Adréis estacionó su auto como pudo y saco a Talía en brazos. Mili llevaba bolso y zapatos en mano,adelantándose para abrir la puerta del apartamento, en planta baja. Al llegar, despejó el cuarto de su amiga, sacó las sábanas, el cobertor blanco, para que Adréis la acomodara. Ella le quitó el vestido —fácil de despojar por sus botones delanteros—, mientras él buscaba el pijama. Entre ambos pusieron el pijama a Talía, era fatigoso, pero valía la pena rozar las manos de Adréis, sentir su tacto, la tibieza de sus manos, lo cual terminaba en estremeciendo a Mili, quería ser tocada por él, pero resistía, reprimía ese deseo mordiéndose los labios de una manera tan sexual que distraían al joven Adréis. Ese gesto de Mili le gustaba, debía hacer grandes esfuerzos para abalanzarse hacia ella, para no hacérselo saber, y, al mismo tiempo, para recostar sutilmente a Talía y no lastimarla o sacarla de aquel sueño tan profundo. «Tal vez no quiero que despierte», pensó Adréis. Esa idea lo aturdió un r
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