Aleka Hudak
Alguien me está siguiendo.
La antigua sensación escarba en mi cabeza.
Unos cuantos rayos de sol entran a través del gigante tragaluz en la recepción del Centro de Estudios Universitario. Sumerjo mi mano en el bolso que tengo para tramitar mi futuro, y me desespero al palpar el interior entero sin hallar los documentos de admisión y aceptación por parte del instituto.
Me excuso frente a Mina, la encargada de ingresar mi información en el sistema. Sin embargo, la pesadez en mis hombros también me obliga salir de aquí. Choco con el calor abrasador emanando de la carretera. La avenida está atestada de personas que para mi desgracia transpiran, gritan y empujan. Aún estando rodeada por sucios transeúntes, percibo un repulsivo aliento en mi nuca; la sombra de quien me niego a mencionar.
Veo de reojo, y en ninguno de mis vistazos está. Aterrada, cruzo la calle. Esta acera no tiene tanta afluencia. Continúo mi indeterminado andar. Sigo el curso de una rubia frente a mí. La espesa sombra baja la zona enganchada a mi morral. Cada persona detiene abruptamente el tráfico. Oigo una errática respiración que acelera mi corazón.
Siento a mis principales órganos retorcerse imitando fielmente a las prendas de vestir expulsando agua jabonosa. Me detengo en seco. El excedente de humanos no se ve afectado por mi irrupción. Retomo mis andar y en el instante en que paso junto a un bote de b****a me abalanzo a él para deshacerme de lo que creo son mis… ¿órganos?
Subo la mirada. «¿Estoy muriendo?» «¿Perdí la locura?» Porque una mujer en sus cuarentas disfrazada de ardilla me observa sin perder ni el más mínimo movimiento. Sus pómulos sobresalientes, los cachetes ariscos y las comisuras tristes me recuerdan a Pennyna en sus años dorados.
Tiemblo al sentir un gélido escalofrío subir desde mi cadera hasta mis hombros.
Nada está ocurriendo. Son puras falacias.
***
Bufo rudamente. Pongo las manos en la encimera y me inclino hacia delante. Había intercambiado palabras con alguien así, abordarlo fue como tomar sopa.
—Sencillo —musito introduciendo mis dedos en mi cabello, luego aprieto.
Tiro hacia los lados para volver a la realidad. Así no saldré de ningún sitio. Odio haber perdido mi cita por no tener en mano todos mis datos exactos.
—¿Te fue mal? —me vuelvo encontrándome con Minnie preparando sus cosas para ir a casa de Dissa.
—Fue como estar en el inframundo —un mohín aparece en mis labios—. Ya no importa, hoy era mi última oportunidad para ser admitida en la Interestatal —bajo la cabeza antes de que vea las lágrimas bajando por mis mejillas—. Hay más universidades.
—Ay, Ale —me abraza a pesar de mi intento por alejarla—. Velo por el lado bueno —ahueca su mano en mi rostro—, tienes tiempo de sobra para prepararte y descansar.
Sus palabras de aliento ocultan un propósito, y no entiendo porqué lo siento de ese modo.
—Bueno —suspira con su usual tono dramático—, espero que estés el fin de semana con nosotros en terreno minado —culmina riendo por la veracidad de su acotación, yo también lo hago.
No alargo su cambio de casa. Asumo la ausencia que empieza a apoderarse de la sala. Mamá no ha vuelto de su salida sorpresa, ya me estoy preocupando, es raro viniendo de alguien como ella. En el fondo de mi pecho una mini yo grita que es hora de pasar un rato conmigo. Y sí, estoy aborreciendo al mundo, pero cuando mi madre no da señales de vida, papá es mi única salida.
Enciendo el auto de emergencias. Mi destino se ubica a dos horas, a las afueras del estado. Conducir es mi actividad menos favorita, haber chocado este mismo auto hace unos años no me da confianza.
Las carreteras mantienen los estándares viales decretados meses atrás. Acato las órdenes de las señales de tránsito. Una cansina emisora de jazz suena en el interior del vehículo, casi pongo otra hace veinte minutos, pero ellos la amaban, y cambiar la frecuencia rompería el toque de realidad.
Paso al lado de una banqueta, escucho llamados provenientes de ahí.
—¡Aleee! —Rhode Artega viste gabardina gris, zapatos del mismo color y un pantalón blanco contrastando con su atuendo—. ¡Detente!
Estaciono el auto en la orilla y él sube sin pedir permiso. Sus particulares gafas de psiquiatra estereotipado aterrizan en mi regazo. Las levanto y se las coloco.
—Hola, padre —La sencillez de mi salude provoca una contrariedad en su rostro—. ¿Qué necesitas? —pregunto sarcástica.
No existe problemas entre él y yo, solo disfrutamos bromear como si fuésemos una relación desequilibrada que aborda día tras día.
—Ale, me alegra muchísimo que me hayas buscado —se pasa el dorso de su mano por la cara aparentemente sudada—. Taris dañó el sistema telefónico cuando llegó.
»No sé por qué actúa con tanta violencia. Sí, he visto peores, pero el lazo afectuoso nubla mi diagnóstico.
Poco me asombra que exista un estancamiento profesional, lo que sí me hace pensar es que la sonoridad con que lo cuenta me asusta. Mi madre ha sido sana desde que tengo uso de razón, y nadie me dijo que tendría un estrepitoso declive.
—Está segura de que hay problemas legales en proceso—narra mientras piso el acelerado, necesito llegar ya mismo—, remitiendo mis datos sobre ella, me enteré que se refiere a tu amiga Minett Bianchi.
—Nah, Minnie es incapaz de hacerle daño a un ser vivo —objeto.
Papá refuta en lo que yo diviso su modesta casa ubicada en el centro de Cielo Torrencial.
Tardo escasos minutos aparcando y entrando a la estructura. La ha remodelado cuatro veces, eso me impide ir con mi mamá.
—Primer pasillo a la izquierda, segunda puerta —indica y lo dejo ahí parado.
Repaso los distintos escenarios en los que la he visto deplorable, sin embargo, ante mis ojos se balancea una mujer perdida en sí misma, vociferando incoherencias y golpeando la pared. Amortiguo con mis manos un sollozo que escapa de mí. Retrocedo hasta que mi espalda choca con el yeso. Son inaguantables las tiras que dibujan en mi piel cremosa lágrimas interminables.
—Si te lo preguntas, el encierro es por nuestra seguridad —abro los ojos a todo lo que da.
«¿Es peligrosa?»
—Sé precavida, Aleka —palmea mi espalda—. Por favor.
Deslizo la puerta a un lado del panel que nos separa de mamá.
—¿Mamá? —digo lo más bajo para no perturbarla más.
Interrumpe el balanceo, sube su cabeza y me mira de pies a cuello evitando el contacto visual.
—No te caigas… No te vayas… Sálvalos —pide bostezando y mostrando somnolencia—. Calecía en redondez…
Ensancha la retahíla de incoherencias. Muertes, aguas congeladas, personas cubriendo a otras, nada que pueda entender.
—No le gustó, hija —Creo que está saliendo del trance—, a Minnie no le gustó mi comida, es mi culpa —cual demente sostiene su cabeza como si fuesen arrebatársela.
—¡Llévatela! —protesta volviendo a su ensimismamiento.
Papá entra corriendo, la toma en brazos y se mece con ella a la espera de que su cordura regrese.
¿Mis cimientos se han consumido?
Lo parecidos que somos a una familia removió mis piezas. Ese fue el tercer año consecutivo yendo a la casa de las montañas. La abuela y mi madre no dudaron en mofarse de nuestros quejidos, ya estaban acostumbradas.Eran seis horas excluyendo las veces que nos deteníamos para llenar de oxígeno nuestros pulmones. Estuvimos siete horas subiendo, no podíamos más; faltaban dos vueltas de treinta minutos.—No se quejen, Hungría guardó los refrigerios —No lo pensé bien mis , todo se tiraron sobre él para arrebatarle la comida. Parecían animales.Jadeantes completamos una vuelta. Nos sentamos en la tierra a descansar de nuevo. Entonces un vehículo todo terreno no nos dejó ni asquearnos por la transpiración que impregnaba la tela. De él bajó un chico que iba sin camisa y solo. Lucía como alguien de fiar, pero insinuarse lo hizo ver mal
Dissa Burban.Suelo cuestionarme por qué me siento atraída por las asignaciones, presentarlas y según mi posición, defenderlas. Mis padres supieron desde el día uno que su hija había nacido para argumentar; velar por las personas.Ellos me dijeron que compartir también viene con la vocación, que existe una profesión que con sus abismos y cimas, me traería mucha satisfacción laborar. Se habían equivocado en un punto clave, estar vestida de forma elegante, apelar y objetar no es lo que yo quiero.—Y por eso ya no estudiaré leyes —puntualizo al mismo tiempo que finalizo un párrafo de mi tarea.—Mmmm, muy interesante —contesta indiferente.Minett y yo estamos estudiando en el garaje de mi casa. Ella se ha quejado de eso mil veces, en consecuencia, le respondo que la señal Wi-Fi es más fuerte
Las ruedas del vehículo color negro, cuatro puertas y marca indefinida recorren la autopista reducida Lance. Este es conducido por Dissa, Minett es su fiel acompañante.—Tengo hambre —manifiesta quien se encuentra en el puesto de copiloto—. Aliméntame.Sus exigencias son opacadas por la fuerte música que llena el interior. Ella resopla mientras recoge los pocos mechones de cabello que tiene en una coleta alta. Mira hacia la ventana, el sol de las seis empieza a calentar el ambiente, hecho favorable para ellas porque la primera parada se aproxima.—Saca del bolso plateado los sándwiches —Es lo que dice la conductora luego de haber sacado el carnet de circulación y su licencia.Un hombre entrado en años examina los papeles, hace un ademán y les entrega la documentación junto a su ticket de entrada.El dulce ronroneo del motor reanuda el camino. La de cabello
Dormir fue una tarea complicada. Lograron cerrar los ojos alrededor de las 4 a.m. Entre bostezos, tiran los residuos y limpian el auto. Ya en él, sostienen la ley del hielo que están aplicando desde ayer, Lenny Gael representa un problema en el aire de ambas.Por otro lado, la provincia de Lake está sumida en alegría y confusión, demostrando el ánimo atípico organizando un desfile para el mes siguiente. A través de la ventana se ven habitantes comprando lo que requieran en ferreterías, centro de telares y mercerías. El despertar ciudadano deja como consecuencia para los turistas calles congestionadas.Minett le atesta un golpe al volante, han quedado atrapadas en un embotellamiento y las incesantes llamadas de Hungría la irritan, sin mencionar que Dissa la obligó a desechar el único cigarrillo que escondió. El efecto generado durante su entrada persiste, las siguen observa
Hace más de una semana que no vemos a Aleka, además, el primer mes está terminando, mi noción del tiempo vuelve a hacerme consciente de que estamos creciendo. Por ello acordamos encontrarnos en el parque para organizarnos y buscarla.Sadisha viene acompaña por sus hermanos, Feicco y Hungría vienen solos, y Dissa ha traído a sus padres.—¿Qué haremos? —Dice Dissa acomodándose la gorra—. Lo último que supimos fue por el mensaje, eso significa que… —no se atreve a completar la idea.—Parte de su familia está aquí, llamémoslos —propone Feicco.Se ponen manos a la obra. Contactan exitosamente a casi todos, exceptuando a sus padres. Algunos ni sabían que está desaparecida, el resto no la conoce lo suficiente para saber si ha huido o algo peor.—Rhode Artega, ¿en qué puedo servir
La simpleza que posee el techo de láminas es abrumadora para nosotros en este momento donde queremos hallar la respuesta en él. Taris tuvo la osadía de ensañarnos qué somos, qué valemos, y ahora me come la cabeza no saber por qué murió, desconocer el culpable del hueco su manoJunto a mí está Feicco cubriéndose los ojos con el antebrazo. Ha estado mal, incluso más que yo, jamás lo vi así, ni siquiera el día que sus abuelos murieron. Toco su hombro para sacarlo de esa nubesita de pensamientos.—Me arrepiento haberme callado esa tarde en el porche —se vuelve hacia mí descansando su cara sobre el antebrazo—, la odié durante años por los motivos más estúpidos —levanta su mano y la mira—: una manzana.»Usó la fruta como recurso literario, era una literata, era de esperarse. Dijo que nadi
«Todo está absolutamente bien». Contengo el aire cuando Aileen pasa a mi lado, sus ojos reparan en la pantalla de mi celular. Junto a mí Sadisha está inmersa superando el nivel de un juego. Sin previo aviso cierra la consola.—Estamos listos —dice. Con el frente de su pantalón sacude la suciedad en sus manos—. El hospital nos espera.Vamos detrás de ella. Recorremos las calles dentro de su auto rojo. El olor metálico del hospital se atasca en mis fosas nasales. Toso. Ellos me ignoran, así que camino más rápido y me quedo en el cuarto de Hungría, los demás se desvían unos minutos, luego vuelven. Feicco, Aleka, y Dissa están desplegados por toda la habitación. Entablan una conversación acerca de quién sale primero del centro asistencial. Se muerden la lengua cuando Sadisha entra:—Están aquí desde el 28,
El alba cubre mi ensimismamiento matutino, hace deslumbrar mi iris verdoso. Alrededor de mi anular se encaja el anillo de bodas de mi abuela. Mujer que me instó a jurar que antes de los cuarenta tendría hijos, marido y una serena casa que mantener. Sopeso el dilema que ahora protagoniza mis pensamientos:—Obedecer tus deseos —apoyo mis codos de la encimera—. Vivir aquí por siempre —El suspiro que sale de mí no esclarece mis dudas.Hungría está bajo los cuidados de quienes lo trajeron a este mundo, estaría allí, pero me obligó a irme con el pretexto de que necesito más tiempo para mí, y esta era mi semana con él, así que mis piernas me trajeron al departamento de mamá. El frío aire me recibió, una ligera capa de polvillo cubría los muebles, y era tan tétrico que limpié cada esquina de este lugar.Por otro lad