La brisa fresca del atardecer recorría el cementerio como un susurro tenue, levantando pequeñas hojas secas que se arremolinaban entre las lápidas. El cielo se había tornado grisáceo, cubierto por nubes bajas que amenazaban con lluvia, como si el propio cielo compartiera el luto. A lo lejos, entre los cipreses oscuros y las estatuas desgastadas por el tiempo, un hombre vestido completamente de negro observaba en silencio.Tenía el rostro parcialmente cubierto por una gorra y unas gafas oscuras que ocultaban su expresión. De pie, firme, con una postura profesional, sujetaba su teléfono móvil entre los dedos con guantes de cuero. Presionó una tecla y llevó el dispositivo al oído.—¿Aló? —respondió la voz de Adrien al otro lado.—Jefe, todo salió bien. Nadie sospecha nada. La señora Marta no soportó el momento… salió corriendo justo cuando comenzó a lanzar la arena sobre el ataque.Hubo una breve pausa antes de continuar.—¿Alguien la siguió? —preguntó Adrien, con voz baja, pero cargada
“El peso de la verdad”El viento arrastraba el llanto de las flores frescas sobre las lápidas. Las hojas secas crujían bajo los pasos de los últimos asistentes al entierro. El cielo, aún gris, parecía desplomarse lentamente sobre el mundo. El cementerio se estaba quedando en silencio, cubierto por una tristeza espesa que dolía en el aire.Marta no podía más. Su pecho se sentía comprimido, su respiración era entrecortada, y cada latido parecía un golpe contra su propio cuerpo. Las lágrimas brotaban sin cesar, quemándole las mejillas. Su mirada fija en la tierra que acababan de lanzar sobre el ataúd de su hija la paralizaba.—¡No! —gimió, de pronto, con voz quebrada. Se giró, y sin mirar a nadie, rompió en una carrera desesperada entre los árboles del cementerio—. ¡No puedo estar aquí!Sus pasos eran torpes, casi sin fuerza. Las raíces sobresalientes de los árboles parecían querer detenerla, los arbustos le rozaban los brazos, pero ella solo quería escapar de aquella mentira, de aquell
“Un silencio que duele”La casa estaba en silencio. Un silencio espeso, lleno de memorias flotando en el aire, como si cada rincón susurrara el nombre de Camila.Marta estaba sentada en una pequeña silla de madera junto a la ventana. La cortina blanca se movía lentamente con la brisa de la tarde, dejando que el sol acariciara el rostro cansado y bañado en lágrimas de aquella madre rota por el dolor. Sus manos temblaban sobre su regazo, y sus ojos, hinchados y rojos, miraban sin ver a través del cristal empañado.El reloj de pared marcaba las cinco de la tarde. Afuera, algunos niños jugaban en la calle; sus risas contrastaban cruelmente con el ambiente sombrío del interior. La vida continuaba… pero en esa casa, el tiempo parecía detenido.Marta se inclinó hacia adelante, con un quejido ahogado, y se sostuvo la cabeza entre las manos.—¿Qué voy a hacer sin ti, hija? —murmuró con voz rota, temblando—. Tú eres todo para nosotras… Todo.Se levantó con dificultad, como si el peso del mundo
La tarde caía lenta sobre la ciudad, y con ella, un velo de melancolía parecía cubrir cada rincón del mundo de Alejandro Ferrer. El auto negro se detuvo frente a la entrada principal de la mansión Ferrer. Las puertas se abrieron con un leve chirrido, y Alejandro descendió en silencio, con el rostro sombrío y la mirada perdida en algún punto del horizonte.Carlos Ferrer observó a su hijo con el corazón apretado. A su lado, Oscar caminaba con paso lento, intercambiando miradas de pesar con su hermano. Detrás de ellos, Andrés descendía del segundo auto, con las manos en los bolsillos y la expresión cansada.Alejandro respiró hondo antes de entrar. La puerta se abrió y un leve perfume a flores frescas lo envolvió. Al cruzar el umbral, su madre estaba allí, esperándolo en el recibidor.Isabela lo miró con una mezcla de ternura y tristeza. Al verlo, extendiendo los brazos y lo atrajo hacia sí.—Hijo… —susurró mientras lo abrazaba con fuerza—. Como quisiera no verte así… tan triste.Alejandr
“Sospechas bajo el humo”La lluvia golpeaba con suavidad los ventanales de un edificio alto y elegante ubicado en el corazón de la ciudad. Desde el piso quince, el cielo nublado pintaba la ciudad de gris, como si el ambiente entero compartiera el mismo estado de ánimo de aquel que habitaba la oficina.Álvaro Gutiérrez estaba de pie frente a su escritorio de roble, con una carpeta abierta entre las manos. Su ceño fruncido indicaba que no estaba satisfecho con lo que leía. El leve zumbido del aire acondicionado y el sonido del reloj de péndulo eran los únicos compañeros del silencio que reinaba en aquella habitación adornada con alfombras gruesas, cortinas pesadas y retratos de paisajes oscuros.De repente, un leve golpe en la puerta interrumpió el ambiente cargado de tensión.—Pase —ordenó Álvaro con voz seca, sin apartar la mirada de los papeles.La puerta se abrió con discreción, y uno de sus hombres de confianza, vestido con chaqueta negra y semblante serio, entró sin titubeos.—Señ
“Una esperanza entre sombras”La luz del sol apenas comenzaba a filtrarse por los ventanas del hospital, tiñendo de dorado los fríos pasillos blancos y silenciosos. A esa hora, solo el murmullo lejano de las enfermeras, el sonido intermitente de monitores cardíacos y el eco de pasos suaves acompañaban el ambiente.Adrien caminaba por el pasillo con paso firme, pero sus ojos revelaban el cansancio de muchas noches sin dormir. Llevaba una chaqueta negra y jeans oscuros, el rostro sin afeitar, el cabello ligeramente desordenado. No era el hombre elegante que solía mostrarse en sociedad. No ese día. Ese día era simplemente un hijo preocupado… y un hombre dispuesto a proteger con su vida a la mujer que amaba.Al llegar al final del pasillo, una mujer de rostro amable y mirada cansada se levantó de un pequeño sillón de espera. Su madre.—Hijo… por fin llegas —dijo con voz suave, caminando hacia él con los brazos extendidos.Adrien la abrazó con fuerza, apoyando el rostro en su hombro.—Tra
La mañana había amanecido gris. Un cielo encapotado cubría la ciudad con una densa capa de nubes, como si el mismo día presintiera que algo oscuro estaba por suceder. En un edificio de oficinas ubicado en las afueras, una figura sombría contemplaba por la ventana, su silueta recortada contra el cristal empañado por el frío de la madrugada.Álvaro Gutiérrez sostenía una taza de café negro entre las manos, pero no había probado ni un sorbo. Su mandíbula estaba tensa, y sus ojos, oscuros y calculadores, reflejaban una mezcla de sospecha e ira contenida.—Demasiado silencio... —murmuró para sí mismo.Dejó la taza sobre el escritorio con un golpe seco, se puso de pie y tomó su chaqueta de cuero negro. Se la colocó con lentitud, como si al ajustarse cada botón también se estaría armando de determinación. Mientras lo hacía, sus hombres ya se habían alineado afuera de su oficina, alertados por la forma en que se cerró la puerta de golpe.Uno de ellos, de rostro serio y complexión fuerte, lo o
El sol de la tarde comenzaba a descender con suavidad, tiñendo el cielo de un dorado tibio que bañaba el jardín de la mansión Ferrer. Entre los árboles altos, el canto de algunos pájaros resonaba en armonía con la brisa que movía levemente las ramas. Alejandro estaba sentado en una banca de piedra bajo la sombra de un roble. Sostenía a su pequeño hijo en brazos con una ternura que contrastaba con la tristeza que aún se reflejaba en su mirada.A su lado, Margaret observaba en silencio. Aunque intentaba parecer tranquila, sus ojos se posaban con frecuencia en el rostro de Alejandro, como si tratara de adivinar en qué pensaba. De pronto, el bebé comenzó a mover sus manitos con inquietud, y su llanto suave rompió el momento de quietud.—Ya es hora de su biberón —dijo Margaret al escuchar el llanto—. Creo que tiene hambre.Alejandro ascendiendo, ajustando al pequeño con delicadeza contra su pecho.—Sí, es mejor que entremos. No quiero que pase hambre.Ambos se levantaron y caminaron en dir