128. Todos los Atardeceres
Jim salió de la ducha al tibio silencio del ocaso, disfrutando las gotas frescas que caían de su cabello sobre su pecho y su espalda, y que no precisaba apresurarse a vestirse para no morirse de pulmonía. Se sentía como nuevo tras una buena comida, sexo de calidad y una siesta de un par de horas. Silvia se había levantado mientras él estaba en el baño. Jim se dirigió escaleras abajo, adivinando dónde la hallaría. Y allí estaba, en el deck, el lugar que más le había llamado la atención tan pronto llegaran a su casa. No por la piscina, ni las cómodas reposeras, ni el barcito techado con paja, sino por la vista. Estaba en el extremo más alejado a la casa, los brazos cruzados sobre la baranda, de cara al sol que se hundía en el océano Pacífico, un cigarrillo entre sus dedos y el cabello suelto flotando en la brisa marina, que se llevaba los rastros de nieve en las montañas. Jim no se apresuró a salir. Se tomó un momento para contemplarla así y tomarle una foto de
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