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Agnes golpeaba las paredes de su celda con frustración, su voz rasgada y cargada de furia resonaba por el pasillo de la prisión subterránea de la manada.

—¡No pueden tenerme aquí! —gritaba, con los ojos desorbitados y el cabello despeinado que caía sobre su rostro, dando un aspecto casi demente—. ¡Soy la legítima luna! ¡Todo lo que hice fue por el bien de estas tierras, por mantener el orden!

Los guardias permanecían impasibles, ignorando los gritos mientras ella continuaba con su arenga. Agnes se aferraba a las rejas, sus nudillos blancos por la tensión.

—¡Liam! —gritó cuando lo vio entrar en el pasillo de la prisión. Su mirada, llena de expectativa, se iluminó al verlo—. Sabes que todo lo que hice fue por el bien de nuestra gente, por nuestro legado. No pueden dejarme aquí... ¡Tú puedes sacarme!

Liam se detuvo a unos metros de la celda, observando a la mujer que alguna vez había sido una figura de autoridad en su vida. Su rostro estaba endurecido por la ira contenida, pero sus ojos
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