Un minuto después, el hombre del que intentaba escapar llamó a mi puerta e insistió con que le abriera. Yo, tan terca y enojada como estaba, me negué. No quería verlo. Pero él, sin renunciar a su férrea obstinación, amenazó con derribar la madera si no lo hacía en los minutos próximos. Mi respuesta fue un indiferente «hazlo», pero él no obró de esa manera, sino que siguió suplicando que lo dejara entrar. Así estuvimos por un rato, ninguno cedía, hasta que Noah se rindió finalmente. Cuando escuché sus pasos alejándose por el pasillo y, luego, bajando las escaleras, me levanté del suelo –donde estuve sentada todo ese tiempo– y me dejé caer en mi cama, exhausta. Entre la confesión de mi padre, y la osadía de Noah, me sentía completamente agotada.La soledad y el silencio pronto jugaron en m
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