Capítulo 4
—¡Si no fuera por sus artimañas, jamás te habrías casado con ella! —Angélica replicó con evidente desdén—. Por más tónicos que mamá le dé, no servirán de nada. Tú nunca has querido que quede embarazada.

Regina, que acababa de salir de la cocina con las manos aún húmedas, escuchó la conversación y decidió retroceder antes de ser vista.

—Ni siquiera puedo decirle a mis amigos que estás casado. ¡Es ridículo! ¡Mira cómo es ella! ¡Todos se reirían de ti! Emilia es una estrella ahora, mamá ya no se opondría. Si me lo dices, yo hablaré con ella por ti.

—Emilia está en el auge de su carrera… —Gabriel encendió un cigarrillo, la mirada perdida.

Así que era eso. No quería divorciarse para no dañar la imagen de Emilia. Siempre, siempre, ponía el bienestar de Emilia por encima de todo.

Regina sintió un nudo en la garganta. Sus ojos se llenaron de una sequedad dolorosa. Su dignidad ya había sido pisoteada por Gabriel, y salir ahora solo arruinaría cualquier fachada de compostura que aún pudiera conservar.

—¡Ah! —Una de las empleadas chocó con Regina mientras llevaba una bandeja de café—. ¡Señora, su mano!

—No pasa nada. —La mano de Regina rápidamente se tornó roja por el contacto con el té caliente.

Sin previo aviso, Gabriel la agarró de la muñeca y la llevó a la cocina para poner su mano bajo el agua fría.

Gabriel, de mal humor, al ver que ella no se quejaba del dolor, solo sintió más frustración acumulada en el pecho.

—¿Andas diciéndole a todos que no te toco?

Regina levantó la mirada hacia él, en silencio. Ella no había dicho nada. Había sido Angélica la que, al ir repetidas veces a la Villa Número Siete, se convenció de que Gabriel no vivía con Regina, ya que nunca lo encontraba allí. Regina no se molestó en desmentirlo. Aunque no fuera algo que ella misma hubiera dicho, era, al fin y al cabo, la verdad.

—¿Me equivoco? —insistió Gabriel, sus ojos fríos.

—No me interesas —respondió con la misma frialdad.

—Si no te intereso, ¿por qué no te divorcias? —Regina, con voz calmada, lo desafió. La expresión de Gabriel se endureció. Sus nudillos se marcaron mientras apretaba el cigarrillo, sus ojos clavados en los de Regina por un largo minuto antes de girarse e irse sin decir más.

—Después de cenar, toma un poco de miel con agua —dijo Isabela cuando volvió al salón. Le pidió a la empleada que preparara la bebida nuevamente y se la llevara a Gabriel, pero él la rechazó, molesto.

—Regina, llévasela tú —ordenó Isabela al ver a Regina salir de la cocina.

Regina tomó el vaso con una sonrisa radiante.

—No le niegues a mamá este favor —dijo con dulzura. Ambos habían acordado fingir armonía frente a los mayores, y Gabriel no podía contradecirla allí.

Los ojos de Gabriel se oscurecieron mientras observaba la sonrisa de Regina. Había algo en su sonrisa que lo irritaba. Regina siempre tenía un aire sereno y delicado, pero cuando sonreía, esa frialdad se transformaba. Sus ojos ligeramente almendrados adquirían un toque seductor.

Regina acercó el vaso a los labios de Gabriel.

—¿Quieres que te dé de beber? —bromeó mientras se apoyaba suavemente en su brazo, fingiendo coquetería.

Gabriel la observó por un instante, luego tomó su muñeca y bebió toda el agua de miel de un trago. Apenas Regina se giró para dejar el vaso, él la sujetó del mentón y la atrajo hacia él.

—¿Mmm…?

Regina no tuvo más opción que tragar un sorbo de la miel que quedaba. Isabela, al ver la escena, se llevó las manos a la cara y sonrió, haciéndose la avergonzada.

—Ya, ya. Han tenido un día largo. Vayan a descansar.

Al entrar en la habitación, Regina cambió su expresión.

—¡Gabriel, esto fue demasiado!

—¿No te estabas quejando de que no te tocaba?

—¡Quizá quiero algo más! —Regina le agarró la corbata y lo empujó hacia la cama. Se subió encima de él, con la mirada fija—. Si no quieres divorciarte, entonces dame un hijo.

Gabriel la giró con brusquedad, dejándola atrapada debajo de él. Sus dedos se deslizaron por su rostro, apartando mechones de cabello que caían sobre su frente. Dibujó lentamente el contorno de sus facciones hasta detenerse en sus labios. Su mirada se volvió más oscura, intensa.

—Duerme. En los sueños lo puedes tener todo.

Tras sus palabras, se levantó y se dirigió al baño.

Regina apretó con fuerza las sábanas bajo ella, luchando por contener la furia que crecía dentro. Sabía que esto sucedería. ¿Por qué se había expuesto a tal humillación?

Apagó la esencia que ardía en la habitación y sacó la bolsita de hierbas bajo la almohada. Isabela no solo había preparado afrodisíacos, sino que también había cambiado su pijama por un camisón fino, casi transparente. La desesperación de su suegra por tener un nieto era evidente. Pero nada podía hacer si su hijo no reaccionaba ni ante la mujer más sensual.

Mientras Regina trataba de decidir qué hacer, Gabriel apareció de repente detrás de ella. —No me interesa si te lo pones o no. No me afecta en lo más mínimo —dijo, con un tono frío que le atravesó el alma.

Ese comentario la golpeó como un puñal. Recordó aquel día en que había decidido usar un disfraz de conejita para seducirlo. Las orejas de peluche blanco, el sujetador, la pequeña colita. Se había colocado sobre la cama, esperándolo. Gabriel la había mirado solo por un par de segundos antes de arrojarle una manta encima y decirle que no ensuciara su vista.

Todos estos años, sin importar cuánto lo intentara, Gabriel jamás había caído en sus provocaciones.

Después de la ducha, Regina se quedó con una bata ligera mientras secaba su cabello. De repente, Gabriel se acercó por detrás, rodeándola con un brazo por la cintura.

Regina se tensó, apagó el secador y lo miró a través del espejo. Gabriel tenía las mejillas enrojecidas, la respiración agitada, y ella podía sentir su erección presionándola.

—Esa agua con miel… —murmuró Regina. Algo no estaba bien. Ahora entendía por qué Isabela quería que se quedaran. Quería asegurarse de que intentaran tener un hijo.

Gabriel apretó su estrecha cintura, frotando lentamente.

—Tú me la diste —dijo, su voz ronca. La mano de Gabriel ardía, y el calor se extendió por el cuerpo de Regina, encendiendo sus sentidos. Cuando ella se inclinó para besarlo, él se apartó.

—¿Es suficientemente duro? —dijo él, presionándola de manera provocadora.

Regina se quedó en silencio, apretando los labios, sin darle la satisfacción de una respuesta.

—No soy ningún impotente, así que tu solicitud de divorcio no tiene fundamento —añadió Gabriel, su tono lleno de desdén. Era evidente que quería humillarla.

Regina lo miró, con una sonrisa sarcástica dibujada en su rostro.

—¿Y de qué sirve si no se siente bien? Al final, sigue siendo inútil.

Gabriel soltó una carcajada fría.

—¿No se siente bien? ¿Quién fue la que terminó con fiebre alta después de hacer el amor, y estuvo una semana en el hospital?

Regina lo miró desafiante.

—Eso solo prueba que eres torpe y salvaje.

Gabriel se inclinó hacia ella.

—Fue un casti… ¡ah! —No pudo terminar la frase. La mano suave de Regina lo agarró con firmeza. Gabriel frunció el ceño, una batalla interna estallando en su mente entre el deseo y la razón. Quería resistirse, pero el impulso lo arrastraba.

Regina, al ver su respiración acelerada, intentó presionar aún más. En ese momento, el teléfono de Gabriel sonó desde la mesita de noche. La mirada de Gabriel se despejó de inmediato y empujó a Regina, alejándose de ella para contestar.

Regina lo siguió, viendo cómo Gabriel tomaba el teléfono. En la pantalla se veía el nombre de Emilia.

—¿Hola?

—Gabriel, ¿qué voy a hacer? Mi carrera apenas está empezando… —La voz de Emilia sonaba débil y llena de sollozos, cargada de vulnerabilidad.

De repente, Regina rodeó la cintura de Gabriel con sus brazos, acercándose más a él.

—Tus besos siguen siendo tan buenos… pero ¿será que tu desempeño sigue igual? —Regina dijo en un tono juguetón, con la intención de ser escuchada.

Antes, ser la amante era un motivo de vergüenza, algo que terminaba en castigo. Pero ahora, las amantes iban por ahí, reclamando hombres sin reparo. Ella tenía el derecho, era la esposa. La que debía sentir vergüenza era Emilia.

Del otro lado de la línea, Emilia guardó silencio al escuchar la voz de Regina.

Gabriel apretó la muñeca de Regina, lanzándole una mirada penetrante. Regina respondió con una sonrisa traviesa y, sin vacilar, apretó aún más con su mano sobre él.

Gabriel respiró hondo, sus ojos se encendieron con deseo. Regina se alzó de puntillas, intentando besar su cuello. Pero él la detuvo con el codo, empujándola contra su pecho con fuerza.

—Voy para allá —dijo Gabriel, cortando la llamada. Se giró, tomando sus pantalones y comenzando a vestirse.

Regina se llevó una mano al pecho. El dolor físico no era nada comparado con el que sentía en su corazón. Todo el calor y la pasión se apagaron en un instante.

Gabriel no la miró siquiera, vistiéndose apresuradamente.

Era hora de rendirse, de soltarlo para siempre, se dijo Regina. No importaba cuándo, los ojos y el corazón de Gabriel siempre estaban con Emilia. Ella, la esposa legítima, ni siquiera merecía lo más mínimo.

Durante tres años, Regina había puesto toda su energía en Gabriel, adaptándose a sus preferencias, creyendo que, eventualmente, las cosas cambiarían. Pero la realidad la golpeaba de nuevo, sin piedad.

Los pasos apresurados de Gabriel bajando las escaleras resonaban como cuchillos, clavándose en el pecho de Regina. Dolía. Mucho.

¡Ring, ring!

El teléfono de Regina sonó. Ella lo tomó y contestó:

—Hola, soy Regina.

—Por favor, venga al hospital de inmediato, la situación de su hermano es crítica.

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