hizo pensar que quizás el cambio de ambiente había bloqueado de cierto modo los episodios nocturnos y extraños de mi vida, y que el tener la mente ocupada me había ayudado. Me dirigí al baño y me arreglé como el día anterior. Cuando salí vi como mi compañera se arrastraba hasta el armario para buscar su uniforme y arreglarse, por lo que no me quedó de otra que ayudarla a alistarse.Salimos casi corriendo para llegar a la formación. Por suerte llegamos a tiempo, nos reincorporamos en la fila y esperamos la orden para entrar a las aulas. Ya dentro del salón Emily quiso saber quién era Margot.—No te voy a decir —le susurré –. Tú misma te darás cuenta.Y fue así. Cuando nos dirigíamos a nuestros puestos, Margot nos alcanzó junto a sus dos inseparables am
El fin de semana había llegado junto a la brisa del verano, mientras observaba desde la ventana cuando venían a buscar a los estudiantes. Emily se me unió. —Hoy no saldremos, pero nos quedan muchos fines de semana por disfrutar, ¿no lo crees? —dijo para subirme el ánimo. —Realmente me da igual salir o quedarme encerrada aquí —contesté con apatía. Ella me observó con rareza. —¿Victoria, se puede saber de qué planeta eres tú? ¡Cómo que te da igual! ¿Acaso no quieres conocer mejor la ciudad?— cuando iba a contestar sonó la puerta. Emily salió disparada a ver quién era. En cambio, yo no presté atención, pues en verdad no me importaba saber quién tocaba. —Victoria— me llamó Emily. Giré hacia ella—. Tu familia vino y la mía también— la noticia no me gustó. Lo que menos quería en ese momento era ver a mi tío abuelo. —¡No es que estamos castigadas! —Victoria, una cosa es que no nos dejen salir, y otra muy distinta es que ellos vengan para saber lo que pasó. Así que arréglate para ir a e
Los días siguientes fueron tranquilos. Lo aproveché al máximo y adelanté tareas e investigaciones. Andrea me llamaba de vez en cuando para saber de mí y ponerme al corriente de la coartada que inventó para engañar a mi padre. Al menos mis tíos me estaban demostrando que no eran carceleros, y estaban poniendo su grano de arena para que yo no la pasara tan mal, ganándose mi confianza.El domingo por la noche mientras arreglaba todo para el día siguiente me volvieron a invadir los recuerdos. Definitivamente, no podía sacudirme de la memoria aquellas palabras: ¿Por qué mi abuela le había dicho a mi papá que no me temiera? Por más que le daba vueltas al asunto, no lograba ver el motivo oculto detrás de esa frase.—Victoria, estoy hablando contigo—me tocó Emily, logrando que perdiese el hilo de mis pensamientos.—¡Disculpa!—Sé que me dijiste que no hablabas mucho, pero lo que no me aclaraste es que te perdías en el espacio de vez en cuando —comentó un tanto divertido. Yo la miré por un ins
El día siguiente no fue muy prometedor. A todas las involucradas en la pelea nos tocó la entrevista con el psicólogo. La madre superiora nos mandó a informar que las entrevistas serían individuales y como cosa rara yo iba a ser la primera en entrar. Estaba en clases de historia cuando me dieron la orden de ir a la oficina del psicólogo, me molestó e incomodó ver como todos me observaban murmurando. Lo mismo sucedió con Emily, Margot, Jenny y Allison, era muy notoria la fama de holgazanas que nos habíamos ganado. Ya frente a la puerta decidí tocar, quería salir de prisa de esta situación, y acabar de una vez por todas con este embrollo. Nunca me gustaron los psicólogos, les tenía fobia; mi padre muchas veces intentó llevarme y yo siempre me las ingeniaba para zafarme, pero esta vez no podía escapar. Toqué la puerta. La voz detrás del pórtico me resultó muy familiar. Abrí, y al ver quién era el psicólogo quedé petrificada, resultó ser psicóloga, y no solamente eso, se trataba de Rebeca.
Había estado esperando el fin de semana con ansias, me urgía comenzar a averiguar dónde mis tíos guardaban mis papeles. Ya tenía todas mis cosas arregladas desde la noche anterior, entre ellas los cuadernos y libros que usaría para las tareas que quedaron pendientes. Necesitaba dos cosas: salir del internado, respirar otro aire, así fuese el de la casa de mis tíos, y despejar mi cabeza, pues había un pensamiento que no me abandonaba, un pensamiento con nombre de mujer: Rebeca. En verdad había sido dura con ella. En eso alguien tocó la puerta sacándome de mis cavilaciones, se trataba de una de las monjas del internado. —Señoritas, llegaron por ustedes. Emily y yo salimos con prisa de la habitación para reencontrarnos con la libertad provisional, aunque, Emily no veía el internado de la misma manera que yo. Para ella todo en la vida eran oportunidades a las que debíamos sacar el mayor provecho posible. Ya en el patio me despedí de mi amiga, ella se me acercó y me susurró: —No se te ol
Lo que más odiaba de mi decisión de tratar a mi padre con la misma frialdad con la que él me trataba, era que cada vez que lo rechazaba terminaba arrepintiéndome, sentía que cada intento por ser dura lo pagaba con el doble de lágrimas y desolación. Traté de no pensar más en el asunto. Entré al baño y abrí la regadera para despejarme, dejé que el agua me recorriera, necesitaba disipar mis pensamientos; me fui desconectando del dolor logrando que el baño causase en mí el efecto deseado. Ya relajada me vestí y bajé. El olor tan agradable que salía de la cocina me abrió el apetito. —Vicky, ya falta poco para que la comida esté lista— me comunicó Andrea sonriendo— Espero tengas hambre. Gustavo ya no debe tardar en llegar. —¿No necesitas ayuda? —No, Victoria, pero en otra ocasión te tomo la palabra. —Entonces voy a dar una vuelta por el patio, aún no lo he visto y mi papá mencionó que tienes un invernadero. —Sí, es verdad, tenemos uno, las flores y las plantas siempre han sido mi pasión