—No, no. No, por favor —suplicó, clavando sus rodillas delante de mí—. No te merezco, Audrey. Mira alrededor, mira lo que provoqué, observa mis manos estropeadas por la maldita furia que habita en mí, que es como una llama que no se apaga, que se aviva día con día. Mírame, Audrey. ¡Soy un verdugo!Tomé las manos temblorosas que me enseñaba y besé sus nudillos, uno a uno, pintando mis labios con la tinta roja de sus heridas, y luego las puse en mi cintura. Noah las mantuvo en mi cintura, aunque sin mucha fuerza. Me arrimé hacia él, en el espacio que quedaba entre sus muslos, y le acaricié el rostro, repasando con mis yemas la barba creciente que cubría su mandíbula, esbozando sus labios, su nariz, sus pómulos..., y las reposé a cada lado de sus facciones.Noah cerró los ojos y liberó un resoplido grave y luego dijo
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