Mis padres seguían viviendo en el mismo adosado donde mi hermano y yo crecimos. Nunca dejaron la casa, aun cuando mi abuela decía que ese sitio traía mala suerte. Puede que fuera cierto; en verdad mis padres había tenido un largo rosario de tormentos. Llegué a nuestro viejo vecindario poco antes del anochecer.Aparqué mi Corvette C3 en la entrada y me dispuse a llamar a la puerta. Justo en la acera me encontré con la señora Montero, una antigua compinche de mi madre, que vivía dos bloques más abajo.— ¡Ceci, cariño, cuánto tiempo! — me dio dos besos y un largo abrazo.— ¿Cómo está, señora Montero? ¿Qué tal los nietos?— ¿Cómo es eso de señora, cielo. Puedes llamarme Celeste, me conoces de toda la vida. Los nietos, grandes, enormes, en cualquier momento son hombr
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