La noche había caído sobre la ciudad, cubriendo las calles con un manto oscuro salpicado de luces. Álvaro conducía con una mano en el volante y la otra reposando con firmeza sobre el muslo de Margaret. Ella no decía nada, pero sus labios curvados en una media sonrisa lo decían todo. La tensión entre ambos era como un hilo eléctrico que vibraba con cada segundo de silencio.Al llegar al hotel, no usaron la entrada principal. Álvaro, precavido como siempre, desvió el auto hacia el estacionamiento subterráneo, donde ya lo esperaban dos de sus hombres. Nadie más tenía acceso a ese lugar. Allí, en el rincón más privado del hotel, un ascensor exclusivo los llevaría directamente a su habitación.—Vamos —dijo él con voz baja, tomando a Margaret por la cintura.El ascensor se abrió con un leve sonido metálico. Mientras las puertas se cerraban tras ellos, la atmósfera se llenó de una electricidad que ambos conocían bien. Margaret se volvió hacia él, y sin decir una palabra, lo besó. Fue un beso
Dos meses habían transcurrido desde la supuesta muerte de Camila. La vida en la mansión Ferrer parecía haber retomado su curso habitual, aunque bajo la superficie, las heridas seguían abiertas.El sol apenas comenzaba a asomarse por los ventanales de la gran mansión Ferrer. La brisa de la mañana acariciaba suavemente las cortinas de lino blanco, y el canto de los pájaros anunciaba el inicio de un nuevo día. Alejandro se levantó temprano, como era costumbre desde el nacimiento de su hijo. A pesar del vacío que seguía sintiendo por la pérdida de Camila, el pequeño le daba fuerzas para continuar.Se puso su traje con parsimonia y salió de su habitación en silencio. Antes de bajar, decidió pasar a ver al bebé. Al abrir la puerta del cuarto, una sonrisa se dibujó en su rostro al verlo dormido, con las manitos apretadas como si soñara algo importante.—Buenos días, campeón —susurró con ternura, acercándose a besarle la frente.Isabela, su madre, estaba en una butaca meciéndose con suavidad
La mañana avanzaba con paso lento, como si el tiempo mismo se negara a seguir su curso. El cielo, cubierto de nubes grises, presagiaba un día cargado de emociones. El auto de Alejandro avanzaba por la avenida con suavidad, deslizándose entre el tráfico matutino mientras la ciudad comenzaba a despertar.Margaret, sentada a su lado, mantenía la mirada fija en él. Habían pasado ya varios minutos en completo silencio, un silencio tenso, incómodo, lleno de cosas no dichas. Finalmente, ella rompió la calma con una voz suave, pero cargada de intención.—¿Crees que algún día podamos empezar de nuevo... por nuestro hijo?Alejandro no la miró. Mantenía la vista firme en la carretera, con las manos aferradas al volante como si de ello dependiera su control emocional. Sus ojos reflejaban una tormenta interna que se negaba a manifestar.—Margaret... no empecemos —respondió con voz cansada, sin alterar el ritmo de su conducción.Ella frunció los labios, dolida. Se acercó un poco más a él y apoyó su
Enemigos en la sombraEl edificio Ferrer Corporativo se alzaba imponente en medio de la ciudad, sus amplias cristaleras reflejaban el cielo nublado de esa mañana pesada. Alejandro estacionó su automóvil en el lugar de siempre, apagó el motor y se quedó unos segundos en silencio, respirando profundamente mientras apretaba el volante. Luego, con un leve movimiento de cabeza, como si se obligara a sí mismo a seguir adelante, salió del vehículo.Apenas puso un pie en el vestíbulo, fue recibido por los atentos saludos de sus empleados.—¡Buenos días, señor Ferrer! —dijo el portero con una sonrisa formal.—Buenos días —respondió Alejandro con un leve gesto de cabeza, caminando con paso firme hacia los elevadores.Su presencia imponía respeto. Vestido impecablemente con un traje gris oscuro, camisa blanca y una corbata azul marino, Alejandro irradiaba autoridad. Sin embargo, en su mirada se notaba un velo de cansancio, de preocupaciones que no lograba sacudirse.Al llegar a su piso, su secr
La mañana avanzaba lenta en la empresa Ferrer Corporativo. El sonido de teclados y teléfonos resonaba en los pasillos mientras los empleados realizaban sus labores cotidianas. Andrés cruzó el vestíbulo principal con paso firme, sus zapatos resonando contra el mármol brillante del piso.Vestía un traje oscuro y una expresión de preocupación dibujada en el rostro. Saludó con un leve movimiento de cabeza a algunos empleados que lo reconocieron mientras caminaba directo hacia la oficina de Alejandro.Al llegar al área de recepción privada, fue recibido por la joven secretaria de su primo, Carolina.—Buenos días, señor Ferrer —saludó ella con una sonrisa profesional.—Buenos días, Carolina —respondió Andrés, intentando sonar casual—. ¿Está Alejandro?Carolina se mostró con cortesía.—Sí, señor. Puede pasar.Andrés agradeció con un gesto y avanzó hasta la gran puerta de madera. Respiró hondo y tocó dos veces.—Adelante —se escuchó la voz firme de Alejandro desde dentro.Andrés abrió la puer
La tarde había caído sobre la ciudad, tiñendo el cielo de un tono dorado y cálido. Las luces del jardín comenzaban a encenderse en la mansión Ferrer, proyectando destellos suaves sobre los muros de piedra y los extensos rosales que bordeaban los senderos.Andrés regresó manejando su auto en silencio, el peso de la conversación con Alejandro aún flotando en su mente. Detuvo el vehículo en el amplio estacionamiento y, al bajar, se encontró de frente con Sandra.Ella estaba radiante.Vestía un vestido ligero de color celeste que abrazaba su figura con delicadeza. Su cabello caía en suaves ondas sobre sus hombros, y un leve maquillaje realzaba aún más la dulzura de su rostro. Andrés se quedó quieto, atrapado por su belleza natural. Su corazón dio un brinco involuntario en su pecho.—¿A dónde vas, tan hermosa? —preguntó, bajando del auto y acercándose a ella, con una voz que pretendía ser casual, pero que denotaba un matiz de interés genuino.Sandra lo miró, dudando por un breve instante.
El jardín de la mansión Ferrer estaba bañado por la luz de la luna. El murmullo del viento entre los árboles creaba una atmósfera serena, casi mágica. La brisa nocturna mecía suavemente las hojas y llenaba el aire de un aroma a jazmín y tierra húmeda.Irma, la amiga de Sandra, caminaba sin rumbo fijo por los senderos iluminados tenuemente. Sus pasos eran lentos, pensativos. De pronto, a lo lejos, divisó una figura sentada en uno de los bancos: Alejandro.Se veía solo, con la mirada perdida entre las sombras del jardín, su silueta firme pero su postura cargada de melancolía.Irma dudó un instante, pero luego, llenándose de valentía, se acercó.—Hola —dijo con una voz suave, casi temerosa de interrumpir su mundo de pensamientos.Alejandro levantó la mirada despacio. Sus ojos, que solían ser tan intensos y duros, reflejaban ahora un cansancio profundo.—Hola —respondió, haciéndole un pequeño gesto con la cabeza.—¿Puedo sentarme? —preguntó ella, con una sonrisa tímida.Alejandro asiente.
La noche era densa y silenciosa en la vieja casona donde Adrien se refugiaba con su familia. Las ventanas del estudio estaban apenas entornadas, dejando entrar una brisa fría que agitaba suavemente las pesadas cortinas de terciopelo.Adrien estaba de pie, de espaldas a la puerta, observando la oscuridad a través del cristal. Vestía de negro; su postura tensa y sus manos cruzadas tras la espalda revelaban la tormenta interna que lo consumía.Detrás de él, su padre, un hombre de rostro severo y cabello entrecano, se sentó en un sillón de cuero, con un vaso de whisky entre los dedos.—Y bien? —preguntó el padre, rompiendo el silencio con su voz grave—. ¿Qué ha averiguado sobre su estado?Adrien cerró los ojos un segundo antes de girarse lentamente. Su mirada era fría, calculadora.—Camila está viva y eso es lo que importa —dijo, sin rodeos—. Pero no es la misma.El padre frunció el ceño, interesado.—¿Qué quieres decir?Adrien caminó lentamente hasta su escritorio, donde un expediente mé