Ni lágrimas al ayer, ni regreso al querer
Fueron siete largos años amando a León, quien, finalmente, después de la muerte de su hermano, heredó el puesto de Alfa, y con ello, también la obligación de quedarse con su esposa. Por lo que, Jazmín, la mujer de su hermano, pasó a ser su Luna.
Pero lo que más me dolía no era eso, sino cómo, después de cada noche junto a Jazmín, León venía a mi lado, con esa ternura que me destrozaba. Su voz suave, casi un susurro, siempre decía el mismo monólogo:
—María, tú eres mi compañera. Cuando Jazmín quede embarazada y nazca el heredero de la Manada Flaroar, entonces ahí haré el ritual para marcarte.
Decía que esa era la única condición que su familia le había impuesto para que pudiera tomar las riendas de la manada.
Así pasaron seis meses, y, en todo ese tiempo, León y Jazmín estuvieron juntos más de cien veces.
Al principio, era una vez al mes, pero, con el tiempo, todo cambió. Pronto pasó a ser todos los días, en los que pasaba noches enteras con ella. Mientras yo esperaba, sola y triste.
Hasta que, finalmente, después de la centésima vez que me quedé despierta, aguardando su regreso, Jazmín quedó embarazada.
Fue entonces cuando supe que el ritual de marcado estaba cerca... pero con él también llegó una verdad amarga, cuando mi hijo, con su pequeña carita llena de confusión, me preguntó con ingenuidad:
—Mamá, ¿no dijeron que papá iba a hacer el ritual de marcado con su Luna, a la que ama? ¿Por qué no nos trae a casa?
Le acaricié la cabecita, sonriendo con ternura, aunque por dentro me moría del dolor.
—Porque... la Luna que él ama no soy yo.
Y mientras lo abrazaba con fuerza, como si pudiera protegerlo de toda la maldad del mundo, susurré:
—Pero no te preocupes, amor, te llevaré a nuestra casa. A nuestro verdadero hogar.
Lo que León nunca supo… era que, como hija única del Rey Alfa del norte, jamás me importó realmente ser la Luna de la Manada Flaroar.