La sedación mortal es uno de los procedimientos más utilizados en la sociedad actual para causar la muerte a un paciente en estado terminal con el fin de evitarle dolores infructuosos; de esta manera se le impiden molestias físicas y psicológicas producidas por su enfermedad.
El gobierno ha permitido a pocas entidades privadas encargarse de dar dignas muertes a enfermos terminales con el propósito de detener su sufrimiento y darle un fin honrado a sus vidas con autorizaciones de los doctores de el paciente y, además, el familiar correspondiente.
La palabra “Eutanasia” simboliza la unión de “Buena” y “Muerte”, es básicamente eso.
Luego de que mi abuela muriera a los cincuenta y siete años con una mezcla de cáncer que comenzó por un bultito en su seno izquierdo y que terminó causando una metástasis que amenazó sus órganos, incluido el corazón le prometí a su memoria el hacer lo que estuviera en mis manos para aliviar a otros que, como ella, sufrían tortuosamente.
Ella sufrió, sufrió mucho. Y yo percibí cada día y cada noche de su dolor. Vivíamos en la misma casa.
Me prometí a mi mismo cuando creciera- tenía unos doce años- Que me encargaría de evitar ese dolor en las personas quienes habían tenido una buena vida y que por una razón u otra terminaron en aquel deplorable estado. Y no, no era solo el cáncer quien causaba eso.
Sin embargo, mientras crecía me di cuenta de que no podía ser doctor, o enfermero. El juramento hipocrático me impediría quitar la vida a alguien aunque este me lo suplicara a gritos con sus últimos aires, Aún si la persona pedía a gritos clemencia.
Escogí entonces ser un “Soporte de cuidados paliativos" aunque muchos insistían en llamarle a quienes ejercían mi profesión como "Asistente de suicidios”. Encontré el trabajo perfecto al cumplir los veintitrés y luego de muchísimos exámenes en los que me cuestionaron mucho el por qué quería hacer esto, terminé siendo aprobado y en cinco años me había vuelto el mejor de mi grupo de compañeros. Las pagas eran buenas, la gente era buena… Veía sus últimos momentos de vida y, si estaba a mi alcance, intentaba alargarla de la forma más positiva que se podía. El gobierno me había investigado muchas veces sin encontrar nada, porque era cierto que era mi empleo y si bien no conocía de nada a esas personas que atendía más allá de lo que ellos mismos me contaban, era muy feliz cuando, al morir, veía la tranquilidad en sus expresiones al dejar por fin de sufrir.
Cuando mi mamá se dio cuenta de a lo que me dedicaba no me juzgó, ni siquiera me reprochó. Simplemente dijo que tenía cojones, muchos más que ella, mientras lanzaba el humo a mi cara.
–Mi nombre es Emmet Wick.– dije contra el comunicador de la puerta principal en el apartamento de la señora Blaus.
–Pasa– dijo la mujer de servicio. Como todos los días desde hacía un mes.
Mis clientes usualmente no duraban demasiado tiempo, sin embargo, algo dentro de mi decía que la señora Blaus sería una mas de la pequeña escala de renacimiento, que era como les decíamos a quienes, milagrosamente, se recuperaban y no necesitaban de nuestros servicios.
Aunque las mejoras fueran falsas y solo crearan falsas esperanzas en el enfermo y en los familiares. Una vez que estabas declarado como “Paciente terminal” era muy bajo el porcentaje de recuperación que puedes vivir.
–Buenos días, señora Blaus– dije a la mujer de ojos apagados y piel amarillenta. Era VIH positivo. Hizo una mueca parecida a una sonrisa, sus encías tenían un color violáceo, ¿Pero para qué decírselo?
–Hola…Emmet– dijo en un susurro.
–¿Cómo se siente?–pregunté tomando el antibacterial y desinfectando mis manos.
–Como la…Mier–no pudo completar la frase sin antes toser. Hice una mueca–Me siento peor… Que todos estos…días– dijo con ahogo y me giré mirándola.
–¿Llamamos al doctor?– pregunté pero no esperé respuesta mientras le marcaba.
La mujer no tenía hijos, sólo un sobrino que actualmente estaba en una pasarela de París.
Diez minutos más tarde tenía la orden de que era la hora.
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Abrí los ojos mirando directamente al techo blanco de mi habitación. Me sentía cansada incluso sin despertar del todo.
Con un bufido siendo mi primer sonido del día, hice el esfuerzo de sentarme en la cama, viendo la ventana abierta que cubría media pared y que era la culpable de mi despertar.
–¡CRISÁLIDA, VEN Y CIERRA MI VENTANA!– grité a todo pulmón.
La mujer regordeta entró a mi habitación y se apuró a cerrar la pesada cortina color azul marino.
–Buenos días, Lía– dijo de buen humor y la miré con rabia.
–¿Qué tienen de buenos?– dije molesta tomando los frascos de pastillas junto a mi cama y seleccionando las que me tocaban a esa hora, odiaba tomarlas luego de comer porque de inmediato mi estómago se quejaba.
Sentí las típicas ganas matutinas de orinar y jalé mi bastón dispuesta a usarlo. Casi me caigo, por supuesto, mis piernas aún no reaccionaban, casi nunca lo hacían realmente. Terminaría orinada y con algo roto si no jalaba la silla de ruedas.
Cansada llegué al baño e hice mis necesidades con un poco de esfuerzo.
Odiaba que Crisálida me ayudara por lo tanto fingía poder con todo, aunque ambas sabíamos que fallaba la mayoría de las veces. Es que simplemente aún no me acostumbraba a los fallos de mi cuerpo.
¿Cómo puedo aceptar que mi cuerpo me traicione?¿Que un día sea la fiebre, al otro sea la jaqueca, y que al siguiente sean mis piernas o mis brazos los que no funcionen?
Antes, cuando servía, era una de las mejores en los litigios civiles. Yo sé lo que es la justicia e irónicamente me ha castigado la peor: La divina.
Empujé la silla hasta la sala, Crisálida había servido el desayuno para mí. Me había limpiado el rostro y los dientes, aunque hacía mucho que no le daba más cariños a mis cabellos que unas trenzas para evitar peinarlo con constancia. Arremangando mi viejo suéter de la universidad y tomé la humeante taza de café negro. Di un largo sorbo y cerré los ojos sintiendo el delicado grano de forma líquida en mi boca.
El timbre sonó y de inmediato salí de mi burbuja.
–No ordené nada– le dije de inmediato a Crisálida quien secaba sus manos con cierto nerviosismo– Cris, ¿Estás esperando a alguien?– ella tragó grueso y yo fruncí el ceño. Tenía muy poca paciencia y ambas lo sabíamos.
–Es tu padre. Vino de sorpresa– avisó caminando a la puerta.
–¿Qué?– dije en un murmullo. Definitivamente el hambre en mi desapareció. ¿Por qué diablos venían a verme sin previo aviso? Mis conocidos sabían que odiaba eso.
Yo odiaba ser vista en este estado, es por eso que he pasado los últimos dos años y medios sin salir de casa más allá de lo extremadamente necesario.
Si no fuese porque tuve la inteligencia necesaria como para levantar el buffette de abogados siendo una de las más jóvenes en graduarse en mi ciudad, mi hermano mayor y su esposa se encargaban de él y me depositaban mensualmente una cuota significativa que cubría mis gastos y me permitía guardar el resto en una cuenta de ahorros.
¡Ahorros, ja! me dije en ese momento, ¿Ahorros para qué? ¿Mi funeral? Seguramente así sería.
–Buenos días mi pequeña Lía–escuché la cantarina voz de mi papá saludándome como hacía cuando era niña. Entró a la sala y lucía encantador, bien vestido como era costumbre y su cabellera canosa me impactó aunque admito que lo disimulé bien.
–Papá, hace un tiempo que no te veo– reconocí mientras me abrazaba con cariño. Eso me relajó un poco.
–¿Un tiempo?– repitió burlón parado frente a mi–Cariño, hace seis meses que no te veo, desde la última vez que vine– me recordó e hice una mueca con mis labios.
–Es cierto, creo que simplemente lo olvidé– dije con una falsa sonrisa en los labios.
Él dio un suave golpe en mi nariz con su dedo índice.
–No me pongas esa cara, sabes que vengo a inspeccionar todo para ver que estés bien e irme tranquilo. No te sirve de nada actuar como una mansa paloma, Lía– blanqueé los ojos recordando de quién venía.
–Adelante, todo tuyo– dije resignada dando un mordisco a mis panqueques con miel.
Entré a la oficina saludando a todos, como era costumbre. Mi sonrisa parecía ser pegajosa porque todos me la devolvía, en especial las mujeres.–Buenos días, Emmet. –Linda camisa, Emmet. –Qué bien hueles, Emmet. Terminaba entrando a saludar a mi jefe con el ego más alto del mundo. –Buenos días, señor– le hice entrega de mi último perfil. Lo revisó y chequeó en su computador sin responderme. –Emmet, tienes una solicitud nueva de un paciente categoría 8– abrí los ojos sorprendido.–¿Tan pronto?– arqueó una ceja de inmediato y yo tragué grueso sintiéndome realmente incómodo– Quiero decir… Usualmente tengo uno o dos días entre paciente y paciente, doctor– expliqué y él suspiró hondo. Categoría 8. Debía ser alguien en muy mal estado físico, o con una muy buena posición financiera porque era la categoría más alta siendo la 1 la de los pacientes gubernamentales.–Te pidieron a ti, Emmet– se encogió de hombros y yo no pude más que sentirme halagado porque mis pacientes, o sus familia
Estaba tocando el piano, me ayudaba a relajarme cuando me aturdía por el estrés de el recuerdo de mi situación actual que no cambiaría más que a peor. Sentí pasos en la habitación, sin embargo, no me detuve. Nadie era lo suficientemente importante como para hacerme salir de la burbuja en la que yo misma me introducía. Toqué por varios minutos perdida en el dolor de las teclas. Era liberador porque podía recordar mi vida en retrospectiva. De hecho, era la única forma en la que podía recordar mi vida. En cualquier momento moriría. Por fin había sido aprobada la ley en el país en donde vivo. El único que faltaba realmente, pero aquí estaba y no tenía planeado mudarme, tampoco era demasiado fácil. Mis padres no estaban demasiado de acuerdo con la idea. Ellos no sufren lo que yo sufro, ellos no tienen mi padecimiento. Ninguno de los dos tiene que verse a diario inútil y atenida a otras personas. Y aunque las pastillas me ayudan bastante a controlar los tenues dolores de cabeza q
–Mi hija… - el señor Clarkson no parecía saber por dónde empezar y eso me hizo pensar en lo poco que sabía de la señorita Clarkson, no era mucho realmente. Esperé con calma a que ordenara sus pensamientos y pudiera transmitirlos a su modo. Si algo había moldeado en mi oficio era la paciencia- Lía no es un monstruo- me miró a los ojos– Se lo digo porque imagino que es lo que se comenta entre sus compañeros de trabajo.Abrí la boca para refutar aquello aunque siendo sincero no lograba salir de mi asombro por su aclaración.-Señor, yo no juzgo a mis pacientes por lo que mis compañeros de oficio prediquen de sus personalidades- dije con firmeza y el hombre que me miró por unos segundos antes de asentir cortamente pareció creerme. Sería bueno que lo hiciera porque no era más que una realidad.-Pues bien, lo creas o no, mi hija sí que tiene un carácter de mierda y eso es lo que nos ha traído a todos hasta aquí- respiró hondo antes de desvíar la mirada de mí.-Oí que su condición se debía a
-LÍA-En pocas palabras estaba furiosa, no, esa palabra ni siquiera era suficiente para el fuego que sentía se acrecentaba en mi pecho. ¿Quién carajos se creía ese tonto caribonito? ¿Es que en ese sitio no había ningún empleado de verdad?¿O al menos un mudo? ¡Sí! Alguien sin habla seguramente me caería bien, o cualquiera que no me tratara como una niña pequeña como lo hacía ese tal… Wick. Con frustración miré a la ventana. Emmet Wick, debía aprenderme ese nombre de porquería que me haría los últimos días infernales. O eso creía él.–Parece que es un buen chico– Lancé una mirada de advertencia a Crisálida quien entraba con mantas limpias en sus manos.–¿En serio se quedará aquí? –pregunté con fastidio– ¿Es que no había alguno más insufrible?–No había algún otro que quisiera cuidar de ti– dijo con voz tranquila aquella mujer que me conocía desde niña. Disimulé una carcajada con un poco de tos y me gané una mirada de la canosa mujer llena de reproche– Lía, estás siendo una malcriada, hi
-EMMET-Escuché gritos del señor Clarkson desde la parte superior de la vivienda, miré con vergüenza a Crisálida mientras revolvía mi cabello con un poco de desesperación. –La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte– dijo la mujer con sabiduría y una voz calmada que hizo que le mirara con curiosidad mientras sus palabras se repetían en mi cabeza. Ella me miraba mientras el piso superior quedaba en un completo silencio. ¿Habría acabado la discusión? – Lía es muy fuerte– esas tres palabras le dieron algo de claridad a sus confusas palabras.–Ella no es fuerte, es como un toro– soltó una risilla ante mi comentario.–Siempre ha sido testaruda y decidida– comentó la mujer que parecía recordar aquellos tiempos con cariño– Era estudiosa, divertida y muy alegre. Siempre me hacía bromas, juro que parte de mis canas las sacó ella con sus travesuras– respiró hondo– …Y luego llegó el tumor.Miré al suelo, reconocía la nostalgia en la mirada de una persona qu
-LÍA-El corazón de Emmet bombeaba junto al costado de mi cuerpo, una vez más. De nuevo no sé por qué me preocupa eso. Me senté en la butaca junto a los escalones mientras lo veía subir por la silla de ruedas y me pregunté por qué se me hacía tan difícil disculparme con él. Lo debí hacer en la habitación y, cómo la cobarde que soy, me negué a mi misma la oportunidad de parecer… ¿Débil? ¿Es eso? ¿O es más bien “humana” la palabra correcta?Abrió la silla frente a mí e hice un esfuerzo por mi cuenta para sentarme sola, la mueca de una sonrisa se dibujó en su rostro pero no lo miraba de frente sino de reojo y alzando la barbilla me alejé de él. Ese hombre tenía algo que me perturbaba y luego de haberme acercado durante tanto tiempo a gente mala, era bastante extraño que eso ocurriese conmigo.En la mesa había tres platos servidos y humeantes, me abstuve de hacer ningún comentario de esos que salen por mis poros, curiosamente no tenía demasiados problemas con compartir una comida junto a
–EMMET-–Quiero dormir– dijo cortante y reprimí una sonrisa.–Está bien– decidí seguirle la corriente porque, después de todo, no me pagaban para charlar con ella. Aunque tampoco es que hiciera falta eso, me entretenía mucho con ella a decir verdad.30 días transcurrieron y mi convivencia con ella era más que entretenida. Nunca sabes con lo que saldrá Lía y empiezo a cuestionarme cuánto me gusta trabajar con esta mujer.Me permitía leer sus libros a mediados de tarde mientras ella se distraía con lo mismo, la realidad era que leía un par de hojas y empezaba a moverse de forma ansiosa por todo la planta baja. Me hacía el tonto, el que no me daba cuenta, pero podía presentir que su mente no lograba concentrarse demasiado en las hojas, la comprendía, nadie en su posición debía vivir sus días sin estres y preocupación. Crisálida me dejó el sobre de pago junto al plato sobre la mesa a la hora de desayunar, el peso en mi mano era curioso. Tragué grueso contando un par de veces, la cantidad
-9--LÍA-Debo admitir que nunca esperé sentirme nerviosa, pero sí, ahí estaba, sosteniéndome como una anciana de la andadera porque buscaba algo para usar en mi armario, aprovechando que Emmet y Crisálida jugaban a los jardineros y tenía completa visualización del par instalado en el patio, decidí juntar mis fuerzas y, para suerte divina, las piernas decidieron responder un poco a los llamados desesperados que le hacía. Ahora hacía muecas, observando con nostalgia la ropa que antes utilizaba. Los trajes que llevaba a juicios, las faldas tubo que utilizaba en mis clases universitarias en donde instruía a personas de mi edad, mayores y menores, y estos me observaban con atención. Los vestidos casuales hacían que los ojos se me llenaran de lágrimas, anhelando aquellas veces en las que podía darme el gusto de asistir a una fiesta, algún evento, apertura o inauguración de locales fabulosos y bailar con algo de ayuda del deshinibidor número uno: el alcohol. Mordí mi lengua, furiosa conmigo