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Nolan llegó a su consultorio con la respiración agitada y los ojos encendidos de ira. Apenas cruzó la puerta, la azotó con tal fuerza que el eco resonó por todo el lugar. Su cuerpo vibraba de frustración contenida.

Sin pensarlo, arrasó con todo lo que había sobre su escritorio de un solo movimiento: los papeles, la computadora, y los instrumentos cayeron al suelo en un estruendo metálico. Luego, llevó ambas manos a su cabeza y jaló de su cabello con desesperación, como si eso pudiera arrancar la tormenta de pensamientos que lo carcomía por dentro.

Su asistente, alarmada por el ruido, entró tímidamente al consultorio, con los ojos muy abiertos de preocupación.

—¿Doctor Nolan? —preguntó, su voz temblorosa—. ¿Está todo bien? ¿Necesita algo?

Nolan la miró, su rostro era una máscara de furia contenida. Apenas podía contenerse, las palabras salían cargadas de veneno.

—Vuelve a tus asuntos —le espetó con frialdad—. Déjame solo.

La asistente vaciló un segundo, como si quisiera decir algo más
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