2. CEO traicionado

Nathaniel Stravakis no solía nunca visitar a su prometida en su trabajo, respetaba sus espacios e individualidad, pero ese día tenía algo importante que hacer: pedirle que se mude con él.

A sus veintiocho años, él ya estaba más que preparado para dar ese paso con su pareja, puesto que dentro de unos meses serían marido y mujer. ¿Por qué atrasar las cosas?

Subió al ascensor y notó que algunos empleados se quedaron estupefactos al notar su presencia. Casi parecían aterrorizados... Y deberían. Dentro de poco, esa empresa sería suya, estaba a punto de adquirirla.

Los cuchicheos no se hicieron esperar: ”Es el Diablo de los negocios".

Aquello le hizo adornar sus labios con una sonrisa burlona. Su fama le precedía, y estaba bien con eso. De lo contrario, no podría haber amasado su fortuna antes de los treinta años, seguiría siendo el segundón, siempre a la sombra de su hermano mayor. Aunque eran como uña y mugre, estaba en sus genes ser competitivos, pero nunca en contra.

Era algo de los Stravakis.

Continuo su andar dominante, directo hacia la oficina de su prometida, Azucena. Ella prefería que le digan Azu, era la hija del socio comercial de su padre, y su matrimonio terminaría por unir dos importantes conglomerados.

Eso los volvería inmensamente poderosos. Stravakis y Accardi Enterprises unidos harían un frente imparable en el mundo de los negocios, estaba totalmente seguro.

La puerta de la oficina de Azucena estaba entreabierta, y Nathaniel iba a empujarla sin previo aviso, como solía hacer. Sin embargo, algo lo hizo detenerse.

Algo que jamás hubiera esperado de alguien tan cercano.

—Te lo prometo, bebé. Muy pronto —susurró una voz femenina.

Nathaniel frunció el ceño. Reconocía ese tono dulce, la voz de Azucena. Pero su siguiente frase hizo que un frío helado recorriera su espalda.

—Él nunca se enterará… Nathaniel está tan ocupado con sus negocios que apenas me presta atención.

El estómago de Nathaniel se revolvió. Se acercó más, su corazón latiendo con fuerza mientras la voz de un hombre respondía:

—Mejor que sea así, preciosa. No quiero problemas. Además… no te voy a compartir con ese imbécil.

Él era el imbécil, eso estaba claro.

Nathaniel empujó la puerta de golpe sin querer escuchar más.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

Azucena se apartó de su acompañante, que no era otro que su tío, Esteban Stravakis. El hombre, con al menos quince años más que ella, se enderezó rápidamente, ajustándose la camisa mientras la culpa se pintaba en su rostro.

Azucena, por su parte, lucía pálida como un fantasma.

—Nathaniel… —murmuró, intentando acercarse a él, pero la mirada de acero que le dirigió la detuvo.

—¿Esto es una broma? —su voz sonaba peligrosamente calmada, un reflejo de la tormenta que estallaba en su interior—. ¿Mi prometida y… mi propio tío?

Esteban abrió la boca, pero Nathaniel no le dio oportunidad.

—Lárgate de aquí, Esteban. Ahora.

El hombre salió a toda prisa con una sonrisa casi asomando sus labios como si hubiera logrado su cometido, dejando a Azucena y a Nathaniel solos. Un silencio incómodo se instaló entre ellos.

—Nathan, no es lo que piensas… —intentó justificarse, pero él la interrumpió.

—¿No es lo que pienso? —se acercó lentamente, su mirada oscura perforándola—. ¿Qué parte no es lo que pienso, Azucena? ¿El hecho de que te vi enredada con mi tío? ¿O el hecho de que planeabas seguir viéndolo a mis espaldas? ¡Estamos a punto de casarnos, maldita sea!

Ella apartó la mirada, incapaz de sostener su mirada. Pero aún así, no pidió perdón ni clemencia.

—Era solo… un error —murmuró, pero su voz carecía de convicción. No se veía arrepentida en verdad.

Nathaniel sintió cómo su paciencia se desvanecía y asco le provocaba un malestar en el estómago.

—¿Un error? No. Un error es olvidar una reunión, no acostarte con otro hombre. Un hombre que bien podría ser tu padre —escupió con desdén.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Nathaniel sintió cómo el peso de la traición se asentaba en su pecho, pero no podía permitirse debilidad. No allí. No frente a ella.

—Se acabó, Azucena. No hay boda, no hay trato, y no hay nosotros.

Ella abrió la boca para protestar, pero él ya había girado sobre sus talones, saliendo de la oficina con pasos firmes. No había nada más que decir.

Mientras bajaba por el ascensor, sintió una mezcla de furia y desilusión. Nunca le había importado tanto la unión de dos imperios como le había importado construir una vida con ella, para por fin darle a su abuelo el cierre que necesitaba para irse de este mundo en paz.

Pero ahora, todo estaba destruido.

Nathaniel Stravakis no era un hombre de quedarse lamentando su suerte. Si Azucena había abierto esa puerta… él también podría abrir otra.

-

Y no tenía idea de que esa puerta estaba a punto de llevarlo directamente a Alexandra Bennet.

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- Alexandra -

Alexandra no había dormido bien en días. Desde aquella noche en que Fernando le mostró su verdadera cara, su vida había dado un giro inesperado. Su hogar, su relación, sus sueños… todo se había derrumbado en cuestión de horas.

Por suerte, Jessica había estado allí para ayudarla. Su mejor amiga no dudó en ofrecerle refugio en su departamento, pequeño pero acogedor, en el centro de Norvill.

—No puedo creer que ese idiota te haya hecho eso… —murmuró Jessica mientras le servía una taza de café bien cargado—. Deberías haberle roto algo más que la nariz.

—Fue la cara —corrigió Alexandra con una sonrisa amarga, aunque sus ojos reflejaban cansancio.

Jessica se sentó a su lado en la pequeña mesa de la cocina y le dio un ligero codazo.

—Mira, Lex… sé que ahora todo parece horrible, pero vas a salir de esto. Eres fuerte. Siempre lo has sido.

—No me siento fuerte —murmuró Alexandra, removiendo el café distraída.

Jessica la observó con atención por unos segundos, antes de sonreír de manera cómplice.

—De hecho… tengo una idea —dijo, y Alexandra levantó la vista con curiosidad—. ¿Recuerdas que te dije que mi jefe es un ogro?

—El “odiado jefe” que te hace trabajar horas extras y te juzga en las posadas navideñas —bromeó Alexandra con una mueca.

—Ese mismo —asintió Jessica—. Bueno, me toca tomar mis vacaciones antes de que acabe el año, pero todavía no tengo a nadie que me reemplace. Pensé en ti.

Alexandra parpadeó sorprendida.

—¿Quieres que trabaje para tu jefe? ¿El mismo que te tiene al borde del colapso?

Jessica soltó una risa.

—No es tan malo si sabes cómo manejarlo. Además, es solo temporal, Lex. Un par de semanas, máximo. Así tendrás algo de dinero mientras decides qué hacer. —Su tono se suavizó—. No puedes quedarte aquí para siempre.

Alexandra bajó la mirada. Sabía que Jessica tenía razón. Necesitaba volver a ponerse de pie, aunque fuera dando pequeños pasos.

—¿Qué tipo de jefe es? —preguntó, aunque la respuesta ya la intuía.

Jessica la miró fijamente.

—Nathaniel Stravakis.

Alexandra sintió que su estómago se revolvía. El Diablo de los negocios. Había oído hablar de él. Un hombre temido en el mundo empresarial, conocido por su carácter implacable y su habilidad para cerrar tratos imposibles.

—¿El Nathaniel Stravakis? —susurró, incrédula.

—Sí. Pero créeme, Lex… es exigente, pero justo. Solo tienes que mantenerte firme y no dejar que te intimide.

Alexandra suspiró. ¿Qué tenía que perder? Ya no quedaba mucho de lo que había construido antes.

—Está bien —aceptó finalmente—. ¿Cuándo empiezo?

Jessica sonrió satisfecha.

—Mañana. Ponte algo bonito. Nathaniel Stravakis aprecia la buena presentación.

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Al día siguiente, Alexandra estaba nerviosa. Se había puesto un conjunto formal: una blusa blanca de seda que resaltaba su piel pálida, una falda negra que moldeaba sus curvas y unos tacones bajos. Su cabello color arena estaba atrapado en un ajustado moño alto y sus ojos grises reflejaban determinación.

Cuando llegó a Stravakis Enterprises, el imponente edificio la intimidó desde el primer momento. Altas paredes de vidrio, pisos relucientes y una elegancia que gritaba poder.

—Señorita Bennet, puede pasar —le indicó la recepcionista después de una breve espera.

Alexandra caminó por el largo pasillo hasta la oficina principal. Respiró hondo antes de golpear la puerta.

—Adelante —una voz profunda y autoritaria resonó desde adentro.

Al abrir la puerta, su mirada se encontró con la de Nathaniel Stravakis.

Estaba sentado tras un escritorio de madera oscura, revisando unos documentos. Alto, musculoso y bronceado, con ojos color miel casi dorados que la estudiaron con una precisión alarmante. Su camisa blanca perfectamente ajustada resaltaba la firmeza de su pecho y sus mangas arremangadas dejaban ver unos antebrazos fuertes y bien definidos.

Alexandra sintió que su boca se secaba. ¿Este hombre era su nuevo jefe? Pensó que más bien sería un viejo verde barrigón, no semejante hombre exquisito... un hombre fuera de su alcance.

"Dioses, Fernando si que me arruinó".

—Señorita Bennet —dijo Nathaniel con voz firme, sin apartar la mirada de ella—. Supongo que Jessica le habló de mí.

Alexandra tragó saliva y asintió.

—Sí, señor Stravakis.

—Bien —sus ojos la recorrieron de pies a cabeza, analíticos, calculadores—. ¿Sabe lo que implica trabajar para mí?

—Jessica me dijo que es… exigente.

Una ligera sonrisa curvó los labios de Nathaniel.

—Eso es un eufemismo.

Alexandra sostuvo su mirada, decidida a no parecer débil.

—Estoy lista para el desafío, señor.

Nathaniel levantó una ceja, como si evaluara su determinación. Finalmente, asintió.

—Veremos si es cierto, señorita Bennet. Bienvenida a Stravakis Enterprises.

Y en ese momento, Alexandra supo que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

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