Daniel se acercó a ella una vez que el jefe civil los declaró de manera oficial, unidos en matrimonio. Ella se irguió en su metro sesenta y siete, mirándolo directo a sus ojos azules, él le concedió una sonrisa y frunció un poco el ceño al observar la sólida plata de sus orbes, escrutándolo. Su respiración se detuvo ante su actitud, nunca había visto a alguien tan desesperanzada.
Se acercó lo suficiente, para darle un beso en la comisura de sus labios, ella ni se inmutó. Pareció haber apagado sus emociones, ¿en realidad estaba perdiendo toda esperanza de ser feliz?
¿No iba a pelear, a luchar? ¿Tan fácil se estaba rindiendo?
—¿Estás bien? —Él se preocupó, al darse cuenta de la forma en que ella parecía inconexa. Sin embargo, solo se limitó a asentir.
Anna Collins la abrazó por un rato. Katherine no mostró ningún atisbo de flaqueza, a decir verdad, no mostró nada. El siguiente en felicitar a la novia fue Aarón, el padrino de la boda.
—¡Felicidades, señora Gossec! —Sintió deseos de reír a carcajadas, mas, se contuvo y lanzó al joven una mirada inquisitiva.
—Katherine, él es Luis Fernández un gran amigo y en quien confiaría mi vida —lo dijo muy serio, así que no lo dudó—. Luifer, ella es Katherine, mi esposa.
Lo dijo como si estuviera orgulloso de tal cosa y ella quiso matarlo. Luifer era de la misma estatura de Daniel, otro rubio con cabellos castaños, que a la luz resaltaba el dorado en ellos, unos profundos ojos negros insondables y penetrantes, con esa mirada que atrae y aleja a la vez, muy atlético. Al parecer, al igual que su esposo, parecían creados en un laboratorio con una fórmula perfecta, entendía por qué eran amigos, seguro ambos tenían los mismos gustos y conseguían mujeres a granel.
—Un placer, Katherine —mencionó él con una parca sonrisa y estrecho su mano con mucha seguridad.
—Igual, Luis —coincidió ella, mirándolo sin apartar la vista de la suya.
Al llamarlo por su nombre de pila, establecía que no serían amigos por el hecho de que lo fuera de su recién adquirido esposo. Mientras menos se relacionase con el entorno de Daniel, entre ellos sus amigos, menos riesgo habría de que se involucraran.
Su padre se acercó hasta ella y la condujo al centro del gran salón, el novio también se unió.
—Señores, quiero invitarlos al brindis en honor a los recién casados —su padre disolvió el incómodo silencio, haciendo alarde de buen anfitrión—. Deseándoles todo lo mejor.
—¡Ja! Brindis, ¿por qué se supone que debo brindar? —musitó una protesta entre dientes, mientras fingía una sonrisa.
Daniel ignoró el agrio comentario de su esposa, la tomó por la cintura y de nuevo las chispas saltaron ante el contacto. Ella se tensó por la sensación que tuvo, y él no pudo evitar sentir que estaba comenzando a perder. Tal vez era su intuición la que se lo advertía.
—Quiero agradecer en nombre de mi esposa y en el mío, que nos hayan acompañado hoy. —Daniel se mostró amable con el acontecimiento.
Katherine le dedicó una mirada de enojo, que por supuesto él ignoró. Trató de deshacerse de su agarre y él rechazando de nuevo su intención, la sujetó más fuerte, atrayéndola hacia él, casi se le resbala la copa de la mano ante la corriente que fluía cada vez que estaban cerca o que se tocaban.
Guillermo Deveraux se acercó a ellos y apartándola un poco de Daniel, le dio un abrazo. Por primera vez en años, tenía esa atención para con ella, y justo debía ser el día en el que por fin se desharía de lo único que sobraba en su vida. Por primera vez en la noche, desde que entró a esa sala, percibió sus emociones tratando de aflorar, una imperceptible fisura se dibujó en las paredes de la represa que las contenía. Odió esa sensación. Su padre la miró a los ojos y ahí estaba, esa mirada con la que solía verlo su esposa, la misma transparente sinceridad que lo hizo sentir nostalgia del pasado y rabia por lo que perdió. Su hija siempre le hizo sentir eso. Culpa. No obstante, fue lo que observó en ella luego, lo que le rompió el corazón, si era que podía romperse estándolo ya.
Frío y rabia en plata sólida. Navajas mortales que acababan con toda esperanza de un reencuentro. Iba a extrañarla, claro que lo haría. El permitirle ese matrimonio, abría una franja más profunda entre ellos.
Katherine alzó la copa y la tomó fondo blanco. Sintió las burbujas haciendo efervescencia en su garganta, apretó los ojos para pasar el trago. No acostumbraba a beber, aun así, pensó que aquella noche podía hacerlo sin importar las consecuencias.
—Tranquila, cariño. Apenas es la primera noche de casados. —Daniel se acercó lo suficiente para murmurar a su oído.
—¡Qué felicidad! No sabes cuánto me emociona —masculló con displicencia.
Él esbozó una sonrisa de casanova y con un mordaz comentario, hizo que ella le dirigiese una mirada pura de hastío.
—Te quiero sobria y consciente para probar las mieles de la noche de bodas.
—¡Eres un bastardo! —dijo ella en repudio—, eso es algo que nunca obtendrás de mí.
—¿Sabes que utilizas la palabra nunca con mucha frecuencia? Eso no es muy inteligente, ya que él nunca no existe y el para siempre no es tal cosa —le aseguró mientras vaciaba su copa de un sorbo.
—Los nunca para mí sí tienen connotación y existencia —bufó ella.
—Si mal no recuerdo, dijiste nunca aquella noche y… venos aquí —le recordó esta vez.
—No hagas que te odie, porque no querrás que tu vida sea un infierno.
—Mi querida y rebelde esposa, con una boca muy licenciosa. Todavía puedo darte el beso que no te di al finalizar la ceremonia —dejó una amenaza en el aire.
—¡Huh! Creo que entonces estamos en el lugar equivocado o te han informado mal —se burló mirando alrededor con amago de sorpresa.
Daniel alzó su mentón. La miró como si en su interior pensara todo lo contrario a lo que ella decía.
«Sí, era definitivo que esa mujer representaba un reto para él». Luifer de seguro se lo recordará muy bien.
Así estuvo lo que pareció una eternidad, solo mirándola, estudiando cada uno de sus gestos. Todo era contrastante en ella, desbordaba seguridad, impetuosidad y soberbia. Una soberbia que en cualquiera se vería muy feo, no en ella. En Katherine la volvía más inalcanzable. El que se tratara de alguien tan hermoso como un ángel, pero rebelde como el demonio, resultaba en una utopía muy atractiva.
De pronto sus labios se le antojaron para besarlos. ¿Por qué pensaba esas tonterías? Cualquiera creería que estaba enamorado de Katherine.
—Mira a tu alrededor…, ¿dime no te parece que es más un sepelio a una ceremonia? —arguyó con una sonrisa fingida.
Él se limitó a negar y sonreír. Tomando un poco de su trago no pudo evitar rememorar.
Hasta la noche de la propuesta, solo la había visto en fotos y de lejos, mientras ella tomaba una malteada de chocolate en la fuente de soda del centro comercial, acompañada de un grupo de jóvenes. Por designios del destino, al mirarla se decantó por su belleza sobria y sonrisas espontáneas, ignorante de cómo el resto la miraba con deleite. Ella era como el Sol y los demás solo orbitaban a su alrededor en busca de su luz y su energía.No era consciente del efecto que causaba en quienes la rodeaban.Fue justo allí, donde recordó esa absurda cláusula que meses atrás el abogado de su abuelo le revelase, para ese momento, salió sin preguntar muchas cosas; no quiso saber nada más, esa idea le parecía un dislate de su abuelo en pleno lecho de muerte. No obstante, al tener a la joven frente a él, no le incomodó tanto la idea del matrimonio, que, aunque absurd
Katherine se sentó en un lugar apartado de todos los que se hallaban en la casa. Cerca de una pequeña mesa en la que estaba un florero y un portarretrato donde aparecía enmarcada una foto suya de cuando celebraron sus quince años.Fue el único cumpleaños que disfrutó en grande y en el que creyó que su padre, en verdad, la quería. Menudo engaño, días después tuvo el desagrado de escucharlo discutir con la señorita Collins, sobre su actitud. Pasado el evento, él retornó a su postura apática y distante con ella.Su padre catalogó de insolente a su institutriz, y encima de eso le recordó con desdén que su único deber, era para con su hija.Buscó a Guillermo Deveraux con la mirada y lo encontró hablando con Daniel, su ahora esposo. Esa palabra pesaba demasiado para procesarla en un solo día, y mirarl
Miró su rostro en el espejo antes de salir del lugar, las lágrimas habían dejado un pequeño y delgado sendero, presionó sus manos en ambas mejillas hasta secar lo que quedaba. Salió de la habitación y al darse vuelta, encontró a Daniel apoyado en la pared contraria, observándola. Sus miradas se enlazaron y aun cuando quiso apartarla, no pudo. La mirada de él era como un imán que atraía la suya, adhiriéndola.Un escalofrío despertó su piel en un leve hormigueo que pasó caminando por su estómago y danzó en su vientre. Se deshizo de esa extraña sensación y desvió la mirada. Caminó para salir del pasillo, mas, al pasar a su lado, él la tomó por el codo y la hizo retroceder hasta estrecharla contra la pared en la que segundos antes, él estaba recostado.Sus respiraciones se juntaron mezcladas con wiski
Esa nueva vida en la que parecía navegar por un mar desconocido para el hombre, le causaba desazón. Para ella con certeza lo era, más aún, siendo algo para lo que sabía que no estaba preparada, ni siquiera contemplaba que se casaría por esas razones. Si se atreviera, reconocería en algún momento que estaba cometiendo el peor error de su vida. No era nada sensato su actuar, la impulsividad y esa decisión conducida por la rabia y la rebeldía, acabaría en su contra en algún momento. Debía estar preparada para eso.—Estás muy pensativa. —La voz de Daniel disolvió su pensamiento.—Sé que no habrá luna de miel, eso acordamos, pero ¿a dónde vamos?—Estaremos a casi una hora de la ciudad en auto —respondió con serenidad—. El año que permanezcamos casados, deberemos vivir en la hacienda de m
La noche comenzaba a descender con sigilo. Una noche sin luna que se hacía más fría y desolada. Le habría gustado un poco más de luz o que hubiera luna llena, así podría ver mejor hacia dónde se dirigían. Un pequeño pueblo de calles estrechas y de una sola vía los recibió, pronto estuvo frente a la iglesia que quedaba en la plaza lugar, un centro comercial a unos metros de distancia y la jefatura civil quedaban alrededor. Al menos sería difícil perderse en ese pueblo. Al pasar del centro de la ciudad, la última parada era al salir del pueblo, una gasolinera de veinticuatro horas.—Si quieres algo de comer podemos comprar para llevar en el restaurante. Coloco gasolina y nos vamos —dijo mientras desataba por completo el nudo de la corbata y la tiraba en el asiento trasero junto con su chaqueta.Suspiró mientras retorcía las manos en el vestid
Decir que Katherine pudo conciliar con el sueño era un absurdo. En primer lugar: porque no era su cama; segundo: tampoco era su casa, todo resultaba no solo nuevo y desconocido, sino absurdo; tercero: no confiaba en un desconocido y cuarto: seguía buscándole cabeza a lo que no tenía ni cuerpo, quizás esperando no haber errado en su decisión. Pudo seguir enumerando muchos de los factores por los que estuvo despierta casi toda la noche, pero se resistió a seguir en ese plano. Ya lo hecho hecho estaba y no servía de nada el arrepentimiento.«¡Demonios!». Ni siquiera sabía si quería permanecer allí, tan cerca de ese lobo con piel de cordero, sin duda era peligroso, sobre todo cuando estaba demasiado cerca de ella, se sentía extraña en el buen sentido y eso no le gustaba mucho.La última discusión que sostuvo con su padre, le termin&oa
El ser una desconocida ante todos, le incomodó. La convertía en el centro de atención, aun cuando resultase excitante para algunos, en ella los efectos eran contrarios, por lo que llegar a las caballerizas le proporcionó una huida práctica y conveniente para dejar de sentirse observada y a la vez, siendo tan complacida por rostros sonrientes y asentimientos de aceptación como la señora de la casa. ¡Ash!, esa palabra era tan perturbadora como la otra y se encontró dando vuelta al anillo en su dedo de manera inconsciente y soltando un respiro de resignación.—¡Buenos días! —La voz de un hombre la exaltó.—Buenos días —respondió girándose para quedar de frente con quien la saludaba.Era alto y delgado, con unos hermosos ojos cafés, perfilado y de piel olivácea que adjudicó al sol, vestía pantal&oa
El almuerzo pronto estuvo listo, así que era el momento de muestras de afecto frente a los empleados de la casa al menos. Por el momento, se pudo distraer con la pequeña bola de pelos que encontró esa mañana en su puerta. Necesitaba ponerle un nombre, eso era necesario en verdad. Primero debía preguntarle a Daniel si no tenía uno.—Marina puedo ayudarla si desea —dijo a la mujer que, aunque mayor se desenvolvía muy bien en la cocina y de la cual había degustado su buena sazón al momento del monumental desayuno.—No. Por Dios señora, tranquila mi sobrina se encargará de eso.—Solo dígame Katherine. Marina, es que ya sabe que no me acostumbro —solicitó.—Lo siento —se disculpó la mujer.—No se preocupe… —hizo una pausa antes de agregar—: No sabía que trabajaba una sobrina suya aqu&