Haven House, 1817
Después de corroborar que todo estuviera en orden antes de partir hacia Londres, Arthur se dirigió al mausoleo familiar que se erigía dentro de su propiedad. Por un tenso momento contempló el nombre de su hermana tallado en una placa de bronce y recordó uno de los días más tristes de su vida. Presionó con fuerza el ramo de rosas blancas que llevaba consigo y las colocó en el lugar de las flores que ya se habían secado. Suspiró hondo cuando sintió un nudo en la garganta.
Habían pasado doce meses desde su trágica muerte, pero él aún evocaba su frágil cuerpo inerte entre sus brazos mientras regresaba destrozado a los señoríos del ducado para sepultarla junto a su padre.
Rememoró de mala gana que derramó la misma cantidad de lágrimas el día en que su madre se fugó a América con otro hombre, abandonándolo a él y a una bebé recién nacida. En ese entonces apenas era un crío de once años que no podía hacer nada al respecto. Sin embargo, en la actualidad era el duque de Lancaster, un hombre poderoso con influencias y fortuna para hacer y deshacer a su antojo.
Mientras pensaba cómo emplear sus recursos para tomar revancha en nombre de Susan, acarició con sus dedos las letras talladas de su nombre, y una fina lágrima descendió por su mejilla derecha. Tragó grueso al pedirle perdón en silencio a su padre, por no haber cumplido la promesa de cuidar de su pequeña.
—Te juro, padre —dirigió su mirada a la placa conmemorativa en honor al anterior duque—, que la muerte de nuestra pequeña no quedará en vano. Prometo aquí, en este sitio sagrado, que los culpables vivirán en carne propia el dolor de perder a una hermana, la impotencia de no poder hacer nada para impedir que sufra una hija. Te lo juro, padre —aseguró decidido.
Dio media vuelta y regresó a la mansión.
Al ingresar al vestíbulo, se encontró con el mayordomo dando órdenes a unos lacayos. Le dio una mirada fruncida a la cantidad de baúles que Geoffrey mandaba a acomodar en el carruaje que trasladaría sus pertenencias a Londres.
—¿Está seguro que no necesitará de mis servicios en Londres, excelencia? —inquirió el hombre luego de supervisar en persona que todo estuviera en perfecto orden.
Arthur negó con la cabeza, y el mayordomo se resignó a que su señor no volvería a ser el mismo de hace un año. Ya bastante había cambiado con la repentina partida de su madre, pero la muerte de lady Susan lo había vuelto frío y duro como una roca.
—Dile al cochero que se adelante, partiré más tarde por mi cuenta —ordenó, y Geoffrey asintió con la cabeza. El duque dio unos pasos en dirección al comedor, pero se detuvo de improviso. Volvió su vista al viejo mayordomo y suspiró—. Ah, y dile a la señora Edna que se ocupe de todas las habitaciones, en especial de la alcoba que ocupaba… la antigua duquesa. Tal vez, más pronto de lo que imagino, tengamos a una nueva señora —emitió sin emoción alguna, y el hombre abrió los ojos por la sorpresa.
—¡Oh, excelencia! —Una sonrisa incrédula se formó en sus labios. Estaba asombrado por la noticia, pero feliz de que el duque por fin hubiera tomado la decisión de buscar esposa y dejar aquella solitaria y salvaje vida recluido en Haven House con las esporádicas visitas del vizconde de Lyngate—. Es la mejor noticia que me ha podido dar. No sabe cuánto esperé a que llegara este momento. Creí que moriría sin verlo formar una familia —acotó entusiasta, como pocas veces se lo había visto.
—Pues no eres el único, yo también espero con ansias ese momento —reveló Arthur, y salió del vestíbulo.
Intrigado, el mayordomo lo siguió de cerca y esperó una u otra instrucción, pero el duque no volvió a decir nada. Caminó tras él hasta la cocina, donde tomó una manzana que devoró mientras se dirigía hacia las caballerizas. Si había algo que le apasionaba a Arthur, eran sus caballos, y Geoffrey estaba seguro de que allí sería la última requisa de su excelencia antes de marcharse.
Cuando llegaron a los establos, el mozo ya tenía ensillado al caballo del duque; le tendió las riendas del fastuoso ejemplar que aguardaba inquieto.
Tormenta estaba acostumbrado a que su amo lo dejara correr a voluntad hasta saciar aquellas ganas de escapar que parecía tener cada vez que lo ensillaban. Sin embargo, Arthur sabía que solo era la vena salvaje que seguía latente en el espíritu del inigualable ejemplar que él mismo adiestró. Y se parecían tanto que era imposible que él no comprendiera lo que Tormenta necesitaba: desahogo, igual que él.
—Excelencia… —susurró Geoffrey con cautela. El caballo dio unas cuantas vueltas con Arthur ya montado a su lomo y el mayordomo comprendió que, si no hacía rápido aquella pregunta que tenía en la punta de la lengua, su señor era capaz de aflojar las riendas para que Tormenta lo atropellara—. Lo que ha dicho hace un momento, ¿significa que ya ha escogido a la candidata adecuada?
La sonrisa ladina que le dedicó el duque le puso los pelos de punta.
—¿Tú qué crees, Geoffrey? ¿Tienes alguna duda? —El hombre alto y canoso palideció por completo. Entornó los ojos y los labios le temblaron por no saber que responder—. ¿Qué sucede? —preguntó burlón—. ¿Acaso te comieron la lengua los ratones?
—Excelencia… —pronunció en tono de súplica—, no cometa una injustica sin estar seguro de los hechos. Usted sabe los motivos de lord Lyngate…
Arthur presionó con fuerza las riendas al oír injusticia y frunció el ceño.
—No soy un fantoche y sé de los motivos personales del vizconde, pero también me he ocupado todo este tiempo de averiguar las cosas por mi propia cuenta, y resulta que Lyngate no desvió demasiado los hechos.
—Pero, excelencia…
—Sabes el aprecio y la confianza que te tengo, Geoffrey, pero también eres consciente de que no me gusta que te inmiscuyas en mis asuntos —zanjó con rudeza, y el hombre asintió sin remedio.
El duque espoleó su caballo y partió hacia el lago donde siempre se refugiaba cuando algo lo perturbaba.
Tormenta corrió como si de ello dependiera su vida mientras su amo lo alentaba a aumentar el galope. Arthur, aunque siempre se mostraba imperturbable o inmune a tener emociones, por dentro sentía un agobio inexplicable que le oprimía el pecho hasta el punto de sentir que estaba ahogándose. Las lágrimas secadas por el viento que chocaba con su rostro, le demostraban a él mismo que la impotencia de perder a todos los que amaba, le dolía mucho más de lo que admitía y que la única manera de aplacar un poco el odio que lo embargaba, era haciendo lo único que sabía hacer: lastimar a quien lo lastimaba.
Siempre había sido de ese modo. No conocía otra manera.
Cuando el semental árabe al fin se conformó, estiró despacio las riendas para que atenuara la marcha y se dirigió a la orilla del pequeño lago que bordeaba el bosque en su propiedad. Bajó del caballo, anudó las riendas a la rama de un árbol y caminó despacio por la orilla.
—Susan… —susurró de pronto y suspiró. Tomó una pequeña roca y la lanzó al agua—. Pequeña…
Cerró los párpados y buscó entre sus recuerdos alguna imagen de su hermana que lo reconfortara, pero sus manos volvían a revivir el día en que la abrazó desde Londres hasta Reading, mientras lloraba con amargura suplicándole que despertara.
Por la comisura de sus ojos, escaparon dos cristales que descendieron despacio por su rostro. Arthur comenzó a temblar.
Había hecho el intento, pero no encontraba una sola razón válida para pensar como lo hacía Geoffrey.
—Lo siento… —volvió a murmurar y abrió los ojos.
Estos habían cambiado de expresión y parecían mirar hacia un futuro que solo él conocía.
LondresEn Devon House, lady Claire Bradbury despertó con su habitual buen humor y tocó la campana para que su doncella acudiera a ayudarla a arreglarse. Se sentó ante el tocador, dejando que Amalia le cepillara la lustrosa melena castaña, mientras miraba fijamente sus ojos azules pálidos, reflejados en la superficie pulida del espejo. El elegante recogido liberaba algunos mechones que enmarcaban su delicioso rostro de belleza clásica, cuyo fuerte eran los labios carnosos y sonrosados. Había aceptado un paseo a caballo por Hyde Park con lord Essex, por lo que la doncella escogió un traje de montar color azul clásico que le sentaba de maravilla a su piel alabastro y realzaba su esbelta figura.De todas las invitaciones que recibió para ese día, prefirió la del conde de Essex más que nada por curiosidad. Él no había demostrado interés hacia ella en el baile de los duques de Derby, y, desde la repentina muerte de la dama a quien pretendió la temporada pasada, no había sido visto en event
Con su cara apoyada al torso tibio que percibía por encima de la tela de la camisa, aspiró hondo el aroma varonil que destilaba el hombre.—¿Se encuentra bien, milady? —inquirió el caballero con una voz gruesa, pero apacible al oído de Claire. El caballo se había detenido, pero ella seguía aferrada a quién le acababa de hablar—. Ya se encuentra a salvo, no hay nada que temer —acotó de nuevo, con su aliento cálido rozando la piel de la nuca de Claire.Ella se estremeció y sintió una fuerte opresión en el pecho. Despacio, comenzó a respirar con normalidad y abrió los párpados. Al elevar la vista se encontró con unos profundos ojos pardos que la calaban con intensidad. Conmocionada por aquella impresionante mirada, fijó la suya en el rostro del hombre.Un repentino calor invadió las mejillas de Claire cuando recorrió sin pudor cada tramo de la atractiva cara del caballero. Se quedó inmersa en los inusuales ojos felinos que parpadeaban bajo unas largas pestañas negras. Su llamativo rostro
Claire ingresó ofuscada a su residencia, seguida de cerca por Amalia. Se quitó los guantes y golpeó nerviosa la palma derecha con ellos. Se sentía furiosa, y no precisamente con el conde de Essex, sino consigo misma por haber perdido el sentido del decoro ante el desconocido que salvó su vida.A pesar de que la mañana era fresca y agradable, sus manos sudaban y tenía las mejillas sonrojadas.—¿Se siente bien, milady? —preguntó Amalia, quien aguardó paciente a que su señora se desahogara.—No lo puedo entender, Amalia… —dijo ella, subiendo las escaleras para dirigirse a su alcoba. De pronto se detuvo y la doncella casi choca con su espalda. Se volteó y preguntó—: ¿Crees que alguien se dio cuenta del incidente?Se sentía realmente una tonta. Arriesgó su reputación por un hombre a quien siquiera conocía y del que seguramente no volvería a saber nada.—La única persona que llegó en el instante en que usted regresaba fue lady Lyngate, pero ambas sabemos, milady, que a ella no le conviene d
La cena transcurrió en un apacible silencio en Lancaster House. Cuando los comensales terminaron, se dirigieron al estudio principal para beber y conversar sobre los sucesos ocurridos por la mañana.Arthur, quien residía en Londres desde hace un mes, sirvió dos copas de coñac y le tendió una al conde de Essex, quien se encontraba sentado delante de la chimenea apenas avivada. Tomó asiento frente a él y bebió un sorbo, manteniendo fija la mirada en el caballero rubio que lo veía expectante.Lord Essex había regresado de América tras recibir aquella inquietante misiva en la que el duque le informaba sobre sus planes y solicitaba su ayuda. Ambos eran muy buenos amigos desde la infancia, ya que crecieron en señoríos contiguos. Aunque Arthur le llevaba un par de meses a Cromwell, habían estudiado juntos y el conde era el único quién comprendía, sin necesidad de mediar palabra, al duque de Lancaster. Además, guardaba emociones profundas por la difunta lady Susan, y ambos estuvieron a punto
Las invitaciones llegaban sin cesar a Devon House, al igual que los ramos de flores silvestres. A Claire la entusiasmaba el hecho de que siempre iban acompañadas de tarjetas con poemas que delataban el anhelo del pretendiente anónimo que poco a poco despertaba su curiosidad. Sin embargo, la mirada penetrante de aquel desconocido y el agarre firme que empleó en su talle aún la aturdían gran parte de la noche. Llevaba días de aquella manera y todavía las entrañas le quemaban cuando rememoraba la sonrisa ladina que le había dedicado.—La siento muy tensa, milady —advirtió madame Maxim, la célebre modista de la calle Bruton, trayendo de vuelta de sus pensamientos a Claire.—Lo lamento, madame —se disculpó ella—. ¿Hemos terminado? —inquirió, refiriéndose a la toma de medidas que estuvo haciendo Maxim para los vestidos que había encargado.—Hemos terminado, milady. —La modista decidió dar por concluida aquella entrevista, ya que la dama demostraba poco interés en dar su opinión sobre encaje
Tras un viaje sin incidentes, el carruaje con el emblema del duque de Devon se sumó a la larga fila de coches que aguardaban para llegar hasta la entrada iluminada por antorchas. Cuando al fin el coche se detuvo, Charles ayudó a las damas a apearse, y pronto se hallaron subiendo la magnífica escalinata iluminada por donde hacían su aparición los invitados.Al llegar arriba fueron recibidos por lady Lyngate, quien le propinó una mirada sugerente al duque, cosa que no pasó desapercibida a su hermana. Intercambiaron algunas palabras triviales e ingresaron al salón de baile en el momento en que fueron anunciados por los lacayos que escoltaban la entrada.Lady Claire, quien apenas dio unos pasos en el salón, fue abordada de inmediato por Barney Milborne, barón de Sandys y pretendiente suyo desde la temporada anterior.—Luce arrebatadora, milady. —Tomó la mano enguantada de Claire y prácticamente rozó los nudillos con sus labios, algo que incomodó a la dama. Ella tiró de inmediato su mano—.
Arthur se sentía sofocado en aquel atuendo que se ajustaba a todas las partes de su anatomía. La levita negra impedía el movimiento libre de los brazos y la chalina que se anudaba a su cuello parecía querer estrangularlo. Sin embargo, la mirada que le prodigaban las madres y sus hijas le daba a entender que Essex tenía razón y que cualquier dama estaría complacida de dispensarle su tiempo; incluso una dama como lady Claire Bradbury.—Cambia tu cara o parecerá que tienes alguna vara metida dentro de la camisa —se burló Thomas antes de ingresar al salón de baile—. Eres un duque, mi querido amigo, es inconcebible que no puedas vestir como la etiqueta manda.—Hace tiempo no me pongo estos trajes pomposos que detesto. —Movió el cuello y bufó antes de que lo anunciaran en la entrada.—Debemos separarnos o la dama sospechará si nos ve llegar juntos. Mucha suerte —deseó lord Essex y palmeó su espalda, perdiéndose en un rincón sin que los lacayos lo anunciaran.Cundo dio los primero pasos, los
Claire sonreía triunfal mientras terminaba el último baile antes del segundo vals.Logró que Charles cumpliera la promesa de bailar con sus mejores amigas y se había reencontrado con el hombre que la salvó en el parque; la noche no podía marchar mejor. Solo restaba poder compartir un instante a solas con el duque, y qué mejor momento que el baile que le concedió.Se sentía un poco acalorada, por lo que su compañero fue por bebidas luego de dejarla en compañía de Mary y Sophie Staton, ya que la siguiente pieza no se la había reservado a nadie y a ella no le incomodaba charlar con el caballero. Parecía sensato, era atractivo e inteligente, así que aceptó encantada cuando le ofreció un aperitivo.—Lord Wigmore es un gran partido y no ha apartado su atención de ti, querida —mencionó Sophie con sinceridad al referirse al joven conde—. ¿Qué te parece, Claire? ¿Sería posible que consideraras una oferta de su parte?Ella sonrió cómplice, dando a entender que existía aquella posibilidad.—En r