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Agnes tiró con más fuerza del cabello de Alaia, acercando su rostro al de ella hasta que sus labios casi se rozaron.

—¿Mentiras y manipulaciones? —murmuró con una dulzura venenosa—. Eso suena a celos. Tú, tan recta, tan moral, siempre tan digna, ¿dónde te ha dejado eso? Atada y sola, mientras el mundo sigue girando sin ti.

Alaia respiró con dificultad, el dolor punzante recorriendo cada fibra de su cuerpo. La rabia bullía en su interior, pero la impotencia era aplastante.

Intentó ignorar la cercanía de Agnes, su aliento cálido y su mirada cruel. Tenía que mantenerse firme, aunque sus fuerzas estuvieran menguando.

—¿Y qué tienes tú, Agnes? —susurró con amargura—. ¿Una jaula dorada donde todo lo que tienes es fruto de la destrucción? Estás vacía, siempre lo has estado.

Agnes soltó una carcajada aguda, mientras su mano abandonaba el cabello de Alaia con un gesto de desprecio. Se enderezó lentamente, saboreando cada palabra que pronunciaba como si fueran dulces venenos.

—Lo que yo tengo
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