Capítulo 2:

— ¿Eres la jefa aquí, doctora? —preguntó David cuando por enésima vez los detuvieron para preguntarle algo a la mujer que empujaba sin ningún esfuerzo la silla de ruedas. Se sentiría un inútil si el dolor del costado y de su brazo no le estuvieran dando tanta lata.

No podía quejarse, pero jamás se ponía enfermo. Y como un ciudadano perfectamente sano había visitado muy pocas veces cualquier hospital. No estaba acostumbrado a que velaran por él. Desde muy pequeño había sido demasiado independiente y le gustaba todo hacerlo por sí mismo.

—Soy la jefa del área de cirugía. Así que la respuesta a tu pregunta es un rotundo sí.

—Pero ni siquiera llegas a la treintena. ¿Cómo es eso posible? Los médicos se pasan la vida entera estudiando.

—Por mi padre. Nunca nos obligó a estudiar nada. Incluso hubiera sido feliz si nos quedábamos en casa como dos inútiles. Pero al elegir una carrera nos exigió ser las mejores. Hay oportunidades que se deben aprovechar y todo se aprende más rápido cuando se es joven y no tienes ninguna responsabilidad, esas fueron sus palabras exactas. Así que hicimos las carreras de dos en dos. Es decir que cuando un estudiante empezaba su primer año, ya íbamos en tercero.

—Parece un tirano.

—Oh no, esa no es la impresión que quería darte a entender. Siempre nos apoyó. Aún hoy, todavía lo hace. Al fin de cuentas siempre hay cosas nuevas que aprender. Ya llegamos. Puedes acostarte en la camilla por favor.

David lo hizo con sumo cuidado. No quería admitir ante nadie, menos aún ante esa mujer tan guapa que estaba hecho un cromo. Que le dolía hasta la vida. Había practicado unos cuantos deportes extremos a lo largo de los años, había tenido sus buenas caídas y aparatosos golpes pero nunca había sentido dolor tan fuerte como ese que estaba subiendo por su brazo y le tenía dormido el hombro. De cualquier forma en que se acomodara veía las estrellas.

Quizás era la edad pues siendo más joven no solían tanto los golpes o quizás era la buena vida a la que se había acostumbrado.

—Jeff. ¿Tienes todo listo?

David no se había percatado de que había alguien más en la habitación hasta que la doctora Cronwell habló. Un gigante rubio asintió sin decir palabras. Y por como miraba a su doctora ahí había algo. No sabía de donde salió el pronombre posesivo pero le gustó. Y a pesar de todo el dolor que estaba sintiendo le dirigió una mala mirada al hombretón al otro lado del cuarto.

El escáner duró pocos minutos. Todo estaba en orden. No tenía hemorragia interna ni ninguna costilla rota, ni ningún órgano colapsado, vamos que estaba listo para una conga. Si no tuviera el brazo roto. La buena noticia era que habían sido fracturas limpias por lo que no necesitaba operación.

—Que mal, con las ganas que tenía de meterte mano.

David no pudo evitar sonreír. Una sonrisa limpia, sincera. Una sonrisa descarada que demostraba porque no le decían Casanova en vano. En una ciudad con tantas personas como Nueva York, la mayoría de las féminas conocían su reputación. Adoró el sonrojo que cruzó las mejillas y el cuello de la doctora al darse cuenta del doble sentido de sus palabras. Y por primera vez desde que había entrado al hospital esa mañana se alegró de haberlo hecho. Como si el destino quisiera darle un empujón.

—Puedes meterme mano cuando quieras, sirena —la nombró. Una apodo muy específico para la pelirroja que tenía delante. Pero no era su cabello cobrizo lo que le recordaba a esas leyendas del mar. Eran sus ojos. Ni verdes, ni azules. Una tonalidad intermedia que se asemejaba a las aguas cristalinas del lago Michigan cuando lo visitaba de niño—. Estoy más que dispuesto a hacer realidad tus sueños y fantasías.

—No me digas, bombón —Valentina habló bajito. Solo para que él escuchara sus palabras. Lo tocó el brazo con delicadeza y se inclinó un poco.

El crac se escuchó en la estancia y el grito que David no pudo contener se oyó hasta en las afueras del hospital. Lo dejó sudando y todo.

— ¡Joder! ¡Dios de mi vida! —aulló cuando su respiración dejó de ser frenética y los latidos de su corazón volvieron a ser normales—. A parte de sirena, eres una bruja.

—Gracias. Es el primer paciente que en la misma frase me halaga y me insulta. ¿A qué ya no te duele?

David entrecerró los ojos solo para comprobar que sentía un dolor sordo. Una leve molestia. No ese dolor sofocante que hacía que le dolieran hasta las pestaña.

—Eres buena.

—Sí, ahora un yeso y listo. Te pondré el calmante en unos segundos y te prometo que pronto dejarás de acordarte del mundo.

— ¿Y por qué no me lo pusiste antes?

—Porque me gusta escuchar los gritos —Y ante la expresión de horror no pudo evitar que una carcajada saliera con fuerza. Le estaba devolviendo la moneda. Ahora la pelota estaba en su tejado—. Es broma, David. Estudié Medicina. Una de mis funciones es hacer que los dolores de los pacientes disminuyan, no que aumenten. Pero hay dolores que solo un analgésico bien fuerte los puede calmar y lo que es bueno por un lado, es pésimo por otro, pues el compuesto químico con el que están fabricados va directo al corazón.

—Ok. Entiendo. Pero no vuelvas a hacerlo.

— ¿Dónde quedó el hombre que quería marcharse de aquí porque decía que solo era un rasguñito?

—Lo dejé afuera. Antes de entrar a este cuarto. Podías haberme avisado.

—Hay cosas que hay que hacer estilo curita. Mientras más rápido, mejor. Alysa ¿puedes traer tu equipo al cubículo dos? —preguntó por el busca.

— ¿Y eso porqué? Ya estoy bien.

—No —Valentina negó con su cabeza. El mayor error de muchos. Pensaban que todo había terminado y eso no era más que el inicio—. No quiero que los huesos vuelvan a desplazarse si te muevo de un lado a otro. Y estoy segura que ya no quieres que vuelva a poner mis manitos sobre ti.

—No te equivoques, sirena. No será hoy. Quizás mañana tampoco. Pero te prometo que acabarás conmigo acariciándote y deseando más.

La doctora sonrió ante sus palabras. El agotamiento estaba haciendo que perdiera fuerzas por momentos y sus ojos se entrecerraban. No sabía cómo ni por qué pues había aprendido a involucrarse lo menos posible con a La personas que atendía pero ese hombre le había recordado el motivo porque había elegido esa especialidad y no se había echado atrás. El motivo del amor que sentía por su profesión. Y también le hacía anhelar ciertas cosas en las que nunca había pensado. Hasta ese momento.

La media hora que estuvieron trabajando en él apenas se movió. No obstante, Valentina colocó la bolsa del suero y ella misma lo trasladó a una habitación privada. Revisó su historial y puso el medicamento, las tomas y el horario. No pudo evitar que su mano traviesa le acariciara el cabello y se quedó sorprendida de su sedosidad.

No sabía que le pasaba con ese hombre pero cuando salió del ensimismamiento se largó rápidamente de la habitación. No estaba buscando una relación. Con nadie. Y menos con uno de los solteros más codiciados de la sociedad.

Evitó ir a su habitación a partir de ahí. Le encargó ese caso a otro especialista. Tres días después cuando le dieron el alta, lo menos que se imaginaba era que él la buscaría. Que preguntaría en todas las alas para saber su paradero. Había pensado que captaría la indirecta. Se equivocó.

—Señor Rodríguez —increpó al viejito de ochenta y dos años que revisaba todas las semanas y que estaba más sano que una manzana—. Usted está perfecto. Ya quisiera mi padre tener la fortaleza y salud que usted aparenta y tiene.

—Pero es que tú me alegras la vista. Como voy a perderme semejante panorama. — "Y ahí estaba él quid del asunto" pensó Val. Su problema no era del corazón si no de lujuria. Aunque esa coquetería era sana. Lo único que hacía cada vez que la visitaba era pellizcarla una nalga. Su esposa le sonreía para después darle un coscorrón con su bolsito de manos.

—No sabía que fueras una cobarde, sirena. Me estás evitando.

Valentina alzó la vista para ver al hombre que había poblado sus sueños durante esas noches parado junto a la puerta con un pantalón de pijama.

— ¿Ese es tu novio, doctora? —increpó el anciano. No los dejó responder y él mismo continuó hablando—. Pues quiero decirle joven que esa mujer es mía —terminó pellizcándola nuevamente antes de encaminarse a la puerta y despedirse.

—No puedo estar más de acuerdo con el señor. Sobre todo cuando tienes un cuerpo digno de soñar.

—Esa es tu forma de ligar. ¿Te funciona?

—Si te soy sincero es la primera vez que empleo esa táctica. Aunque no se puede negar que tiene un trasero de lo más mono. Y tremenda delantera. Y clase par de piernas.

— ¿Qué quieres, David?

—Ya que me dieron el alta, que me acompañes a un café. Me lo debes —dijo cuando vio que lo iba a interrumpir—, solo por el hecho de que me causaste un dolor monumental. Entonces ¿qué dices?

—Está bien. Tengo quince minutos libres más adelante. Me los puedo tomar ahora. Precede el camino.

David se giró con una sonrisa en el rostro. Sonrisa que Valentina no vio. Sonrisa que daba a entender que ya tenía una batalla ganada, que no le faltaba nada para ser el vencedor de la guerra sin saber que la doctora Cronwell era un hueso duro de roer.

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