La tenue luz de la lámpara iluminaba la habitación de Margaret, creando sombras largas que danzaban sobre las paredes color marfil. Un perfume floral impregnaba el ambiente, mezclado con el sutil aroma del vino tinto que giraba lentamente en la copa que sostenía entre sus dedos. Caminaba de un lado al otro, descalza sobre la alfombra mullida, con una bata de seda roja que flotaba a cada paso, como si fuera una reina celebrando su victoria.Una sonrisa arrogante curvaba sus labios pintados. Sus ojos brillaban con una mezcla de satisfacción y ambición. Se acercó al espejo de cuerpo entero, lo contempló por unos segundos y levantó la copa como si brindara con su reflejo.—Ya es hora, Margaret —susurró con voz pausada y venenosa—. Todo está saliendo como lo planeaste. Camila ya no está... Alejandro sufrirá, claro, pero solo por un tiempo. El dolor pasará. Y cuando lo haga, yo estaré allí. A su lado. Como siempre.Tomó un sorbo de vino, cerró los ojos y saboreó cada gota como si fuera el t
La noche avanzaba silenciosa, dejando en el aire ese frío característico que precede al amanecer. Un par de farolas alumbraban débilmente el frente de la casa de Camila, ahora rodeado de arreglos florales, coronas y sillas desordenadas que los vecinos habían prestado para velar a la joven. La calle permanecía en calma, apenas rota por el murmullo de algunas personas que aún se resistían a retirarse.Dentro de la casa, Alejandro y Andrés conversaban en voz baja, sentados cerca de una de las ventanas. Ambos tenían los rostros marcados por el cansancio, no sólo físico, sino emocional. La pérdida de Camila era una herida que aún ardía demasiado fresca.—¿A qué hora es el entierro? —preguntó Andrés, rompiendo el silencio mientras observaba su taza de café casi vacía.Alejandro levantó lentamente la mirada. Sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas reprimidas.—A primera hora de la mañana… justo después del amanecer —respondió con voz ronca.En ese instante, el sonid
Uno de sus hombres se acercó y le abrió la puerta del auto blindado que lo esperaba a unos metros. Adrien entró sin decir palabra, y el chofer arrancó el vehículo con suavidad, como si cada movimiento estuviera cuidadosamente ensayado.En cuanto se acomodó en el asiento trasero, Adrien sacó su teléfono. Pulse el número que tenía en marcación rápida.—¿Aló? —La voz grave de su padre respondió casi al instante.—Papá, soy yo. —Ya voy saliendo de la casa de Camila —dijo Adrien, su tono relajado pero alerta.— ¿Cómo fue todo? ¿Sospechan algo?—No, todo está bien, nadie sospecha nada. Alejandro me observó de una forma extraña, como si quisiera detenerme, pero se contuvo. No era el momento ni el lugar. —Hizo una pausa breve—. ¿Cómo está Camila?El silencio del otro lado duró unos segundos que parecieron eternos.—Sigue estable, hijo —respondió finalmente su padre—. Según el doctor, está respondiendo al medicamento. Su temperatura se estabilizó un poco esta madrugada; Eso es buena señal.Adr
El cielo se vistió de gris, como si la propia naturaleza se negara a sonreír en un día tan oscuro. Las nubes pesaban como plomo sobre las cabezas de todos los presentes, y el aire era denso, casi inmóvil, como si incluso el viento guardara respeto por lo que estaba a punto de ocurrir. Una bruma suave se extendía entre los cipreses del cementerio, envolviendo el lugar en una tristeza muda, casi fantasmal.La tierra, húmeda por las lluvias de la madrugada, despedía un olor a barro fresco que se mezclaba con el aroma de las flores marchitas que algunos dolientes llevaban entre las manos. El silencio era abrumador, roto solo por el crujir de las pisadas sobre el césped mojado y algún que otro suspiro contenido.Un ataúd blanco, rodeado de lirios y claveles, reposaba sobre las correas que lo sostendrían antes de descender a la tumba. Los trabajadores del cementerio, vestidos con uniformes oscuros, esperaban en silencio a que se diera la señal. Era el final. El momento que nadie quería enfr
– “Perdón entre ruinas”El sonido de la arena golpeando el ataúd era como una sentencia cruel, como si el universo se empeñara en sellar la tragedia. Cada puñado de tierra que caía hacía retumbar el corazón de Marta, quien no pudo soportar más el peso del momento. Su pecho se comprimió en un grito ahogado, y con un sollozo profundo, se llevó las manos al rostro y murmuró:—No… no puedo seguir aquí…Y sin esperar a que alguien le respondiera, se giró y salió corriendo, tropezando con el terreno húmedo y blando del cementerio, mientras su llanto desesperado se confundía con el silencio del lugar. El velo negro que llevaba sobre los hombros se desprendió con el viento, pero ella no se detuvo a recogerlo. Corría como si algo la persiguiera… o como si el dolor mismo le arrancara el alma.Alejandro dio un paso al frente, su impulso fue ir tras ella, pero sus piernas, débiles por la tristeza, no le respondieron. Una presión invisible lo sujetaba al suelo. Era como si la pena le hubiera robad
La brisa fresca del atardecer recorría el cementerio como un susurro tenue, levantando pequeñas hojas secas que se arremolinaban entre las lápidas. El cielo se había tornado grisáceo, cubierto por nubes bajas que amenazaban con lluvia, como si el propio cielo compartiera el luto. A lo lejos, entre los cipreses oscuros y las estatuas desgastadas por el tiempo, un hombre vestido completamente de negro observaba en silencio.Tenía el rostro parcialmente cubierto por una gorra y unas gafas oscuras que ocultaban su expresión. De pie, firme, con una postura profesional, sujetaba su teléfono móvil entre los dedos con guantes de cuero. Presionó una tecla y llevó el dispositivo al oído.—¿Aló? —respondió la voz de Adrien al otro lado.—Jefe, todo salió bien. Nadie sospecha nada. La señora Marta no soportó el momento… salió corriendo justo cuando comenzó a lanzar la arena sobre el ataque.Hubo una breve pausa antes de continuar.—¿Alguien la siguió? —preguntó Adrien, con voz baja, pero cargada
“El peso de la verdad”El viento arrastraba el llanto de las flores frescas sobre las lápidas. Las hojas secas crujían bajo los pasos de los últimos asistentes al entierro. El cielo, aún gris, parecía desplomarse lentamente sobre el mundo. El cementerio se estaba quedando en silencio, cubierto por una tristeza espesa que dolía en el aire.Marta no podía más. Su pecho se sentía comprimido, su respiración era entrecortada, y cada latido parecía un golpe contra su propio cuerpo. Las lágrimas brotaban sin cesar, quemándole las mejillas. Su mirada fija en la tierra que acababan de lanzar sobre el ataúd de su hija la paralizaba.—¡No! —gimió, de pronto, con voz quebrada. Se giró, y sin mirar a nadie, rompió en una carrera desesperada entre los árboles del cementerio—. ¡No puedo estar aquí!Sus pasos eran torpes, casi sin fuerza. Las raíces sobresalientes de los árboles parecían querer detenerla, los arbustos le rozaban los brazos, pero ella solo quería escapar de aquella mentira, de aquell
“Un silencio que duele”La casa estaba en silencio. Un silencio espeso, lleno de memorias flotando en el aire, como si cada rincón susurrara el nombre de Camila.Marta estaba sentada en una pequeña silla de madera junto a la ventana. La cortina blanca se movía lentamente con la brisa de la tarde, dejando que el sol acariciara el rostro cansado y bañado en lágrimas de aquella madre rota por el dolor. Sus manos temblaban sobre su regazo, y sus ojos, hinchados y rojos, miraban sin ver a través del cristal empañado.El reloj de pared marcaba las cinco de la tarde. Afuera, algunos niños jugaban en la calle; sus risas contrastaban cruelmente con el ambiente sombrío del interior. La vida continuaba… pero en esa casa, el tiempo parecía detenido.Marta se inclinó hacia adelante, con un quejido ahogado, y se sostuvo la cabeza entre las manos.—¿Qué voy a hacer sin ti, hija? —murmuró con voz rota, temblando—. Tú eres todo para nosotras… Todo.Se levantó con dificultad, como si el peso del mundo