No era un domingo como los demás, era especial porque al día siguiente iba a comenzar una vida nueva, con un nuevo trabajo, lo cual la emocionaba y también la asustaba. Por eso estaba tan inquieta que no podía parar, y cuando la llamó Manuela para que repasara con ella su declaración Laura accedió a ir a su casa. Así se distraería.La mujer estaba muy asustada. Tras dos horas y cuatro cafés, seguía nerviosa.—Vamos, Manuela, sólo es una declaración, no debes temer nada.—Pero él estará allí…—Sí, pero declarará después, no tendrás que verlo; tú entrarás conmigo y con el fiscal, que ha sido muy amable viniendo con nosotras. Me han hablado muy bien de él. Bueno, tú ya lo conoces. También estarán su abogado y, claro, el juez. Pero tienes que estar tranquila; tú dices la verdad y todas las pruebas te dan la razón. Tienes todos los recibos que él no pagó, el burofax que le enviamos conminándole para que lo hiciera y del que pasó olímpicamente… No hay problema, es un caso sencillo. Ya lo ve
Dos horas después de acostarse se dio por vencida. No podía dormir. Y no era el trabajo lo que la preocupaba… ¿O sí? Quizá sí, porque todo estaba relacionado. Empezaba una nueva andadura en su vida y tendría que recorrer el camino sola, sin Daniel, lo cual resultaba excitante y a la vez sobrecogedor. El miedo a la libertad, se dijo. Había conocido a Daniel a los dieciséis años. Él era el catedrático de literatura de su instituto y Laura se enamoró nada más verlo el primer día de clase. Naturalmente, por entonces Daniel no le hacía mucho caso; la trataba como a una alumna más. Pero ella bebía los vientos por ese hombre maduro. Y cuando se encontraron tres años después, se lanzó como una loca. ¡A por él! No le resultó difícil conquistarlo. A los veinte años se casó con un hombre de cuarenta y seis al que idolatraba. Y todo fue perfecto… al menos durante los tres primeros años. Daniel fue su padre cuando su padre murió en un accidente de automóvil. Y para sus hermanas era como un dios sa
Cuando entró al juzgado ya había olvidado a Sergio, el café e incluso a Daniel. Su mente estaba centrada sólo en el trabajo. La declaración era importante, pero era un mero trámite. Únicamente tenía que procurar que nadie se diera cuenta de que estaba tan alterada. Enseñó su identificación en la puerta y se dirigió al juzgado que le correspondía. Ya había llegado el abogado de la parte contraria, pero no vio a Manuela por ningún lado y se sintió un poco intranquila. Esperaba que no tardara mucho, pues en el juzgado los funcionarios ya estaban ante sus ordenadores y el fiscal, que también había llegado, charlaba con una de las auxiliares. Era un hombre alto y de constitución fuerte, como de unos cuarenta años. Laura lo miró conmovida porque le recordó a Daniel. Parpadeó y apartó esos pensamientos de su mente. El hombre se dirigía hacia ella y la joven esbozó su mejor sonrisa.—Hola, soy Roberto Marcos, y tú debes de ser Laura de Santis.Le tendió la mano y Laura correspondió a su salud
Entró al bufete un poco cohibida, aún alterada por el desastre de la comparecencia. El juez había estado en su sitio, muy serio y haciendo las preguntas apropiadas, pero Laura no había pasado por alto la sonrisita burlona que aparecía en sus labios cada vez que la miraba. Estaba segura de que, en sus pocas intervenciones, pues el fiscal había hecho la mayoría de las preguntas y puntualizaciones interesantes, le había salido voz de pito. Pero el peor momento fue al final, cuando su señoría se levantó y le tendió la mano ceremoniosamente. Los demás ya estaban saliendo y ella allí, dudando si responder al atento saludo de su señoría porque le sudaban tanto las manos a causa de los nervios que le daba vergüenza, y sólo le faltaba darle una mano sudorosa. Pero no podía dejarlo así, con el brazo extendido, así que le tendió la mano, que él apretó entre las suyas sin dejar de mirarla con esa sonrisa burlona que hacía que los colores tiñeran vergonzosamente sus mejillas.—Aunque no me hubiera
Pasó horas intentando concentrarse en los expedientes. Pero, en cada página, en cada documento, en el sello y en la firma sólo veía una cara: la del juez Sergio Mendizábal.—¡Hora del almuerzo! —Rosa interrumpió sus meditaciones al entrar alegremente en el despacho. ¿Ya había pasado la mañana? Qué rapidez—. ¿Quieres comer conmigo?—Claro, ¿vamos a bajar a algún sitio?—Ni hablar, sale carísimo y es fatal para el colesterol. Yo me traigo la tartera de casa.—Pero yo no he traído nada…—No te preocupes, yo tengo mucho, hay para las dos. Ven, vamos a la cocina.El lugar que los empleados llamaban «la cocina» era un cuarto grande, muy luminoso y acogedor, con una larga encimera sobre la que había una cafetera eléctrica, un microondas y un montón de vasos, tazas y platitos muy bien ordenados. En el extremo había un frigorífico y un lavavajillas y en el centro una elegante mesa de cristal con varias sillas de metacrilato. Rosa era la única que comía allí, pues la mayoría de los empleados es
No pudo seguir hablando, se lo impidieron unos fuertes hipidos que asustaron a Sergio porque pensó que acabarían convirtiéndose en sollozos, de modo que la envolvió entre sus brazos para reconfortarla y que se tranquilizase. Laura apoyó la cabeza en su pecho y se relajó. ¡Qué bien se estaba! Se planteó la posibilidad de echar unas lagrimitas para conmoverlo, pero al final decidió que era mejor no llorar; no quería parecer una histérica. Simplemente cerró los ojos durante unos segundos hasta que consideró que se estaba recuperando. De mala gana, se apartó de él.—Perdona, lo siento —sacó un clínex de su bolso y se lo pasó por el rostro. Luego se sonó ruidosamente—. Es que me has dado un susto de muerte.—Ya lo sé, y no sabes cuánto lo siento. No podía imaginar que me tomarías por un atracador.A Sergio la imagen de Laura, despeinada, con la cara congestionada y los labios temblorosos, le resultó muy cómica. Pero se cuidó mucho de reírse. Después de todo, casi le había dado un infarto a
El restaurante era acogedor. Con luces tenues y una velita en el centro de la mesa. Estaba situado frente al parque del Retiro, en una zona que le encantaba; además, ella vivía cerca de allí, así que estaba en su territorio.Antes de sentarse fue al lavabo. Debía retocarse la cara y ese moño díscolo. El rímel se le había corrido un poco a causa del llanto. Se limpió los ojos con una toallita húmeda. Luego se retocó el pelo y se dio un poco de color en los labios. Bien, ya estaba lista para devorar una opípara cena.Lo contempló mientras volvía a la mesa. Desde luego, era muy guapo, el tipo de hombre que a ella le gustaba, y sería magnífico salir con alguien… ¿Salir? ¿Quién había dicho nada de salir? Él sólo la había invitado a cenar, aunque sí parecía que ella le gustaba. Esperaba no hacer ninguna tontería, porque había perdido la costumbre de ligar; en realidad nunca había ligado… Bueno, ya iba siendo hora de que supliese algunas carencias de su vida, y ésa era una de ellas. «Comer y
Agradable no era exactamente la palabra adecuada. Excitante, divertida… Rieron y hablaron de muchas cosas, como si se conocieran de toda la vida. Sergio era un hombre encantador, culto, educado, ingenioso… Sus historias la habían hecho reír y también ponerse triste en algún momento. Le habló de algunos juicios que estaban a la orden del día y que a ella le interesaban por sus implicaciones jurídicas o simplemente por puro «cotilleo», como le dijo riendo, sin importarle que él la mirara extrañado. Le habló también de casos que se habían hecho famosos por el morbo y el escándalo que los acompañaban. Sergio era inteligente; en todo era capaz de descubrir algún detalle, algún punto que a los demás se les escapaba. De pronto, Laura se encontró escuchándolo con avidez, bebiendo sus palabras.Y de temas políticos y de actualidad pasaron a asuntos más personales. Ella era remisa a hablar de sí misma y Sergio lo notó. Por eso decidió allanar el camino sincerándose él primero. El resumen que le