3. La tentación en tacones

Los primeros días de Alexandra en la oficina de Nathaniel Stravakis fueron un completo desastre.

Si no confundía los horarios de sus reuniones, olvidaba imprimir documentos importantes o terminaba derramando café sobre informes clave. Su torpeza parecía no tener fin, y más de una vez pensó que sería despedida antes de completar su primera semana.

—¿Se te ocurre alguna otra forma de arruinar mi día? —espetó Nathaniel después de que ella entregara un informe incompleto a uno de sus clientes más importantes. Su voz era fría, cortante, pero sus ojos… sus ojos dorados brillaban con fastidio y algo más. ¿Desafío?

—Lo siento, señor Stravakis. No volverá a ocurrir —dijo Alexandra con la cabeza gacha, sintiendo cómo el calor de la vergüenza le subía hasta las mejillas.

Pero no era una mujer que se rendía fácilmente. Esa misma noche, se quedó hasta tarde para revisar todos los informes del día siguiente y memorizó la agenda de Nathaniel como si su vida dependiera de ello. Al día siguiente, cuando él llegó a la oficina, todo estaba perfectamente en su lugar.

—¿Y esto? —Nathaniel frunció el ceño al notar que cada detalle estaba cubierto.

—Me aseguré de que todo estuviera listo para su junta con el señor Davis. También le organicé la lista de proveedores para la reunión de la tarde —respondió Alexandra, con una sonrisa tímida.

Nathaniel la miró por un momento, sin decir nada. Sus ojos dorados recorrieron su rostro, y luego bajaron lentamente, deteniéndose por un segundo más de lo necesario en el escote sutil de su blusa. Alexandra se removió incómoda, sintiendo un ligero cosquilleo recorrer su piel.

—Veo que aprendiste rápido —murmuró él, casi como si hablara para sí mismo.

Los días siguientes fueron similares. Alexandra no solo se adaptó al ritmo frenético de la oficina, sino que empezó a anticipar los deseos de Nathaniel antes de que él los expresara. Se convirtió en una fuerza imparable, manejando todo con precisión quirúrgica.

Y ahí fue cuando Nathaniel comenzó a verla de otra manera.

No fue solo su eficiencia lo que llamó su atención. Era la forma en que su falda ajustada delineaba sus curvas cuando pasaba por su oficina, o cómo su cabello color arena caía suavemente sobre sus hombros cuando se inclinaba para tomar notas. El perfume suave que usaba quedaba suspendido en el aire, envolviéndolo y haciendo que su cuerpo reaccionara de formas que no debería.

Una tarde, después de que Alexandra manejara con maestría una crisis de último minuto, Nathaniel la llamó a su oficina.

—Cierra la puerta —ordenó con voz grave.

Ella obedeció, sintiendo el peso de su mirada sobre ella. Se acercó a su escritorio, esperando instrucciones, pero cuando sus ojos se encontraron, el aire pareció cargarse de algo más… algo peligroso.

—Has hecho un buen trabajo —dijo él, su tono más suave de lo habitual.

—Gracias, señor Stravakis. —Su voz tembló apenas, pero lo notó.

Nathaniel no respondió de inmediato. Sus ojos se deslizaron por su cuerpo, notando cada curva, cada pequeño detalle que la hacía tan increíblemente atractiva. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba perdiendo el control.

"Esto es un problema...", pensó, pero no apartó la mirada. Jamás había sido débil con ninguna de sus empleadas, jamás las veía así, no eran una... tentación, como le estaba resultando el reemplazo de su secretaria.

Resulta que la tentación llegó en tacones y tocando directamente a su puerta. ¿Cómo se puede resistir a eso?

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- Alexandra -

Nathaniel se inclinó ligeramente hacia Alexandra, sus ojos dorados clavados en los labios de ella. El silencio que los envolvía estaba cargado de tensión, y Alexandra sintió cómo su corazón latía desenfrenado dentro de su pecho.

—Señor Stravakis... —susurró, casi sin aliento.

—Alexandra… —susurró su nombre con una suavidad peligrosa, su voz apenas un ronroneo que la hizo estremecer.

Sus labios estaban a punto de encontrarse cuando, de repente, el sonido insistente de su teléfono rompió la magia del momento. Alexandra se sobresaltó y retrocedió, maldiciendo mentalmente por no haber silenciado el aparato.

—Lo siento, yo... —balbuceó, sacando el teléfono de su bolso. Al ver el nombre en la pantalla, su rostro palideció.

Fernando.

Nathaniel frunció el ceño al notar el cambio en su expresión. Alexandra dudó un segundo antes de contestar, pero sabía que si ignoraba la llamada, él seguiría insistiendo.

—¿Qué quieres, Fernando? —preguntó en voz baja, alejándose un poco de Nathaniel.

—Alex, por fin. Necesito que vayamos al banco —respondió él, con ese tono autoritario que tanto odiaba—. La cuenta que compartimos sigue bloqueada. Necesitamos estar los dos para retirar el dinero.

Alexandra sintió que la sangre le hervía.

—¿Dinero? ¿Después de todo lo que hiciste, tienes la desfachatez de pedirme esto?

—No hagas un escándalo, solo firma los papeles y terminemos con esto. Me debes al menos eso —dijo él con frialdad.

Nathaniel observaba todo desde su lugar, sus ojos dorados ahora oscuros y peligrosos.

—No te debo nada, Fernando. —Alexandra colgó con furia, sus manos temblando.

Cuando se giró para enfrentar a Nathaniel, su expresión ya no era la misma. La calidez que había en sus ojos hacía un momento había desaparecido, reemplazada por una fría indiferencia.

—¿Novio? —preguntó él, su voz gélida y cargada de desdén.

—Ex —corrigió Alexandra, pero era demasiado tarde.

Nathaniel se reclinó en su silla, cruzando los brazos sobre su pecho.

—No es asunto mío —dijo con frialdad, su tono profesional y distante. —Regresa a tu puesto, Alexandra.

Ella sintió un nudo en la garganta, pero asintió sin decir una palabra más. Había vuelto a ser el hombre odioso y distante que todos temían, aunque ahora… había algo diferente. Algo en su mirada que delataba que esa frialdad era una máscara.

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Los días siguientes fueron un infierno para Alexandra. Nathaniel volvió a tratarla con la misma dureza que al principio, pero ahora había un matiz diferente. Sus órdenes eran tajantes, pero no tan hirientes como antes. Incluso cuando cometía algún error —aunque cada vez eran menos—, su reprimenda era más… mesurada.

"¿Por qué sigue siendo tan difícil de leer?", pensaba Alexandra, cada vez más confundida por su comportamiento.

Pero no tuvo mucho tiempo para analizarlo. Una tarde, mientras revisaba su celular durante la hora del almuerzo, sintió que el mundo se detenía.

En la pantalla, una publicación en redes sociales mostraba una foto de Fernando… con su prima, Lucía.

"Estamos felices de anunciar nuestro compromiso. Pronto seremos marido y mujer."

Alexandra sintió como si le hubieran dado un golpe en el estómago. La sonrisa radiante de Fernando y la expresión triunfante de Lucía la hicieron sentir enferma.

"Mi propia prima…", pensó, sintiendo una mezcla de traición y rabia invadirla.

Los recuerdos vinieron como una avalancha. Lucía siempre había sido competitiva con ella, desde niñas. Pero jamás pensó que sería capaz de algo así.

—¿Estás bien? —La voz de Jessica la sacó de su trance.

—Fernando… se va a casar con Lucía —murmuró Alexandra, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con escapar.

—¡¿Qué?! —exclamó su amiga, casi derramando su café. —¡Ese bastardo! ¿Con tu prima?

—Sí… —susurró Alexandra, su voz quebrada.

Jessica apretó los labios, conteniendo su enojo.

—No llores por él, Alex. Te hizo un favor. Ahora es problema de tu prima soportarlo.

Alexandra asintió, pero por dentro su corazón se rompía en pedazos. ¿Cómo había terminado todo así?

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