Carlos ni siquiera notó mi ausencia. Se fue directo a la ducha y luego a la cama.

Ni una llamada, ni un mensaje preguntando dónde estaba.

Es cierto lo que dicen: cuando has visto cómo te mira alguien que te ama, es obvio cuando ese amor se acaba. Lo notas al instante.

Antes, si me retrasaba en contestar sus mensajes por el trabajo, me bombardeaba el teléfono. A veces, si no respondía sus llamadas, incluso dejaba todo para venir a mi oficina y asegurarse de que estuviera bien.

—Milena, por ocupada que estés, contéstame —me decía.

—Solo quiero saber que estás bien. No te molesta, ¿verdad?

—Aunque sea mándame un emoji sonriente, con saber que estás a salvo me basta.

Ahora ni se molesta en escribir.

Conocí a Carlos por mi madre. Ella fue una mujer que sufrió violencia doméstica durante décadas hasta que saltó de un edificio, dejando sus restos irreconocibles.

Carlos fue su embalsamador.

Lo observé mientras, con guantes puestos, reconstruía su cuerpo pieza por pieza, con una mezcla de respeto y compasión en su mirada.

Pensé que el dinero había valido la pena. Era lo mínimo que podía hacer por la mujer que me dio la vida.

—Aquí hay pañuelos limpios —me dijo—. Límpiate. A ella le dolería verte así.

Creí que mi corazón ya era de piedra, pero las lágrimas caían sin control hasta que Carlos me lo hizo notar.

Me sequé torpemente las lágrimas, mirándolo de reojo. Era guapo, con facciones finas y definidas. No entendía por qué había elegido esta profesión.

—¿Por qué elegiste este trabajo? —me sorprendí preguntando, yo que normalmente era tan callada.

—Por mi padre. Murió en un accidente y nadie pudo reconstruir su rostro. Mi madre siempre lamentó que se fuera... así, incompleto. Ese día juré que me convertiría en el mejor embalsamador, para que todos los que pasaran por mis manos pudieran irse completos.

No esperaba tanta sinceridad. Incluso me contó historias bonitas sobre sus padres.

Pero ese Carlos tan cálido, tan profesional y ético... rompió todos sus principios por Yolanda.