Termino de poner mi pie derecho en el interior de la sala y retrocedo por el aturdimiento de ver a veinte personas observándome. Me encamino hasta el único sofá individual libre ubicado, casualmente, en medio de todos.
—Hola —digo dejando caer mi peso en el mueble—. ¿A qué se debe su visita? —formulo, me es interesante, mas no extraño tener a un número de Biancheris aquí.
—Solo queremos saber cómo estás —contesta mi tío Peter mientras se cierne contra mí, igual que el resto.
—Dinos, ¿cómo te ha ido? —inquiere Oleína sarcástica. Con sumo cuidado cierra su mano alrededor de mi cuello.
Quiere asfixiarme. Pataleo, pero no me suelta.
—Ural, Galo, Street, todos ellos —en lo que trato se zafarme de su agarre aparecen los mencionados en compañía de un par de desconocidos.
La grama bajo mis pies relaja en dominó mi cuerpo. Todos estamos aquí, la primera casa en la que Minett y yo vivimos. Una inmobiliaria se la vendió a nuestra madre como si fuera perfecta: piscina, cuatro habitaciones, concepto abierto, y un patio seguro para tus hijos. Mamá no tuvo en cuenta que sus hijas no eran el mayor símbolo de seguridad, ni yo siendo su hermana mayor la llegué a proteger. —¿Te mató así sin más? —cuestiona Dissa haciendo un ademán—. Por eso vendieron esta casa. —Denme un premio por ser su primera víctima —bromeo mordisqueando mi labio inferior—. ¿Tú cómo te enteraste, Hungría? —lo señalo levantando la cabeza. Él ve hacia los lados como si estuviese hablando con él. Trono mis dedos en un gesto de impaciencia. —Yo estaba en esa esquina cuando caíste muerta —señala el punto donde se camufló—. Minnie me vio directo a los ojos, corrió hacia mí y rompió en llanto. Ella era inocente —concluye limpiando una lágrima traviesa.
Minett Bianchi.La noche de luna llena cae sobre mí. Seguido me veo atrapada por los diversos aromas mezclándose con la humedad; es una inyección de felicidad. En la primera esquina que cruzo, el único farol alumbra la entrada de la panadería favorita de mi madre. Una sonrisa tira de mis comisuras al pensar en las donas de chocolate que mamá tanto adora. Aparco y me adentro al establecimiento, un denso olor azucarado golpea mi nariz.Mientras me aproximo hacia el mostrador comparto una mirada cómplice con Linda, una mujer de cincuenta años, dueña del lugar y experta en la preparación de un sinfín de postre.—Tres donas de chocolate, Marina —le ordena a su hija para que busque mi pedido frecuente—. ¿Cómo has estado, Minnie? No es sano que madrugues los fines de semana —me recrimina, una tarea que se ha tomado muy en serio este último añ
He visto a las personas darme sus condolencias; no me pierdo la forma en que suspiran aliviados junto al ataúd. «¿La odiaban?» Es lo que me gustaría saber, mi obstáculo principal son mis guardaespaldas: mis supuestos amigos.En las venas me corre sangre impregnada en ira. Ellos cruzaron todas las líneas que había establecido. Me hablan como si estuviese a punto de propinarles un puñetazo entre ceja y ceja. Lamentablemente están en los cierto. Me han decepcionado. Van a desecharme; nadie le hace tal barbaridad al mejor prospecto de amiga.Resoplo viendo que una chica de mi edad se aproxima y detiene sus pasos frente a mí.—Mi más sentido pésame, Minett —acaricia mis manos—. La señora Biancheri era muy querida por mí, es triste que haya caído en la demencia a tan temprana edad.Arrugo frente, nariz y boca. «¿Cóm
Me encuentro sentada de piernas cruzadas en la sala de mis tíos. Ellos desde la cocina no pierden de vista los movimientos de sus hijos, a su vez, me dan unas cuantas miradas indescifrables. Meto una cucharada de helado a mi boca que saboreo lentamente.—¿Por qué tío Peter e Irina los ven de esa forma? —cuestiono. Estiro las piernas para descansar un poco.Oleína traga saliva desviando la mirada a su tazón. Abro un poco los ojos en dirección a Zizzer. Él frota su nariz fuertemente.—Vamos al patio, pequeña.Me incorporo y los sigo.—Si la memoria no me falla, tú mataste a unos cuanto hace años —hace una pantomima—. Mamá y papá nos cuidan de ti, tus genes son tan fuertes como los de Galo.¿Galo Strett? Fue expulsado de una fiesta organizada por mamá, es el único del que estoy al tanto.&mda
El atrapante aroma de la pasta con albóndigas de la señora Hudak me hace agua la boca. La textura de la carne bien condimentada es mi mayor debilidad. Aleka discute sobre mi trabajo desde que empezamos a comer.—Creo que ya lo hablamos, y juntas, Aleka —mastico velozmente la pasta que juega en mi lengua—. Tengo que cuidarme yo sola —sentencio.Taris Hudak, madre de mi mejor amiga disfruta su obra de arte en silencio, nos da unas cuantas miradas desaprobatorias, pero no cambiaré de opinión.—Ustedes construirán un futuro, déjenme hacer lo mismo —apuñalo una albóndiga—, punto y final.Hablar del trabajo me irrita, lo repiten como si mi destino fuese vivir en las calles.—Llevas una mala vida, ¡El tabaco acabará contigo! —saca a colación lo que ella considera el mejor argumento, y tengo dos días fumando un cigarrillo
Sadisha Madsen.Con mis nudillos enjugo mis ojos caídos. Hoy desperté a las cuatro, madrugué como nunca, y eso me pone en una mala posición. En la sala están Eliam y Aileen, mis hermanos. Ellos juegan algo que consiste en disparar, por consiguiente, en gritarle a la pantalla plana.—Esto es paz —digo acurrucándome en el sofá mientras alzan la voz.Mi cabeza da giros transportándome al lugar sagrado.Estoy cubierta por oscuridad. Con mis brazos despejo el panorama. Descubro el cementerio municipal. Miro a mi alrededor donde la tierra transparente muestra a nuestro equipo amistoso en decúbito dorsal.Pateo la caja fúnebre que aparece sin avisar. La pequeña estructura amenaza con enterrarme, y en un arrebato logro salir de ahí. El cambio de estabilidad revuelve mi estómago.—No era mi petición,
Aleka HudakAlguien me está siguiendo.La antigua sensación escarba en mi cabeza.Unos cuantos rayos de sol entran a través del gigante tragaluz en la recepción del Centro de Estudios Universitario. Sumerjo mi mano en el bolso que tengo para tramitar mi futuro, y me desespero al palpar el interior entero sin hallar los documentos de admisión y aceptación por parte del instituto.Me excuso frente a Mina, la encargada de ingresar mi información en el sistema. Sin embargo, la pesadez en mis hombros también me obliga salir de aquí. Choco con el calor abrasador emanando de la carretera. La avenida está atestada de personas que para mi desgracia transpiran, gritan y empujan. Aún estando rodeada por sucios transeúntes, percibo un repulsivo aliento en mi nuca; la sombra de quien me niego a mencionar.Veo de reojo, y en ninguno de mis vistazos está. Aterrada,
Lo parecidos que somos a una familia removió mis piezas. Ese fue el tercer año consecutivo yendo a la casa de las montañas. La abuela y mi madre no dudaron en mofarse de nuestros quejidos, ya estaban acostumbradas.Eran seis horas excluyendo las veces que nos deteníamos para llenar de oxígeno nuestros pulmones. Estuvimos siete horas subiendo, no podíamos más; faltaban dos vueltas de treinta minutos.—No se quejen, Hungría guardó los refrigerios —No lo pensé bien mis , todo se tiraron sobre él para arrebatarle la comida. Parecían animales.Jadeantes completamos una vuelta. Nos sentamos en la tierra a descansar de nuevo. Entonces un vehículo todo terreno no nos dejó ni asquearnos por la transpiración que impregnaba la tela. De él bajó un chico que iba sin camisa y solo. Lucía como alguien de fiar, pero insinuarse lo hizo ver mal