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2. Un día en el Livende.

«Horas antes»

¡De momento pasa una cuenta regresiva! Por ahí va transitando, en medio del caos puesto sobre los adoquines de la calle principal en la avenida estatal de Nueva York. Una vez más tiene que alzar las bolsas que apenas había comprado en la tienda de dos cuadras más detrás. Piensa en cómo la hora se había pasado, los panes se han enfriado y el tacón de punta se ha roto. Y ella con las bolsas al aire, pide permiso y maniobra en la cera y entre toda esa gente.

—¡Permiso, señora! —exclama justo al tener frente una vista para nada favorable de una mujer hablando por teléfono. Vuelve a entornar los ojos—. ¡Permiso, señora!

—¡Discúlpame! —la mujer se da vuelta.

Ella abre los ojos y señala con lo mismo las bolsas.

—¡Señora! Déjeme pasar, ¿No ha visto que el semáforo ya está…?

Y la mujer mirándola de arriba hacia abajo se ha girado sin tener la decencia de seguirle el habla. A lo que ella le hace bajar las bolsas y abrir la boca.

Una vez más no quiere llamarla, sino que, cojeando por su zapato roto, le finge dar un empuje para hacer chocar con la gente de al frente. Entonces la mujer si exclama.

—¡Cómo te atreves!

—¡Ahora sí! ¡Permiso, señora!

Y sale por la calle, entretanto la gente también empieza a caminar y finge que no notan su zapato sin tacón mientras sale corriendo con las bolsas y la pesada bufanda para el invierno se queda enrollada hasta en sus pensamientos. Volcando por la calle séptima, el parque central vuelve y se observa a la esquina. Un gigante viento vuelve para ascender por encima de los rascacielos inminentes y ella se pone de acuerdo para respirar, tomar aire, y seguir corriendo.

—Dios, dios.

Comienza diciendo al saber en qué momento se iban a suturar las presiones indescifrable que retiene. Un paso y otro a la vez, porque el tacón partido tampoco volvería a retomarse en un santiamén. El edificio Chrysler se vuelve a observar cuando ella ha dado vuelta. Una vez más se pregunta si había sido la mejor idea andar caminando, pero como las ideas ya no se ven ni que volviera a pensarlas, no las recordaría jamás. Se mira entrando entonces para fingir que las torpes caídas le brindan otra cosa en qué pensar además de aquel monto de bolsas en cada mano y su zapato tan lindo en la mañana echado trizas.

Está agotada y al dejar las bolsas en el suelo para llegar en el mostrador no contiene el aliento y se tira la cabeza a la mesa. La mujer, mastica el chicle y quita el café antes de que ella se diera cuenta que podía parar con la bebida en su cabello.

Y suspira al verla lamentarse.

—Otra vez, otra vez —sisea otra mujer, pero con mirada hastiada. Pone un dedo encima de la cabellera de la damisela y la tantea, haciéndola girar—. ¿Qué excusa tienes hoy?

—Me he quedado sin tacón —refunfuña—. Me he quedado sin tacón en medio de la calle.

—Qué pesar, nenita. Tu suerte cada día es peor.

—Jenny, escucha —finalmente se levanta, cuando una maraña de cabello ya dispuesta a saltar de su cabeza. Suspira y niega mirando hacia arriba—. Observa estás bolsas, apenas se recibieron hoy y tuve que levantarme a las cuatro de la mañana para recibirlas. ¡Y ni siquiera yo lo sabía! ¿Sabes lo tanto que tuve que correr? Dios mío, por favor tenme un poco de piedad.

—A mí no —Jenny, de lentes con rosa adornada se pone en guardia y se cruza de brazos—. No es a mí con quién debes culparme. Sino a tu jefe, querida. Son las ocho de la mañana. Bonita, ¿Cómo es que te llaman? Ah, bonita sosa.

—Basta —ella se lamenta—. Él no es así. Él puede entenderlo. Tú sabes muy bien que es el ser más amable de este mundo.

—Pero sigue siendo humano, bonita sosa. Pero no te quedes ahí. Toma esecafé, arreglaré ese pelo y ven hacia acá, tengo un par de zapatillas —Jenny se ríe entonces—, sin tacón.

—Es lo mejor, sí —la chica entonces pasa delante de la recepción y bufa—. Mira que mi suerte pasa y pasa y yo aún estoy fingiendo que no sufro.

—Sufrir…—dice Jenny.

La mujer alza la ceja.

—Ese tono tuyo, Jenny. Dime, ¿qué sucede?

Jenny se quita los lentes, y también alza la mirada.

—No te imaginarás lo que está ocurriendo ahora. ¡Es tan inverosímil! Casi caigo de bruces al piso al enterarme.

Al recostar sus dos pies en las dos zapatillas no duda en esnifar y tomarla del brazo.

—¡Dime! ¿Por qué das tantas vueltas?

Jenny también la toma del brazo.

—Nuestro jefe, querida.

—¿Qué? ¿Le pasó algo? —ella de pronto se pone a tomar sus cosas con nerviosismo.

—Bueno, sí —responde Jenny—. El señor Maximiliano ha roto con la señorita June.

La mujer deja entonces sus cosas, y abre los ojos. Como si un gran bendito balde de agua le fuese dado justo en el rostro.

—Oh —es lo único que puede mencionar. Un poco extrañada—. Oh, qué mal.

—¿Mal, dices? ¡Es catastrófico! Estaban a punto de casarse. Y de repente ya no. ¿Acaso no lo sabías? ¿Y tú que no eres su secretaria? ¿Cómo no lo sabías?

—Yo no, Jenny, pregunto por sus asuntos personales. Y ven tú, ¿desde cuándo hay ese rumor aquí? ¿Por qué lo han dicho?

—No, no es ningún rumor —menciona ella. Se aleja de pronto y coloca las manos abajo del escritorio para buscar algo. Entonces saca el papel y se lo tira encima de ella.

La mujer se pone a observar, decididamente y sin trastabillar. Y se toca la frente en buscar de aire y sin desperdiciar la manera de caer en un gran y desesperada confusión.

—Está en todas partes —replica Jenny.

—Bueno —ella suspira, un poco triste—. No es el fin del mundo y debe saberlo. Lo único grotesco es que ya lo sabe media ciudad. Subiré ahora y te veré en el almuerzo, Jenny, gracias por las zapatillas.

—A tú orden, bonita sosa.

—No me llames así.

Toma las maletas entonces y se recoge el pelo, más acorde con la situación se propone a tomar las riendas de aquel día. Incluso cuando ya ha empezado de la patada la mañana y más aún cuando a su jefe, ya era comidilla de toda la ciudad. Imperioso, y en Nueva York. Se ha puesto unas horquillas en las orejas y besa la mejilla de Jenny, sonriendo a regañadientes. Toca el botón del ascensor y dice buenos días a los presentes como remolino de cascada, dejando a los presentes finas y delicadas expresiones del comienzo del día. Camareros, las amas de llaves apenas bajando, los guardias de seguridad vigilando ahora la entrada de los huéspedes.

Al llegar al ascensor mira a Jenny y sostiene la puerta un momento.

—No se te habrá olvidado mi nombre.

—Cómo olvidar un nombre así —se carcajea Jenny desde la recepción.

—Bueno eso parece…

—¡Maya!

Entonces gritan desde atrás. Y mientras la susodicha sostiene la puerta ve llegar a una jovencita, de porte muy juvenil, audífonos descansando en el cuello y con gorro cubriéndole las zonas de su lindo cabello largo y negro en ondas. Al decir también los buenos días, se propone a llegar a ella de inmediato. Infundiéndola en un gran abrazo.

Es Giovanna D'Angelo.

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