En la mansión Barrett, Sebastián sonreía asombrado, contemplando a su esposa dormir plácidamente como un niño sin preocupaciones. Había transcurrido aproximadamente una hora desde que se despertó, y su única actividad había sido observar como unos mechones rebeldes la hacían arrugar la nariz y él los acomodaba tras su oreja con mucha ternura.—Te prometo que te protegeré — le susurraba mientras los recuerdos de la conversación del día anterior se repetían en su mente.«Confiaré en ti, aunque no quieras revelarme aquello que te ata a la mansión de tu familia. Haré de cuenta que omites esa información por mi bienestar, pero sé que tu abuela te ha chantajeado. No soy tan ingenua como aparento. Asumiré el papel de tu esposa, siempre y cuando me asegures que nuestro hijo no sufrirá. Deseo que tenga una vida distinta a la mía o a la tuya. Quizás estoy pidiendo mucho, pero la posibilidad de ofrecerle a nuestro hijo un futuro diferente me lleva a poner mis propias necesidades y sentimientos e
Ana se estaba mordiendo las uñas nerviosamente, su mente era un torbellino de pensamientos contradictorios. Anhelaba bajar a la casa del sótano para verificar por sí misma si era verídico que Soraya había recobrado la conciencia, pero a la vez le invadía el temor de hacerlo. «Estoy arruinada», murmuraba para sus adentros, repitiendo una y otra vez en su cabeza mientras entrelazaba sus dedos temblorosos y sudorosos, con la mirada clavada en la entrada del salón.La anciana Barrett, con compostura y una sonrisa triunfante, se unió al resto en la sala de estar. —Parece que las cosas vuelven a su cauce — comentó. Se sentó en su sillón con compostura elegante mientras sonreía triunfante. —Tanto es así, que los criminales están cayendo por sí solos —añadió, observando de reojo a Ana. Notó lo afectada que estaba y supuso que su palidez y sus movimientos frenéticos de pies y manos, se debían a la situación de su padre.—Tienes razón, abuela. Creo que deberíamos celebrar en grande. Mis hi
Con la visión emborronada por sus propias lágrimas, Lizbeth caminaba por el pasillo, sintiendo que la distancia o el recorrido era más largo que nunca. De repente, sintió un inmenso dolor en la parte pélvica de su vientre.—¿Qué está pasando? —exclamó con un quejido al sentir que ese dolor se intensificaba en fracciones de segundo, como si un sinfín de dagas estuvieran siendo clavadas en esa zona de su cuerpo al mismo tiempo.Se dobló ante las intensas sensaciones, sus rodillas casi cediendo, aunque se aferraba a la pared a su lado.—¡Ayuda! —trató de gritar, aunque no estaba segura de si sus palabras fueron un grito o simplemente un murmullo.Un líquido caliente descendió por sus piernas y sus quejidos se tornaron en llanto al comprender lo que estaba ocurriendo.—Mi bebé... no, no, esto no puede estar pasándome a mí —lloró al tocar la sangre que brotaba de su cuerpo. La enfermera, quien se había ofrecido a asistirla, llegó corriendo y nerviosa, buscando su celular en los bolsillos,
La anciana Barrett había ido a la comisaría para perjudicar aún más a Ana. Logrando dejar a Sebastián sin palabras, ya que él creía que su abuela solo iba a ayudar a esa mujer solucionar ese problema. Sin embargo, la acusación de la anciana resultó beneficiosa para él.Mientras reflexionaba sobre eso, iba de camino a la mansión en el asiento trasero de su auto, cuando el sonido de su teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Al sacar el teléfono del bolsillo interno de su chaqueta, vio que se trataba de una llamada de Viviana y, con gesto de fastidio, decidió ignorarla. Pero antes de guardar el teléfono, notó que había varias llamadas perdidas tanto de Lizbeth como de las enfermeras que estaban cuidando de su madre.Suponiendo que algo malo le había ocurrido a Soraya, con gesto nervioso, intentó devolver la llamada de Lizbeth. Sin embargo, justo antes de presionar el botón, recibió una llamada de un número desconocido que lo detuvo en seco."Buenas tardes, ¿es usted Sebastián Barrett,
Sebastián esperó a que las mujeres salieran y se aferró con fuerza a la mano de su esposa, dejando que la incertidumbre dominara su rostro, mientras le preguntaba con desesperación:—¿Dime que es una broma?… por favor.«No me la pongas difícil, dejarte me duele mucho», dijo Lizbeth internamente, luchando por contener el huracán de emociones que la invadía, escuchó esas palabras con un nudo en la garganta. Cada fibra de su ser temblaba de dolor, pero en un acto de valentía resignada, decidió que era momento de soltar amarras. Necesitaba ese dolor que estaba sintiendo porque, de lo contrario, más adelante no tendría valor.Mientras su corazón se desgarraba silenciosamente, pronunció con voz entrecortada:—No lo es. Quiero el divorcio.Los ojos de Sebastián, se llenaron de un miedo profundo que las palabras no lograban expresar por completo, y reflejaban la tormenta interior que lo consumía. Las lágrimas, ya secas por el llanto previo, atestiguaban su dolor en silencio.—Tienes derecho
Más tarde:Sebastián decidió no ir a la mansión, sino que prefirió quedarse en su penthouse. Sentía que lo mejor era estar solo en ese momento. A pesar de la oferta de Austin para hacerle compañía, la declinó cortésmente y se encerró en una habitación que especialmente iba a ser preparada para el bebé.Había tenido mucha ilusión en mostrarle a Lizbeth aquel espacio, había imaginado su cara de sorpresa y los gestos de felicidad que haría al ver, dicha habitación decorada, pero ahora no era posible.Observando que Sebastián eligió estar allí, Austin movió la cabeza de un lado a otro con gesto comprensivo. Se detuvo momentáneamente en el umbral de la puerta, captando el inusual silencio que reinaba. Esperaba ver a Sebastián desquitándose en un arrebato de ira, pero esta versión de él parecía más bien un zombi; alguien que carecía de la energía para discutir o liberar su alma.—Señor, si en algún momento necesita hablar con alguien, estaré en el salón — propuso Austin en un tono sutil, pe
Austin no se había ido a su casa. Aunque estaba cansado, suponía que su jefe se sumergiría en el alcohol hasta perder el conocimiento, como aquella vez que Marcela lo lastimó. El licor fue el desahogo que Sebastián utilizó y eso solo lo descontrolo más. Pero para su sorpresa, Sebastián, llegó a su lado, dejándose caer en el sofá con gesto fatigado.—Debí escucharte cuando me suplicabas que no involucrara a Lizbeth en mi vida. Sé que lo decías porque pensabas que la lastimaría, convirtiéndola en un blanco para mi familia, pero ahora no tendría este dolor al querer a alguien que no siente lo mismo por mí— comentó Sebastián, con la mirada fija en la nada.—Se equivoca, señor. Ella debe sentir algo por usted. Es que las mujeres son muy diferentes a los hombres. Para nosotros, tener sexo con una mujer es trivial, un desahogo, una satisfacción de un placer que nos exige nuestro cuerpo. En cambio, para las mujeres como Lizbeth, entregarse a un hombre requiere algo más que solo placer, un mo
El sonido de los cubiertos creaba un ruido molesto que perturbaba la mente de Soraya, quien ni siquiera era capaz de probar un bocado. Se mostraba pensativa y, con disimulo, observaba a Samuel, anhelando saber lo que diría después del desayuno. Aunque intuía lo que sucedería, deseaba creer que no se trataba de Sebastián.—Señora, una mujer afuera de los portones, está alzando la voz. Y asegura que si no la atienden, causará un gran escándalo. Su alboroto está captando mucha atención — le informó una sirvienta a la anciana, quien de inmediato sospechó que se trataba de la madre de Lizbeth y sonrió.—Ignórala. No podemos permitir que toda persona que venga a reclamar logre su cometido. Eventualmente, se cansará —comentó la anciana sin dejar de comer con entusiasmo. Sin embargo, su asistente se inclinó ligeramente y le susurró al oído:—Señora, aún hay paparazzi cerca. La caída de los Fischer nos ha situado en el punto de mira.—Esa señora es una entrometida, permítele la entrada —dijo