Pensaba que Fernando estaría enojado luego de que la noche anterior hubiera rechazado entregarse a él por primera vez, pero en cambio le pediría matrimonio.
Alexandra miró con alegría la sortija de matrimonio que había encontrado guardado en una pequeña cajita de terciopelo en el cajón de su novio. Tenía incrustado un diamante grande y brillante. «¡Me pedirá ser su esposa!», exclamó dentro de sí. Poco importó que no fuera exactamente como lo había imaginado, solo con saber que la quería para la eternidad era suficiente. Así que la guardó con sumo cuidado y salió de la habitación para darse una ducha. Minutos después salió del baño envuelta en una toalla, vió a su novio terminando de arreglarse la corbata para irse al trabajo. —Ya me voy, cariño. No me esperes despierta —se despidió Fernando sin mirarla. Pensó que quizás no quería levantar sospechas y por ello no le dió siquiera un beso de despedida. —¡Adiós, mi amor! —gritó tras de él, pero solo recibió el azote de la puerta como respuesta. Suspiró, aliviada de estar sola para poder llamar a su amiga y contarle la buena noticia, ¡se iba a casar con el amor de su vida! Chillando de alegría, se alistó rápidamente y llamo a su amiga. Ella contestó segundos después, sonaba adormilada. —¿Alex, por qué me llamas tan temprano? Creí que irías con Jessica a la tienda para buscar el empleo —se quejó, y por su tono supo que el día anterior había regresado tarde a casa. —Uy, suena como que a alguien se le pegaron las sábanas. ¿Todas las posadas en esa empresa tienen que terminar así? —preguntó con el entrecejo fruncido. Su gruñido le dijo todo. —Si tuvieras un jefe como el mío, créeme que preferías ahogarte en alcohol que tratar con él. Estuvo sentado viéndonos con ojos juzgones hasta que se largo, ¡es un odioso! —exclamó. No pudo evitar reírse de su amiga, porque para Jessica, el éxito profesional lo era todo en la vida. Así que soportaba todo con tal de seguir ascendiendo en la pirámide laboral. —Esa es la ventaja de estar desempleada —se jactó, para después añadir—: ¿Adivina quién se va a casar dentro de poco? El jadeo de su amiga fue muy audible. —¿No me digas que... ESTÁS HABLANDO EN SERIO? ¿Fernando te ha pedido matrimonio? —chilló su amiga. Soltó un suspiro, y negó con la cabeza aunque sabía que su amiga no podía verla. —No, aún no. Pero es algo obvio, le encontré una sortija de matrimonio entre sus cosas —confesó, sintiendo sus mejillas ponerse rojas por la emoción. Jessica se rió ante eso. —Así que le arruinaste la sorpresa, increíble. Entonces solo debes esperar a que él se arme de valor, la primera parte ya está lista. Estoy feliz por ti, amiga. Te mereces toda la felicidad que tienes ahora —dijo. Su corazón se apretó de tristeza. Llevaba años sin poder ver a su familia desde que se había ido de su país natal, encontrar el amor con Fernando apenas llegó a Norvill había sido casi una suerte. —Gracias, Jess. Tengo que dejarte, hoy iré a dejarme hermosa en la estética. —Por cierto, recuerda que mi oferta para ser la asistente suplente de mi jefe sigue en pie, así yo podría tomarme las vacaciones que me tocan. Piénsalo cariño, sabes que es una buena opción. Colgó la llamada, un poco pensativa con las palabras de su amiga. Si no hubiera descubierto la sortija de matrimonio, lo habría hecho sin dudar, pero ahora... Se convertiría en esposa, su sueño al fin se volvería realidad. Entrada en los veinticinco, ansiaba formar su propia familia. Amaba a Fernando y jamás volvería a amar con igual intensidad. De modo que se alistó para ir a la estética, pasó el día dejándose hermosa y cuando regreso a casa se preparó por si ese día su novio le pedía matrimonio. Cuando él llegó de madrugada, sus esperanzas cayeron en picada. Y la noche siguiente, y la siguente, y la siguente... En la próxima semana, no le pidió matrimonio. La embargó una gran desilusión cuando se dió cuenta que la cajita con la sortija de matrimonio ya no estaba en ese cajón, y su novio seguía llegando tarde. Ya no la tocaba. Su única excusa: —Estoy cansado, Alex. Alguien tiene que poner el pan sobre la mesa. Esa noche volvía a llegar tarde, pero Lexie se hartó de seguir así, por lo que encaró a Fernando apenas cruzó el umbral de la puerta. —¿Otra vez, cariño? Ya son las dos de la mañana y... —Sin dejarla contestar, él se lanzo sobre ella y la besó con pasión. No pudo seguir manteniendo aquella discusión, porque ansiaba sus toques y sus besos. —Hueles a alcohol —se quejó un poco, algo incómoda. No le gustaba la idea de que su pareja esté ebrio. —Eres mi mujer y ya es tiempo de que me cumplas —espetó, comenzando a besar su cuello y tomarla entre sus brazos con fuerza. Sus acciones la causaron pánico. Nunca había sentido miedo de él, hasta que comenzó a jalar su pantalón para bajarlo. —No, por favor... Así no. Primero debemos estar... —¿Casados? —soltó él con voz burlona, y la apartó con brusquedad—. Estoy harto de esa maldita excusa, quiero follarte y muy duro, Lexie. Un hombre no puede ser tan paciente. Ella lo miró asombrada. ¿En qué momento él se habría convertido en ese tipo de persona? —Y no me digas que es de familia, porque sé de buena mano que no es así —dijo Fernando de repente, jacarandose—. Solo eres tú, una santurrona incapaz de darle placer a un hombre. Su corazón se aceleró dolorosamente entre sus costillas y sintió unas terribles ganas de llorar. —Se supone que me pedirías matrimonio, ¿por qué me dices todo eso...? —Antes de poder decir algo más, él la empujó contra la cama y comenzó a bajarle los pantalones. —Si me das tu virginidad está noche, me casaré contigo. De lo contrario tendré que casarme con otra mujer que sí pueda darme lo que tú no —amenazó con una sonrisa lasciva. Fernando era otra persona bajo los efectos de la cerveza, él solía ser un buen hombre en estado de sobriedad. Él comenzó a lamer su entrada con desespero, y ella no pudo concentrarse en el placer que solía sentir cuando su pareja lo hacía. Estaba tan asustada que se quedó estática del terror. —No, por favor, no... Sus manos masajearon el par de mansos montículos que tenía, y su lengua siguió tratando de tentarla a caer en pecado. Escuchó que se bajaba la bragueta, y ahí fue cuando por fin entendió lo que estaba a punto de suceder si no huía pronto... Fernando, el que creía era el amor de su vida, la accedería carnalmente en contra de su voluntad. La persona en quien más confiaba la iba a ultrajar. Se le rompió el alma en mil pedazos, pero logró atinarle una patada en la cara con todas sus fuerzas. Él cayó de espaldas y soltó un gemido de dolor al caer en el frío suelo. Como pudo se volvió a vestir y corrió para salir fuera de la casa. —¡Si te vas, no regreses, frígida! —Oyó su grito. Tomó su celular, el bolso y salió hacia la calle sin tener idea de a dónde ir. Su vida se había derrumbado, el cuento de hadas que había imaginado al lado de Fernando se había vuelto una pesadilla. Las lágrimas encontraron su camino por sus mejillas, y caminó inconcientemente. —¿Por qué yo? —susurró con el corazón desgarrado. Justo un mes antes de navidad se había quedado sin un hogar, sin su pareja y sin un centavo. Se dejó caer en calle ya sin fuerzas, y sollozó sobre sus rodillas. ¿Qué sería de su vida a partir de ahora? Si el diablo saliera de las sombras para hacerle un trato, lo haría sin dudar. “Pobre Alexandra, ten cuidado con lo que deseas".Nathaniel Stravakis no solía nunca visitar a su prometida en su trabajo, respetaba sus espacios e individualidad, pero ese día tenía algo importante que hacer: pedirle que se mude con él. A sus veintiocho años, él ya estaba más que preparado para dar ese paso con su pareja, puesto que dentro de unos meses serían marido y mujer. ¿Por qué atrasar las cosas? Subió al ascensor y notó que algunos empleados se quedaron estupefactos al notar su presencia. Casi parecían aterrorizados... Y deberían. Dentro de poco, esa empresa sería suya, estaba a punto de adquirirla. Los cuchicheos no se hicieron esperar: ”Es el Diablo de los negocios". Aquello le hizo adornar sus labios con una sonrisa burlona. Su fama le precedía, y estaba bien con eso. De lo contrario, no podría haber amasado su fortuna antes de los treinta años, seguiría siendo el segundón, siempre a la sombra de su hermano mayor. Aunque eran como uña y mugre, estaba en sus genes ser competitivos, pero nunca en contra. Era algo
Los primeros días de Alexandra en la oficina de Nathaniel Stravakis fueron un completo desastre. Si no confundía los horarios de sus reuniones, olvidaba imprimir documentos importantes o terminaba derramando café sobre informes clave. Su torpeza parecía no tener fin, y más de una vez pensó que sería despedida antes de completar su primera semana. —¿Se te ocurre alguna otra forma de arruinar mi día? —espetó Nathaniel después de que ella entregara un informe incompleto a uno de sus clientes más importantes. Su voz era fría, cortante, pero sus ojos… sus ojos dorados brillaban con fastidio y algo más. ¿Desafío? —Lo siento, señor Stravakis. No volverá a ocurrir —dijo Alexandra con la cabeza gacha, sintiendo cómo el calor de la vergüenza le subía hasta las mejillas. Pero no era una mujer que se rendía fácilmente. Esa misma noche, se quedó hasta tarde para revisar todos los informes del día siguiente y memorizó la agenda de Nathaniel como si su vida dependiera de ello. Al día siguien
Se acercaba la Navidad, y el ambiente en la oficina de Nathaniel Stravakis estaba más tenso que nunca. Las luces festivas decoraban el lobby, pero la atmósfera en su interior no era nada alegre.Alexandra no podía quitarse de la cabeza el descubrimiento de Fernando y Lucía. A pesar de que intentaba concentrarse en su trabajo, la imagen de su ex, sonriendo junto a su prima, le atormentaba. ¿En qué momento comenzaron a traicionarla y como es que nunca se dió cuenta?Nathaniel también tenía sus propios problemas, pues todo indicaba que su ex prometida y su tío estaban comenzando a hacer ruido en la familia. A medida que se acercaba la Navidad, las noticias de su relación secreta salían a la luz. La familia Stravakis, siempre muy unida, no tardó en enterarse. Pero nadie dijo nada, parecían esperar a ver qué sucedía.Nathaniel no podía evitar sentirse herido, no solo por la traición de Azucena, sino también por la manera en que su propio tío, que siempre le había tenido envidia, se aprovec
El frío de diciembre cubría la ciudad como un manto de escarcha. Las luces navideñas adornaban ya las calles de Norvill, brillando con colores cálidos y festivos.En otros tiempos, esta era la época favorita para Alexandra, pero ahora... todo parecía distante y borroso. Apenas podía creer lo que estaba a punto de hacer.—¿Estás segura de esto? —preguntó Jessica, su voz llena de preocupación mientras le ajustaba el último botón del vestido.—No lo sé —susurró Alexandra, su mirada fija en el espejo frente a ella. La imagen reflejaba a una mujer que no reconocía.Vestía un elegante vestido blanco de seda, sencillo pero sofisticado, que caía suavemente sobre sus curvas. El maquillaje realzaba sus ojos grises, dándoles un brillo intenso, y su cabello color arena estaba recogido en un moño impecable. Un velo largo y fino cubría su rostro, le llegaba hasta la espalda baja.Parecía una novia… pero no una novia feliz.—Lexie… —Jessica la miró a través del espejo, su voz cargada de inquietud—.
Alexandra despertó sintiendo el peso del cansancio sobre sus hombros. Las últimas veinticuatro horas habían sido un torbellino de emociones y acontecimientos que la habían dejado agotada. El suave roce de las sábanas de seda sobre su piel le recordaba que ya no estaba en su pequeño departamento ni en la casa de Jessica. Estaba en la suite privada de Nathaniel Stravakis… su “esposo”. “Esposo”, pensó, saboreando la palabra con una mezcla de incredulidad y nerviosismo. Aún no podía asimilarlo del todo. Abrió los ojos lentamente, solo para encontrarse con la habitación bañada por la tenue luz de la mañana. Todo en ese lugar gritaba lujo: desde los muebles de diseño hasta las enormes ventanas que ofrecían una vista privilegiada de la ciudad. Pero lo que más la inquietó fue la figura que estaba de pie junto a la ventana, con una taza de café en la mano. Nathaniel. Llevaba solo unos pantalones de pijama negros, y su torso desnudo revelaba músculos bien definidos, una piel bronceada que p
La noche se había alargado más de lo esperado. Después de soportar horas de sonrisas falsas, miradas curiosas y comentarios velados, Alexandra solo quería desaparecer. Pero la pesadilla aún no terminaba. —¿Estás bien? —preguntó Nathaniel mientras abría la puerta de la habitación privada que compartían en la mansión de los Stravakis. —Sí… solo agotada —murmuró Alexandra, entrando al lujoso dormitorio.Era más grande que cualquier lugar en el que había vivido. La decoración minimalista y elegante reflejaba el estilo impecable de Nathaniel, pero también su frialdad, ahí no había nada hogareño. A pesar de la calidez de las luces tenues y de lo relajado que se veía su esposo, el ambiente estaba impregnado de tensión.Nathaniel cerró la puerta tras de sí y se quitó el saco, dejándolo cuidadosamente sobre el respaldo de una silla. Su camisa blanca estaba ligeramente desabotonada, y sus mangas arremangadas dejaban al descubierto sus fuertes antebrazos. Se veía tan peligroso como tentador.
La suave luz del amanecer se filtraba por las gruesas cortinas de la suite, acariciando la piel desnuda de Alexandra. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la claridad, pero su mente aún estaba atrapada en los recuerdos de la noche anterior. O… mejor dicho, de las tres veces que Nathaniel la había hecho suya. Alexandra cerró los ojos, mordiéndose el labio mientras las imágenes la asaltaban sin piedad. Nathaniel no solo la había tomado una vez, sino que había reclamado cada parte de ella, haciéndola suya de maneras que jamás habría imaginado. La primera vez había sido suave, cuidadoso, casi como si temiera romperla. Pero después… después no había quedado rastro del hombre controlado. Nathaniel había despertado algo salvaje dentro de él, algo primitivo que la había consumido por completo. Recordaba sus labios deslizándose por su cuello, descendiendo por su pecho hasta encontrar sus puntos más sensibles. La forma en que sus manos la habían sujetado con firmeza, como si t
El rugido suave de los motores del jet privado llenaba el aire mientras Alexandra miraba por la ventana, observando cómo las nubes parecían deslizarse bajo ellos. La isla de Daxus aún estaba lejos, pero su mente no podía dejar de divagar, atrapada entre la tensión de la discusión que había tenido con Nathaniel y… la noche que compartieron. Sus labios aún recordaban el sabor del pecado. Sus caricias, sus besos… la manera en que la había poseído no solo con su cuerpo, sino también con su mente. Y lo peor de todo era que ella había disfrutado cada segundo. —¿Estás cómoda? —la voz de Nathaniel la sacó de su ensimismamiento. Alexandra giró la cabeza y se encontró con esos ojos dorados que la tenían prisionera. Nathaniel estaba sentado a su lado, impecable como siempre, con su camisa blanca ajustada y las mangas arremangadas, dejando ver esos antebrazos que la hacían perder la razón. —Sí —murmuró, apartando la mirada rápidamente. Pero Nathaniel no se dejó engañar. Se inclinó liger