—Justo, iba a buscarte— le dijo Sebastián a Marcela y ella sonrió coquetamente, con sus pechos casi al límite. Usaba escotes más pequeños que sus senos a propósito.—¿En qué puedo ayudarte?— inquirió coqueta. —En nada. Te haré dos advertencias—, Sebastián alzó un dedo. —Si continúas sofocándome, te voy a despedir. Ya no serás reportera de esta cadena televisiva—, levantó el segundo dedo. —Y si vuelves a tocar así sea un pelo de mi esposa, conocerás ese lado oscuro de mí que nunca viste. Entonces tendrás motivos suficientes para tratarme como un desquiciado.Marcela se quedó con la boca abierta, mientras él pasaba por su lado. Cuando ella fue capaz de reaccionar, le gritó histéricamente:—¡Aún no me conoces, Sebastián. Te arrepentirás; ya lo verás! —No olvides que soy tu jefe. Tienes estrictamente prohibido tratarme con confianza, y solo podrás entrar a mi oficina cuando yo lo autorice— le dijo Sebastián, sin haberse girado. Estaba marcando los límites profesionales que nunca había
Minutos antes, en la mansión Barrett:«Esto está mal, no podemos seguir enfrentándonos así», reflexionó Lizbeth en cuanto Sebastián salió de la habitación. Él había cerrado la puerta con tanto ímpetu que la sorprendió.Con gesto preocupado, caminó de un lado a otro, sintiendo que debía encontrar un equilibrio. Reconocía que estaba muy irritada después de lo ocurrido con Marcela y Ana, ya que la situación le dejó un sabor incómodo.«Actúe por celos, pero no debo enamorarme. No puedo olvidar que amar a Sebastián Barrett sería doloroso», murmuró para sí misma. Luego giró hacia el tocador y notó el ramo de rosas rosadas. Con asombro, se acercó para comprobar si era real. El hecho de que Sebastián hubiera comprado rosas para ella era incomprensible.Tomó las rosas, las olió, y se relajó con su aroma. Luego sonrió antes de abrir los ojos y leer una pequeña tarjeta.“¿Perdonarías a este tonto?, amiga con derecho”—¿Quién le dijo que había aceptado su locura? ¡Es un oportunista! — habló sola
La anciana casi dejó caer el bastón al acercarse a él. E hizo que lo acomodaran en el sofá, aunque Sebastián estaba renuente.—Vengan todos— voceó a todo pulmón.No pasó mucho tiempo antes de que todos se reunieran.—¡Apártate! ¡Esto es culpa tuya! La anciana empujó a Lizbeth con la punta de su bastón para que se alejara de Sebastián.—En lugar de estar gritando y llamando a gente que no va a resolver nada, permíteme llevarme a mi marido para curarlo— le dijo Lizbeth, cortante y poco respetuosa.La anciana le dedicó una mirada fulminante.—Esto es lo que pasa cuando te mezclas con personas de clase baja. Quién sabe en qué problema metiste a mi muchacho. Estoy segura de que deben ser la gentuza de tu barrio que quisieron atracarlo. Eso es lo que trae la gente como tú— la culpaba señalándola con su bastón.Sebastián detuvo a su abuela agarrando un extremo del bastón. Lizbeth entendió de inmediato su intención y le agarró la mano.—Madre, deja de molestar a nuestra nuera. Aún no pregun
―Ella no es quien para reprender a mis empleados.― bramó, intentando bajar los pies de la cama, pero Lizbeth se interpuso.―Ves, harás algo impulsivo, ¿vas a gritarle a tu abuela? ¡A esto me refiero!Él la miró a los ojos y se sintió como un niño reprendido.―Quiero ser de otra forma, anhelo controlarme, no ser de este modo, pero es como si fuera imposible― le confesó, observando que ella había colocado varios velones aromáticos en todo el cuarto también.―Cuando sientas que perderás el control, piensa en algo que te importe mucho, en algo o alguien que te importe tanto que estés dispuesto a superar este trauma, por su bien― le aconsejó con tono dulce, y él le tomó las manos, mientras analizaba cuán diferente era todo con Lizbeth. Estaba comprendiendo la razón por la que le dio miedo creer que se había ido de su lado. Su relación con Marcela se trató solo de sexo, se veían cuando tendrían un encuentro amoroso. Ellos nunca compartieron juntos, apenas tenían cenas, y salidas muy rápid
Con incertidumbre, Lizbeth siguió a la empleada que la guiaba por un pasillo desconocido, mientras reflexionaba sobre las cosas que diría cuando esa anciana la insultara por mentir respecto a su embarazo. No quería exponer a Sebastián, no solo porque el acuerdo se lo impedía, sino porque no le parecía justo. Aunque no era tonta, entendía que ese acuerdo siempre beneficiaba más a él que a ella.Recordaba que Sebastián le había dicho que no quería ofenderla ofreciéndole dinero, pero le parecía justo que al final del acuerdo, ella aceptara una indemnización por todo lo que tendría que vivir. Él comprendía el infierno que Lizbeth pasaría. A pesar de su necesidad, Lizbeth no aceptó.— Déjenos solas — le solicitó la anciana a su asistente, en cuanto, Lizbeth ingresó a aquel despacho.La anciana sentada en su sillón, con aire autoritario, arrastró un documento por la superficie del escritorio con un bolígrafo.—¡Fírmalo! — le ordenó a Lizbeth, quien frunció el entrecejo y se acercó curiosa.
—No te atrevas a ahuyentar a mi invitado — Samuel agarró el antebrazo de Sebastián. — Nuestro padre no estará feliz si cometes una estupidez.—Me importa poco tu invitado, o la felicidad de nuestro padre. Lo que quiero es que se vayan de mi cuarto — le dijo Sebastián, amenazante. Nicolás sonrió complacido, al ver que su presencia lo incomodaba. Algo que Sebastián, en medio de su enfado, pudo notar. Quería borrarle esa sonrisa con su puño, pero recordó algo que Lizbeth le dijo: “Cuando te sientas a punto de tener un ataque de ira, piensa en algo o alguien que te importe”.Respiró profundamente, y dejando a sus propios hermanos asombrados, se acercó al minibar, sirvió tragos para todos y les ofreció.De mala gana, Nicolás aceptó. Su plan al verlo allí, a solas, era exponerlo ante esos dos hermanos; sin embargo, algo estaba cambiando: Sebastián relajó su expresión, lo que indicaba que no estaba tan furioso como para perder el control. Jugaron durante minutos, y cuando Samuel y Jorge fu
Lizbeth estaba loca por gritarle “ya tócame condenado”, pero se mordía la mejilla interna hasta sangrar; de sus ojos salían lágrimas de placer reprimido y necesitado. Cuando Sebastián la giró dejándola boca abajo quiso llorar, de verdad quiso hacerlo, el desgraciado le había besado entera, pero sin llegar a donde debía.Se removió sintiendo unas cosquillas cuando los mismos labios que chuparon sus pechos, vientre y muslos, estaban sobre su nuca, dejando besos húmedos, y pausados a lo largo de su columna vertebral, hombros, caderas y nalgas. Las mordidas suaves eran realmente deliciosas. Lizbeth olvidó su enojo, y con ojos cerrados disfrutaba dejando escapar gritos leves y bajos, que parecían ronroneos. Abrió los ojos como platos enormes cuando las manos fuertes de Sebastián elevaron sus caderas, y los dedos se pasearon con sutileza por el encaje de los hermosos cacheteros que a él le parecían sexy. Los deslizo despacio y besando al compás la piel expuesta.—Como…. — vocifero Lizbeth
—Ana, ¿por qué golpeaste a Lizbeth? Estás actuando como una desquiciada— le gritó Maite, acomodándose junto a Lizbeth. —Esta mujer ha arruinado mi vida. Hizo que todo sea más complicado de lo que era antes — gritaba Ana Fischer mirando a Lizbeth con rencor. —-Desde que ella y su madre aparecieron, todo se arruinó. No tiene ni un poco de vergüenza. Vino a vivir a esta mansión junto al hombre que descaradamente me robó. Se pasea por aquí como una reina, sin ninguna vergüenza. ¡Vete! ¿Qué haces aquí? ¡No perteneces a este lugar! —, apuntó Ana con un dedo tembloroso.—Debes tranquilizarte y ocupar tu lugar. Recuerda que eres una joven educada, has asistido a los mejores colegios, perteneces a la más alta sociedad y hasta ahora te has mantenido controlada— le aconsejó Viviana.—¡Tú no me entiendes! — siguió insistiendo Ana, con los ojos humedecidos, desempeñando su papel de mujer lamentable.—No entiendo por qué actúas de este modo, Ana. Eres una de las chicas más admirables. Dicen que er