El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis
Camila caminaba por las calles del barrio con pasos lentos, sintiendo el peso de la tarde en sus hombros. A sus 23 años, la vida no había sido fácil para ella, pero siempre había encontrado la fuerza para seguir adelante. Desde que su padre murió en un accidente cuando ella tenía solo 17 años, la responsabilidad de cuidar a su familia había recaído completamente sobre sus hombros. Su madre, Marta, había quedado devastada por la pérdida, y desde entonces, Camila había sido el pilar del hogar. Vivía en una pequeña casa de un barrio humilde, junto a su madre y su hermana menor, Sofía, quien apenas tenía 6 años. El hogar era modesto, con muebles desgastados pero llenos de cariño. A pesar de las dificultades económicas, Camila siempre hacía lo posible por mantener un ambiente cálido y amoroso para su hermana y su madre. Ese día, al abrir la puerta de su casa más temprano de lo habitual, su madre, Marta, levantó la vista desde la mesa del comedor, sorprendida. Marta era una mujer de rost
Había pasado un mes desde que Don Alfonso Ferrer fue enterrado, y el luto aún rondaba en los corazones de la familia. Alejandro Ferrer, a pesar de su temple firme, no podía evitar sentirse inquieto. El testamento de su abuelo sería leído al día siguiente, y aunque muchos asumían que la empresa familiar le pertenecería, Alejandro no estaba tan seguro. Aquella tarde, se encontraba en el club privado junto a su amigo Ricardo. Era un lugar que siempre había frecuentado, pero en ese momento no lograba disfrutar la atmósfera relajada del sitio. Estaban sentados en la terraza, con bebidas sobre la mesa y una vista de la ciudad que, para Alejandro, parecía lejana y borrosa. —¿Listo para mañana? —preguntó Ricardo mientras daba un sorbo a su bebida. Alejandro se encogió de hombros, con una expresión seria. —No sé si estoy listo, Ricardo. Mi abuelo siempre fue impredecible. No tengo ni idea de lo que pueda haber dejado en ese testamento. Ricardo lo miró con curiosidad. —¿De verdad crees q
La noche había sido larga, pero Alejandro, fiel a su costumbre, no dejaba que las distracciones lo afectaran. Se despidió de la mujer con quien había compartido la velada, tan despreocupado como siempre, asegurándose de que ella no esperara nada más que un momento pasajero. Después de todo, su vida no estaba diseñada para compromisos duraderos.Cuando finalmente llegó a casa, la madrugada ya asomaba y las luces de la enorme residencia Ferrer permanecían encendidas. La imponente mansión, situada en las afueras de la ciudad, parecía más silenciosa que de costumbre, y Alejandro no pudo evitar notar lo pesado que se sentía el ambiente al entrar.Al cruzar la puerta, fue recibido por la mirada seria de su padre, Carlos Ferrer, quien estaba sentado en uno de los sillones del gran salón. Llevaba un tiempo esperando su regreso, con una mezcla de preocupación y anticipación reflejada en sus ojos.—Alejandro —dijo Carlos con voz firme, aunque contenida—. Mañana se lee el testamento de tu abuelo
La mañana había llegado, y la mansión Ferrer se encontraba en silencio, como si todos los que estaban dentro supieran la gravedad del momento que estaban por vivir. La lectura del testamento de Don Alfonso Ferrer reuniría a toda la familia y, de alguna manera, definiría el futuro de su legado. Andrés llegó temprano, acompañado de sus padres, Oscar y Emma. La atmósfera era solemne, pero tensa. Alejandro estaba sentado junto a sus padres en un rincón de la gran sala, esperando pacientemente. Todos intercambiaban miradas, pero nadie hablaba mucho. La expectación era palpable. El abogado de la familia, un hombre mayor con gafas de montura dorada y una expresión seria, estaba listo frente a ellos, sosteniendo el sobre que contenía las últimas voluntades de Don Alfonso. El silencio se hizo más profundo cuando comenzó a hablar. —Buenos días a todos —dijo el abogado con voz firme—. Como ustedes saben, hoy nos reunimos para leer el testamento del señor Alfonso Ferrer, quien en vida fue el
El silencio en la sala era denso, roto solo por el leve sonido del papel al ser guardado por el abogado. Los ojos de todos estaban fijos en Alejandro, que aún no había terminado de procesar la revelación del testamento. Sin embargo, no fue él quien habló primero. Andrés se levantó de su asiento con una calma que contrastaba con la tensión en el ambiente. Sus padres, Oscar y Emma, lo siguieron, ambos con una expresión de evidente satisfacción en sus rostros. —Bueno —dijo Oscar con un tono que parecía mezclar alivio y arrogancia—, creo que ya hemos escuchado todo lo que necesitábamos. Se dirigió a la sala con una leve sonrisa, casi como si ya diera por hecho que su hijo heredaría la empresa. —Mi hijo Andrés tendrá todo ese derecho —prosiguió Oscar, con una seguridad que hizo que todos en la sala lo miraran—. Después de todo, ya está casado, tiene una familia estable, y está listo para seguir el legado de tu abuelo. Alejandro entrecerró los ojos, pero permaneció en silencio, observ
Sin decir más, salió de la sala y se dirigió a la puerta principal, decidido a encontrar paz en la rutina de la empresa. Mientras se dirigía a su auto, su teléfono vibró en el bolsillo. Era Ricardo, su amigo de toda la vida y alguien en quien Alejandro confiaba plenamente. —Alejandro, ¿estás bien? —preguntó Ricardo, con voz genuinamente preocupada. Alejandro soltó un suspiro, sabiendo que su amigo entendería la confusión que sentía en ese momento. —He tenido mejores días —respondió con un tono agotado—. Estoy en camino a la empresa. Cuando llegue, te cuento todo. —Claro, aquí te espero. Hoy el trabajo nos vendrá bien a ambos —replicó Ricardo —. Nos vemos pronto. Alejandro colgó y aceleró. Su mente seguía procesando las palabras de su abuelo y la presión que sentía por la cláusula, pero la decisión estaba tomada. Llegaría a la empresa y enfrentaría cada compromiso como siempre lo había hecho: con firmeza y determinación. Alejandro cruzó las puertas de la empresa Ferrer, y de in