«¿Te gusta lo que ves?»
Realmente no era una pregunta tan difícil, y aun así Sammy no pudo evitar balbucear un poco.
—¿Eh…?
Lo vio inclinarse hacia ella con una sonrisa traviesa y pasar un pulgar sobre sus labios mientras los miraba fijamente.
—La verdad es que no sé si pedirte que cierres esa boquita… o pedirte que la abras un poco más —dijo en un susurro y ella se echó atrás, tosiendo porque estaba segura de que aquella insinuación le había hecho subir burbujas de champaña a la nariz.
Él rio mientras la miraba de arriba abajo con una expresión de depredador en plena cacería y Sammy sintió que se encogía sobre sí misma.
—No imaginé que fueras tan… impresionable —advirtió él sentándose en el asiento frente a ella y la muchacha arrugó el ceño.
—¡No soy impresionable! Es solo que…
¿Qué iba a decirle exactamente? ¿Que hasta ese momento él había sido un educado y agradable bloque de hielo y de repente, apenas se cerraba la puerta del avión, parecía un playboy en plena conquista sexual?
—Bueno… yo no sé… qué se supone… si nosotros…
—¿Alguna vez dices una frase completa o es solo lo mucho que te impone mi presencia?
Sammy se puso roja hasta la raíz del cabello, pero antes de que pudiera replicarle, el avión empezó a correr sobre la pista y apenas levantó la nariz para el despegue, ella apretó los dedos con firmeza sobre los brazos de su sillón ejecutivo hasta que sus nudillos se pusieron blancos. ¡Odiaba volar! Cerró los ojos y contuvo la respiración, sin embargo pasó algo que no tenía previsto: la mano poderosa de aquel hombre se cerró sobre su mano y tiró de ella, haciéndola cruzar el escaso medio metro que los separaba y sentarse sobre su regazo.
Se tensó en un segundo, pero Ángel cruzó los brazos a su alrededor, sosteniéndola, y le acarició despacio aquel pedacito de espalda desnuda.
—Tranquila, es normal tenerle miedo a los aviones. No es nada que no pueda quitarse… desviando la atención.
¡Y vaya que había conseguido desviar su atención! La diferencia era que Sammy tampoco sabía cómo respirar estando sentada encima de él. Uno de sus brazos se apoyaba en sus hombros y aquel hombre tenía el condenado pecho como una roca. Y sus muslos estaban rozando contra… contra…
—Por eso tampoco te tienes que preocupar —murmuró él muy cerca de su boca, como si adivinara lo que estaba pensando—. Estás más envuelta en muselina que una maldit@ quinceañera. Sería más fácil romper un cinturón de castidad que llegar a tu…
Sammy se echó atrás con rapidez y terminó cayéndose frente a él. Levantó la cabeza, espantada, y lo que le quedó a la altura de los ojos fue su entrepierna. Y con lo que le apretaba el pantalón eso se veía… monstruoso. Sus mejillas se pusieron rojas y encima lo escuchó reírse.
—Creo que vas a ser la única mujer que conozco que no necesita maquillaje, ni siquiera hay que decirte una grosería, basta con insinuártela para que te sonrojes.
—¿Y qué quieres que haga? —le espetó ella—. ¡Ni siquiera te conozco y ya has insinuado tres groserías en menos de diez minutos!
Retrocedió hasta sentarse de nuevo en su lugar, batallando con el vestido que realmente era muy incómodo. ¿De verdad Ángel Rivera era así? ¿Descarado? ¿Coqueto? ¿Sin pelos en la lengua?
Lo vio suspirar con resignación y levantarse.
—Ven, tenemos por delante seis horas de vuelo, y no te aconsejo pasarlas ahí —dijo Ángel y tomó el enorme bolso negro que había traído antes de dirigirse a la parte trasera del avión.
Sammy dudó por un minuto, pero el aparato ya estaba estable, así que terminó levantándose y caminando tras él. El avión ejecutivo estaba dividido en dos partes, la delantera con un bar y varios asientos cómodos; pero cuando atravesó la puerta hacia la segunda parte y se dio cuenta de que era una habitación… bueno, ya era demasiado tarde.
Ángel había lanzado el saco a un lado y ella juraba que había podido escuchar las costuras de su camisa rompiéndose mientras él intentaba quitársela.
Tenía el cuerpo macizo, musculoso y lleno de tinta.
—¡Cristo Divino! —se le escapó y se dio la vuelta, pero antes de que llegara a la puerta, la mano fuerte de aquel hombre la cerró en sus narices.
Sammy se quedó allí, petrificada, mientras veía el brazo tatuado pasar a un lado de su cara, y sentía el cuerpo gigantesco de Ángel desprender su calor contra su espalda.
—Bueno, me halagas, pero no llego a tanto —lo escuchó decirle en el oído—. Aunque el cielo sí que lo podemos negociar.
Sammy no supo exactamente qué fue lo que recorrió sus piernas como un latigazo, pero el instinto la hizo apretar una contra la otra. Sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura, y cuando él le dio la vuelta y la arrinconó contra la puerta, la muchacha realmente tuvo que luchar por hilvanar una frase completa.
—Yo… no creí que esto fuera parte del acuerdo matrimonial —murmuró clavando los ojos en los tatuajes de su pecho.
—¿Y qué esperabas que pusiera? ¿«Tienen que coger tres veces por semana»? —se burló él.
—¿Eso es todo lo que das? —replicó Sammy y por primera vez los ojos de Ángel se clavaron en ella con curiosidad.
—Podemos empezar por comprobarlo ahora mismo… —sonrió él, acariciándole la mejilla con la nariz.
—Preferiría que no. Esto de verdad no estaba en el acuerdo matrim…
—¿Y para qué demonios es un acuerdo matrimonial si no es para estas cosas? —preguntó Ángel abriendo los brazos y echándose atrás.
—¡Pues para todo lo demás que sí importa! —replicó ella, asustada—. Para estipular que vas a cuidar de la empresa de mi abuelo hasta que yo pueda hacerlo por mí misma… ¡Tu padre redactó el contrato! ¿Cómo es que me preguntas ahora…?
—¡Está bien, está bien! —la interrumpió él, levantando las manos a modo de rendición—. Solo me parece muy extraño.
Tomó una playera negra de su bolso y se la puso, y ni siquiera se molestó en cubrirse cuando se quitó los pantalones, reemplazándolos por unos de lino, mucho más anchos y cómodos.
—¿Qué te parece extraño? —preguntó ella tratando de no mirarlo demasiado.
—Pues que he visto mujeres que se casan para obtener dinero, pero tú… tú eres millonaria, ¿y te casas para que otro controle tu fortuna? —gruñó él.
—¡No es así! No es para que la controles, solo para que me ayudes hasta que pueda manejarla yo sola…
—¿Sabes qué no entiendo? —Ángel cruzó los brazos y apretó los labios durante un segundo—. ¿Cómo es que la nieta de Alejo Reyes, teniendo todas las oportunidades del mundo, no estudió?
—¿¡Y quién te dijo que no estudié!? —se escandalizó Sammy—. ¡Estoy por graduarme de Historia del Arte, por eso tu padre nos hizo ese regalo! —exclamó señalando un cuadro que había al fondo de la habitación, junto con varias cajas de regalo.
Ángel se le quedó mirando. Era un Van Gogh horrible, del que su padre siempre alardeaba.
—Sip, me doy cuenta de que eso te va a servir mucho para dirigir un conglomerado vinícola —suspiró—. En fin, eso me deja muy claras las cosas: eres una princesa indefensa en busca de un caballero de brillante armadur…
—¡Yo no soy una princesa indefensa! —le gruñó Sammy porque para disminuirla y hacerla sentirse inútil ya tenía a su madre. Pero si iba a decir algo más, se vio frustrado por la forma abrupta en que aquel hombre la alzó por las caderas como si fuera una pluma y la pegó a la pared más cercana.
—Me alegro mucho… porque lo de la armadura no te lo discuto, pero yo estoy muy lejos de ser un caballero.
Sammy sintió su aliento sobre su boca, olía a sándalo y a cedro, y su sola cercanía la mareaba.
—Y ahí están otra vez esas mejillas sonrojadas —sonrió él antes de bajarla.
Ya sabía lo que quería saber sobre ella. Era una princesita resistente, pero en el fondo seguía siendo una princesita a la que habían criado en una burbuja de cristal.
—Cámbiate, ponte cómoda, descansa —le dijo haciendo ademán de salir de la habitación—. Y por cierto… lamento mucho la muerte de tu abuelo, era casi casi tan gracioso como el mío.
Sammy achicó los ojos. ¿No le había dado el pésame ya?
Se llevó las manos a la cabeza cuando lo vio marcharse y se sentó en la cama. ¡Aquello iba a volverla loca! Pero finalmente decidió que la mejor opción era cambiarse por ropa más cómoda y tratar de descansar.
Para el momento en que su flamante esposo volvió a la habitación, la encontró dormida sobre la cama, intentando acurrucarse entre los finos edredones. Y realmente debía estar cansada, porque ni siquiera la oyó protestar cuando se acostó a su lado y pegó el pecho a su espalda, abrazándola.
La próxima vez que abrió los ojos, seguía siendo de noche; y era lógico porque estaban volando hacia el oeste, sin embargo cuando él miró su reloj, algo lo hizo levantarse de inmediato. Habían pasado más de nueve horas desde que habían salido de Los Ángeles, debían haber llegado a Hawái hacía tres horas. ¿Por qué diablos estaban volando todavía?
Salió de la cama con prisa y se dirigió a la cabina. La puerta estaba abierta, así que entró directamente y sacudió a uno de los pilotos.
—¡Hey! ¿Por qué…? —sin embargo enmudeció cuando vio la cabeza del hombre caer pesadamente a un lado.
Ángel se quedó atónito un segundo, pero luego le dio la vuelta hacia él para mirarlo bien. El piloto tenía un rastro de espuma blanca en las comisuras de su boca, y los ojos abiertos y vidriosos. Estaba muerto.
Se giró apurado hacia el otro piloto y se encontró exactamente las mismas señales: estaba muerto.
¡Los dos pilotos estaban muertos!
Por un segundo aquel hombre se quedó paralizado. ¡Los dos maldit0s pilotos estaban muertos! Y por la forma rígida de sus cuerpos, llevaban más de tres horas así.Quizás en otro momento, como cualquier ser humano normal, se habría puesto a gritar porque alguien había envenenado a dos personas en aquel avión, pero la realidad era capaz de golpear con más fuerza que cualquier hombre.Estaban en el aire, a doce mil metros de altura, alguien había envenenado a los pilotos y la única razón por la que no se habían estrellado ya era porque el aparato llevaba puesto el piloto automático. Sin embargo estaba seguro de que eso no los ayudaría por mucho tiempo más.Cerró los puños sobre los asientos de cada piloto y respiró profundamente hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Era estúpido decir que no estaba asustado, pero si algo había aprendido en la vida, era a no dejar que el miedo lo dominara.No tenía ni puñetera idea de cómo se podía aterrizar aquello, había pilotado aviones ultraliger
Debían ser aproximadamente las ocho de la mañana, cuando Ángel Rivera se despertó, sobresaltado por el sonido estridente de aquel teléfono. Había pasado la noche en el despacho de su padre, en el edificio de oficinas de la Compañía.Había bebido, había pensado, había repasado cada detalle en su mente y luego se había quedado dormido, porque la explicación la tenía, pero la solución para el problema, no.Apretó el botón del intercomunicador y la voz aguda de la secretaria de su padre sonó en el aparato.—Señor Rivera, tenemos una llamada entrante del aeropuerto de Honolulu.Ángel arrugó el ceño y se humedeció los labios antes de mordérselos.—Muy bien, transfiera la llamada —le ordenó y la voz de un hombre mayor se escuchó al otro lado.—¿Hablo con el señor Rivera?—El mismo. ¿En qué puedo servirle? —respondió educadamente.—Señor Rivera, esta es una noticia difícil de dar, pero me temo que algo ha sucedido. Su compañía aparece como propietaria de la aeronave Gulfstream G650, con el Có
La explosión no tardó ni dos minutos en escucharse, haciendo que las dos personas en el fondo de aquella balsa de emergencia se sobrecogieran. Pero la bola de fuego que subió hasta el cielo, hizo que Darío levantara la cabeza y tratara de calcular la distancia.Sí, ya podemos decirlo: su nombre era Darío Rivera, la cabra loca de la familia Rivera, el descarriado, el rebelde, el irreverente. Pero en ese justo momento lo que menos importaba era su nombre o su apellido, sino lo que fuera capaz de hacer para sobrevivir.El avión se había estrellado sobre tierra, y la columna de fuego y de humo que salía de él era una guía suficiente, pero no podían demorarse, porque la corriente no iba a llevarlos derechito a tierra así como así.PegadoS al interior de la balsa salvavidas había varios artículos de emergencia, y Darío agradeció mentalmente que hubieran comprado las que hacía Lalizas, porque eran las que mejor equipadas estaban.Desprendió dos pagayas cortas que había a un costado, y las mo
Sammy se llevó una mano a la frente, haciéndose sombra sobre los ojos. El atolón era tan pequeño que solo debía tener unos tres kilómetros de largo, sin embargo el suelo era rocoso y lastimaba los pies a tal punto que había que elegir muy bien dónde pisar.Así que lo que podía haber sido una caminata de cuarenta minutos, se convirtieron en tres horas de martirio bajo el sol.Sammy contuvo la respiración cuando su estómago rugió, protestando, y Ángel se dio la vuelta, pero no dijo nada porque él estaba igual, muriéndose de hambre.Le tendió una botella de agua, pero antes de que ella la agarrara, Darío levantó el índice en su dirección.—Con control, princesa, que no tenemos mucha —le advirtió.—¡Por supuesto, Diablo! Puedo ser una inútil, pero no soy una inconsciente —replicó llevándose la botella a los labios y dándole solo dos pequeños sorbos.Estaban casi llegando al avión cuando empezaron a encontrar pedazos más grandes regados. Fragmentos de la cola, asientos chamuscados, nada qu
El sol apenas parpadeaba entre nubes oscuras. Se había pasado toda la noche lloviendo, y ni Sammy ni Darío habían podido dormir bien. Estaban cansados, agotados y ateridos. Aunque aquel pedazo de avión les hacía de algo parecido a un techo, el aire de la tormenta había lanzado mucha lluvia en su dirección, así que los dos habían terminado empapados.—¿Crees…? ¿Quién crees que nos haya hecho esto? —murmuró Sammy, metiéndose en la boca una pequeña masa de pescado asado.Era raro desayunar con pescado, pero era mejor que no comer nada.Darío bajó el suyo con un sorbo de agua y negó.—No tengo idea, pero es evidente que no fue un accidente —respondió—. Dos hombres murieron con los mismos síntomas, probablemente envenenados. Y la realidad es que si a mí no me gustaran los deportes extremos, tú y yo estaríamos muertos también.Sammy se encogió sobre sí misma. No había podido dejar de pensar en eso.—Esto no fue para ellos, ¿verdad? —murmuró—. Fue para ti y para mí.—O solo para uno de los
Levantarla y llevársela a la pequeña cueva era lo de menos. El problema era que ni Darío tenía idea de por qué se había desmayado, ni Sammy parecía tener mucha intención de recuperar el conocimiento. Eventualmente su respiración se acompasó como si estuviera durmiendo, y él intentó tranquilizarse diciéndose que solo era el estrés.Y por más que se peleaba con ella, no podía culparla. Lo que habían vivido en los últimos dos días era digno de una novela de terror, no podía imaginar nada peor. Y si para él, que estaba acostumbrado a ponerse en situaciones extremas por diversión, aquello era difícil, no quería imaginar cómo era para ella, que probablemente tenía un séquito de nanas para consentirla cuando se rompía una uña.La acomodó en un rincón de la cueva, entre dos mantas térmicas. El lugar no era muy grande, apenas unos tres metros de ancho por otros cinco de profundidad, lo bastante alta como para que Darío no necesitara inclinar la cabeza al caminar adentro. La poceta donde goteab
Sammy sentía que los nervios le ganaban. Solo quería que llegara la noche lo más rápido posible, y Darío tuvo que protestar con convicción, porque con su apuro iba a quemarles la comida.Fue el día que más rápido la vio comer, incluso con tan pocos modales que se chupó los dedos y hasta suspiró, y el Diablo Rivera pasó saliva porque era un gesto normal, cualquiera se chupaba los dedos, él mismo lo hacía, pero cuando la veía hacerlo a ella… era como si esa parte menos dócil de su cuerpo se despertara.—¡Bueno, ya, ya! ¡Solo es comida! —le gruñó cuando la oyó suspirar por tercera vez, y Sammy levantó una ceja curiosa cuando lo vio tan ofuscado. Sin embargo no le dio tiempo a decir nada, porque él ya estaba levantándose y rebuscando en la bolsa por las cosas que iban a llevarse.Preparó la pistola de bengalas, se echó en uno de los bolsillos del pantalón cargo uno de los cohetes de señales, y salió andando en dirección al otro extremo del islote apenas el sol cayó. En contraste con su ce
—¡Sammy!Aquello no servía mucho para darle confianza. La lluvia empezó a caer con tanta fuerza que apenas podían ver dos metros delante de ellos, así que los treinta metros hasta la orilla se convirtieron en un suplicio para la muchacha.En los seis metros entre el mar y la cueva, la lluvia les quitó de encima el agua salada, y el viento provocaba tanto frío que Sammy ni siquiera se proecupó de que él la estuviera mirando, solo se dio la vuelta hacia una de las paredes y se quitó la ropa mojada, poniéndose otra que no le tapaba mucho el frío pero al menos estaba seca.—La única razón por la que no nos demos cuenta de lo fuerte que es el viento, es porque no tenemos con qué compararlo —murmuró Darío mirando afuera con gesto preocupado.—¿Qué quieres decir? —preguntó Sammy y él se levantó, haciéndole una señal para que la siguiera cerca de la entrada.Sacó apenas su mano y la muchacha lo imitó, pero enseguida tuvo que meterla de nuevo, la lluvia golpeaba furiosamente su antebrazo, al p