Thomas se levantó de su cama y caminó lentamente hacia la ventana. Afuera nevaba, ya había llegado el invierno.
Desnudo, y sin ocultar los moretones que aún lo cubrían, caminó hacia la enorme sala de muebles y paredes blancas. Allí, frente a aquella chimenea de gas, había retado a Allegra. Allí habían apostado: ella no encontraría a un hombre más guapo, ni más rico, ni mejor en la cama.
Cuán estúpido fue.
Su padre tenía razón, si ella tenía un mínimo de dignidad nunca volvería con él. Lo triste es que ahora que Allegra no estaba, se vino a dar cuenta de cuánto la necesitaba. Allegra siempre lo había consolado cuando se sentía triste, lo hab&ia
—¿Una cena? –preguntó Allegra sonriendo— ¿en tu casa?—Mamá quiere agradecerte todo lo que hiciste por Nicholas. Así que sí; estás invitada a cenar en mi casa –le contestó Duncan sonriendo también.Iba entrando a su volvo dorado, sin su eterno acompañante Boinet, luego de dejar todos los paquetes en los asientos de atrás del coche.Había ido de compras, y como el tema era lencería, quiso ir a solas. No era cosa de inspirarse teniendo cerca la malencarada expresión del guardaespaldas.—Pues allá estaré. ¿A las siete?—A las siete. Luego… tengo pensad
—¿Has sabido algo?—No –contestó Duncan a su madre, entrando a la casa como un ventarrón. Nicholas se puso en pie nervioso. Esa misma expresión que tenía su hermano en el rostro se la había visto ya antes. Hacía cinco años, cuando su padre se fue de casa.Kathleen lo miró apretándose las manos. Había hecho dormir a los niños luego de darles la cena. Ni ella ni Nicholas habían probado bocado esperando noticias de Allegra.Fue detrás de él, ignorando el peligro que corría. Algo muy grave debía haber pasado para que Duncan estuviera así.Llamó a la puerta de su habitación y entró.
—La situación es la siguiente –Dijo Haggerty a los demás miembros de la junta directiva de la Chrystal, doce hombres de diferentes edades y aspectos físicos, pero con la misma preocupación en el rostro— Si no hacemos algo ya mismo, bueno sería irnos despidiendo de todos nuestros activos.Un murmullo recorrió a todos en la enorme mesa.Uno a uno se miró con una mezcla de incredulidad e impotencia. No sólo estaban envueltos en el mayor escándalo que la Chrystal había presenciado jamás en los más de cincuenta años que llevaba fundada la automotriz, sino en el peor estado económico y financiero.Hacía sólo unos meses, el cuerpo de George Matheson había sido hallado estrangulado
—Entonces aceptaron –sonrió Duncan, sentado en un mueble del lujoso pent-house donde vivía Edmund Haggerty. Alrededor, mucha gente sostenía sus copas de vino o un pequeño plato lleno con comida del buffet que se hallaba al fondo de la sala. Era otra de las populares fiestas de Edmund Haggerty. A lo mejor estaba buscando su quinta esposa. —Ah. Aunque no fue fácil, hubo que usar la artillería pesada. —¿Ah, sí? ¿Cuál? —Allegra. Al oír el nombre, Duncan hizo un gesto involuntario con su boca, como si algo con gusto amargo se hubiese colado por entre sus labios. —¿No me vas a preguntar cómo está? —Si me interesara ya lo habría hecho –Haggerty se
Duncan se metió en su Audi luego de despedirse Edmund Haggerty y cerró la puerta con fuerza. Se puso la mano en el pecho y por unos minutos se concentró en normalizar su respiración y su ritmo cardiaco. La había visto, era ella, tan hermosa, con el cabello recogido en una trenza que le llegaba a la espalda, pues el cabello le había crecido bastante en esos últimos cuatro años. Delgada y perfecta. Su Allegra. No, no era suya, tuvo que recordarse, nunca lo había sido. Y ese había sido su mantra cuando se dio cuenta de que no saldría tan ileso luego de verla. Ah, sí, Allegra, tan hermosa, tan perfecta, tan mentirosa. Puso el auto en marcha y salió dispa
A pesar de que entraba el otoño, el calor en Miami semejaba al del pleno verano. Allegra no era una mujer sudorosa, pero el fogaje del ambiente a punto había estado de marearla en un par de ocasiones. Iba vestida con una ancha blusa de shiffon verde esmeralda que se agitaba por el viento, y debajo de ésta, un top de baño, un simple short blanco que dejaba sus piernas desnudas, sandalias blancas decoradas con conchas marinas, sombrero playero y lentes de sol ámbar de Dolce & Gabbana. Con el papel que Boinet le entregó esa mañana que contenía las especificaciones del yate de Duncan en la mano, y un enorme bolso blanco que contenía bloqueadores para su piel blanca y unas pocas cosas más de uso personal al hombro, Allegra iba mirando de barco en barco, buscando. De pronto lo vio. El Nalla.
Allegra despertó con el olor de la comida. Se movió en el sofá y sintió el cuello tirante. Quizá había sido porque recientemente se había golpeado en la cabeza, pero en cuanto intentó distraerse leyendo esa revista, se quedó dormida. Era la misma revista, había notado, donde se había descrito el barco donde ahora estaba ella, el Nalla. Masajeándose el cuello se acercó a Duncan, que dominaba la cocina como si estuviera acostumbrado a ello. Y lo estaba, recordó ella. Con dos hermanos pequeños, él había tenido que aprender un poco más que lo básico acerca de cocina. —¿Necesitas ayuda? —No, gracias. –contestó él sin mirarla. Lo miró cruzándose de brazos. —Estoy atrapada aquí porque te negaste a llevarme de vuelta a tierra. Creo que por lo menos deberé ser tratada amablemente. —Creí que impidiéndote cocinar, te estaba tratando amablemente. —Sabes que me gusta cocinar—. Duncan la miró a
Allegra subió furiosa a la cubierta, donde sabía que encontraría a Duncan.Llevaba la misma ropa del día anterior y el cabello recogido de manera descuidada en un rodete, con las mejillas coloreadas de la misma ira y pisando fuerte.Era la primera hora de la mañana, y el clima estaba perfecto para pescar, echarse quizá al agua a bucear o disfrutar del paisaje, pero iba a hacer que la devolviera a tierra quisiera o no. La noche anterior había cometido el error de creer que era el mismo Duncan que había conocido antes y con el que podía hablar razonablemente y negociar la devolución de la Chrystal, pero había comprobado que no era así.Al contrario, había salido herida a niveles que él no se alcanzaba a imaginar.<