Reading
Haven House, 1816
Un caballo a todo galope se acercó repentinamente a la casa de campo del duque de Lancaster; sitio que, después de una intensa jornada de caza, se encontraba en súbito silencio.
Arthur Wellesley, duque de Lancaster, ordenó que llenaran la bañera con agua tibia para poder relajar sus músculos, mientras sopesaba la posibilidad de aceptar la oferta matrimonial que le había hecho esa misma tarde su mejor amigo: Thomas Cromwell, conde de Essex.
Su pequeña Susan, como llamaba con cariño a su hermana menor, se encontraba incursionando su segunda temporada y había rechazado innumerables ofertas de matrimonio por su ferviente convicción de casarse por amor. Aunque, era improbable que no consiguiera un buen partido, tanto por su cuantiosa dote como por su innegable belleza, consideraba que lord Essex era el candidato más adecuado y no quería dejar pasar más tiempo para tomar una decisión sobre el asunto.
Mientras se despojaba de sus prendas y se metía al agua, suspiró complacido ante la idea de una unión entre el conde y lady Susan. Sería perfecto y su pupila concretaría un excelente matrimonio con el hombre a quien consideraba como hermano.
Su cabeza reposaba en el borde de la tina y su musculoso cuerpo se hallaba hundido en el agua cuando la puerta se entreabrió con sigilo. Sonrió con malicia sin abrir los ojos; sabía de quién se trataba.
Oyó el suave sonido del agua rellenar la bañera, y luego unas pequeñas pero firmes manos tallaron su pecho a la vez que los diminutos dedos hurgaban y tiraban con cuidado del denso vello oscuro del torso.
—Te estaba esperando… —murmuró animado a Mery, la exuberante criada que se ocupaba de atenderlo cuando él se encontraba en Haven House, lejos de todo protocolo y etiqueta obligatoria que lo refrenaba siempre de decir o hacer lo que en realidad deseaba.
Tomó de las muñecas a la criada y la hizo caer al agua, sobre sus piernas. Abrió los párpados despacio para dejar a la vista aquellos ojos tan pardos y brillantes como los de un felino a punto de cazar a su presa.
Mery jadeó al intuir lo que le haría su atractivo y apasionado amo. Sin embargo, en el instante en que cerró sus ojos para recibir los favores de su excelencia, la puerta se abrió de golpe y el duque, sorprendido por tal intromisión, se puso de pie, lo que contribuyó a que la mujer se hundiera en el agua.
—¡Oh, excelencia! —el mayordomo, Geoffrey, desvió la vista. Su amo tomó un paño para cubrir sus partes—. Lamento interrumpirlo, pero ha llegado un mensajero desde Londres y le urge entregarle una misiva en mano propia —se excusó antes de que el duque le reclamara por su manera de ingresar a sus aposentos.
—¿De Londres? —afirmó el mayordomo—. Hazlo pasar a la cocina y dile a la señora Edna que le sirva algo de comer mientras me pongo algo decente. Si es urgente, debió cabalgar sin descanso hasta aquí —instruyó al lacayo, haciendo alusión a su esposa y ama de llaves de la enorme mansión.
—Como ordene, excelencia. —Inclinó con elegancia la cabeza y dirigió su vista reprobatoria hacia la muchacha, que aún no se decidía en salir o no del agua.
—Retírate, Mery —ordenó Arthur sin lugar a reproches—. Al parecer, esta noche no precisaré de tus servicios —acotó con ironía. Miró burlón a Geoffrey, quien reprobaba en silencio la conducta escandalosa de su señor con la servidumbre.
Su excelencia no era conocido precisamente por ser amable o considerado. Siempre había sido dueño de un carácter impetuoso y rara vez le importaba las habladurías sobre su persona. No obstante, había hecho todo lo posible por aparentar afabilidad para que su única hermana nunca tuviera inconvenientes o reproches por la conducta de su tutor y lograra un matrimonio conveniente.
Con el pelo húmedo, ataviado con una camisa amplia de lino, una calza que se ajustaba a sus torneados muslos y botas, Arthur bajó hasta la cocina dispuesto a averiguar la urgencia del mensajero.
Este, en cuanto lo vio, se incorporó de inmediato para realizar una torpe reverencia.
—Olvide las formalidades. ¿Cuál es la urgencia? —increpó con voz gruesa y el ceño fruncido.
El hombre se apresuró a extraer de su vieja chaqueta la misiva y se la entregó de inmediato.
Arthur, al identificar el sello del sobre, lo abrió extrañado.
¿Por qué el vizconde de Lyngate le enviaría un recado tan urgente?
Patidifuso, rompió el sello para dar con la inesperada nota que, a medida que la leía, desencajaba más su semblante. Geoffrey y Edna quedaron turbados al ver palidecer tanto a su señor, quien se tambaleó y tuvo que sostenerse de la mesa para no caer al suelo.
—Excelencia… —susurró Geoffrey, preocupado y con suma curiosidad sobre el contenido de la carta que perturbó tanto a Arthur.
—A-a-aquí… —tartamudeó; su mano tembló al levantar la misiva— dice que es un hombre de confianza —se dirigió al mensajero.
—El vizconde me ha ordenado servirlo en todo cuanto usted ordene, excelencia.
—¿Sabe el contenido del mensaje? —inquirió, y el hombre afirmó—. ¿Cuándo… ocurrió? —su voz salió estrangulada.
Geoffrey comprendió que el amo no se sentía nada bien. Con prisa acercó una silla tras él, pero Arthur se negó a tomar asiento. Seguía apoyado en la mesa, con la nota en un puño y la vista fija en la madera.
—Anoche, excelencia.
—¿Cómo…? —murmuró para sí mismo—. ¡Cómo, maldición! —Bramó con furia, volteándose a tomar la silla, que unos instantes atrás el mayordomo le ofreció, para aventarla contra la pared—. ¡¿Cómo pudo pasar?!
Los tres, perturbados, se sobresaltaron con aquella reacción violenta del duque. Guardaron absoluto silencio, temerosos de que cualquier palabra o acción aumentara la evidente ira que estaba experimentando. Arthur Wellesley se había transformado por completo.
Comenzó a arrasar con todo lo que había a su paso. Vociferó improperios, expelió maldiciones y otras tantas palabras irreproducibles. Cuando ya no había nada que pudiera arrojar contra la pared o el piso, se detuvo. Emitió un grito aterrador y cayó de rodillas, con las manos cubriendo su rostro.
Minutos después, se incorporó con la respiración agitada, la mirada sombría y ordenó que prepararan dos de sus mejores caballos para partir de inmediato a Londres.
Geoffrey deseaba saber el motivo de tanta furia, pero no se atrevió a indagar sobre el asunto. Conocía al temperamental duque desde pequeño y sabía que solo tiraría más leña al fuego si se le ocurría abrir la boca en ese momento.
Con una pelliza como abrigo y su capa por encima, subió al lomo de Tormenta, el semental árabe que hacía poco tiempo adquirió y amaestró él mismo. Al mensajero le asignaron otro caballo competente, capaz de seguirle el paso a la montura del duque.
Sin proferir una sola palabra, Geoffrey vio alejarse con prisa a su señor, mientras en sus adentros vaticinó una inminente desgracia.
Sumido en sus pensamientos, Arthur no hacía más que espolear su caballo para que no disminuyera la velocidad.
Estaban a punto de llegar a Londres y él aún no podía convencerse de la noticia.
«Imposible», se repetía, reproduciendo en su mente las palabras escritas por Lyngate:
Estimado duque
Lamento en lo profundo tener que ser precisamente yo el portador de tan terribles noticias. Sin embargo, mi deber como amigo de su difunto padre y de usted mismo, me obliga a informarle del trágico accidente en carruaje que ha sufrido su hermana, lady Susan.
Es imperiosa su presencia en Londres para resolver el asunto con la mayor discreción posible, dada las circunstancias.
Joe, el mensajero, es un hombre de mi entera confianza y está al tanto de los sucesos. Puede confiar en él.
Por favor, cuando llegue a la ciudad, diríjase de inmediato a Lyngate House.
Atentamente,
Anthony Huxley, vizconde de Lyngate
Aún faltaba para el amanecer cuando los caballos se detuvieron frente a Lyngate House. La distancia que separaba Reading de Londres era alrededor de cuarenta y cinco millas, por lo que el trayecto no les llevó toda la madrugada.
Arthur bajó del caballo, tiró las riendas al mozo y subió los escalones con prisa, siendo precedido por el mayordomo que parecía aguardar su llegada, al igual que el vizconde.
—Excelencia… —el vizconde se apresuró en recibir a un pálido Arthur—, sígame a mi despacho. —Dio media vuelta y precedió al duque para guiarlo.
Una vez dentro de una imponente biblioteca revestida de un lustrado roble con estantes llenos de libros, un gran escritorio y una chimenea con el fuego avivado, Lyngate le ofreció asiento. Pero el duque rechazó tajante la oferta y solo caminó hasta la chimenea.
Con la mirada fija en el fuego y las manos en puño, habló:
—Dígame que se trata de un malentendido y que no le ha ocurrido nada a mi hermana.
—Lo siento, excelencia.
—¿Qué quiere decir con eso, Lyngate? —Lo contempló con esos pardos ojos que llameaban a causa de su enojo.
—Lo que decía mi nota, es lo que en verdad ocurrió. Lady Susan…
—No lo diga —lo interrumpió—. No se atreva a decirme que mi hermana está muerta —amenazó, señalándolo con un dedo.
—Lo siento mucho, pero Lady Susan está muerta.
—¡Le he dicho que no se atreva decir que mi hermana está muerta! —Caminó furioso hasta el vizconde y lo tomó de las solapas de su levita negra—. Retráctese y dígame que es un error; que se ha equivocado y mi hermana se encuentra en Lancaster House, sana y salva como la he dejado al marcharme de la ciudad.
Lyngate mantuvo firme su mirada en los ojos amenazadores del duque.
—He hecho todo lo posible por ocultar la noticia dada las circunstancias —prosiguió—. Necesitamos actuar con prontitud si quiere preservar el buen nombre de su difunta hermana.
—¿A qué se refiere? —Lo soltó despacio, frunció el ceño y aguardó impaciente a que explicara lo sucedido.
—Lady Susan no iba sola. Al parecer, estaba huyendo hacia Gretna Green con su…
Arthur abrió los ojos con sorpresa.
—¡No! —Vociferó, y negó con la cabeza—. Imposible. Mi hermana nunca haría algo así.
—Lo cierto es que —Lyngate hizo caso omiso a la negativa del duque— la otra parte involucrada ha comenzado a mover sus influencias para resguardar el buen nombre familiar. Debemos apresurarnos.
El cuerpo de Arthur comenzó a temblar, incrédulo con lo que escuchaba. Sus ojos brillaron por las lágrimas que intentaba no derramar. Un ahogado sollozo escapó de él y tuvo que tomar asiento para asimilar la noticia sin desplomarse por la impresión.
—¿Dónde está su cuerpo? —inquirió con dificultad.
—En una cabaña a las afueras de la ciudad. Me he ocupado de que no se desvele la noticia, pero creo que debemos apresurarnos para que nadie peque de indiscreto.
—Necesito… —Cerró los ojos y respiró hondo—. Necesito verla con mis propios ojos. —Se puso de pie a duras penas.
—Lo llevaré de inmediato.
Lancaster, con mucha dificultad pudo subir a su caballo y seguirle el paso a las otras dos monturas hasta la zona boscosa a la que se había referido lord Lyngate. Mientras avanzaban, su corazón parecía querer estallar, porque en el fondo de su ser, algo le decía que todo lo que el vizconde dijo era verdad.
Se cuestionó su incapacidad para no haber intuido que algo grande estaba sucediendo ante sus narices.
Debió ser más cuidadoso y mantener resguardada a su única hermana de las garras de algún libertino que solo buscaba el beneficio del matrimonio con ella. Porque, si estaban huyendo, le quedaba claro que el hombre en cuestión no tenía buenas intenciones.
Susan era bella y rica; era lógico que alguien sin escrúpulos o algún rufián en apuros económicos la incitara a huir para que él no interfiriera en su decisión. Sin embargo, nunca tuvo indicios de que su hermana estuviera interesada en alguien. Ni la más mínima sospecha.
Tal vez, si hubiera sido más accesible y menos riguroso, ella le habría confiado aquel secreto que, al parecer, se llevó a la tumba.
«¿Cómo sucedió? ¿En qué momento? ¿Quién era él?».
Se convenció de que las respuestas a sus preguntas estaban justo frente a él, cuando por fin llegaron a una cabaña levantada a la orilla de un pequeño lago que el vizconde utilizaba cada vez que salía de caza. Al borde del agua, delante de la puerta principal del refugio, se erigía un enorme sauce que ocultaba parte de la fachada ante los ojos indiscretos.
Siguió a Joe y a Lyngate, quienes ingresaron por debajo de las ramas caídas del árbol, donde se encontró con un carruaje frente a la puerta. Respiró hondo cuando el lacayo la abrió y dejó salir un aire intenso y fuerte.
Dentro había dos hombres: uno alto, de aspecto rudo y con vestimenta pintoresca, que salió del sitio apenas ellos ingresaron. El otro era un hombre mayor, calvo y bajo.
Arthur dio unos pasos hacia el interior del lugar, pero se detuvo de golpe. Temblaba y era incapaz de continuar porque estaba reacio a descubrir la verdad.
El hombre calvo se puso de pie y pareció tambalear cuando vio al duque de Lancaster, por lo que titubeó a la hora de hablar.
—Doctor Baker —dijo el vizconde.
—Milord —replicó, e inclinó la cabeza a modo de saludo. Sin embargo, no pudo hacer lo mismo con el duque, quien caminó hacia él al recuperar la cordura.
—¿Dónde está? —quiso saber Lancaster.
El doctor Baker se hizo a un lado para que Arthur viera un estrecho catre cubierto por una manta gastada. Este tragó con dificultad y a pasos torpes se acercó. Cuando estuvo en frente, se puso de cuclillas y con la mano temblorosa deslizó la tela, dejando a la vista el rostro de su hermana.
Un alarido indescriptible escapó desde el fondo de su garganta y sus lágrimas cayeron sobre la tez pálida de lady Susan, quien parecía dormir en ese camastro. El duque, sumido en un profundo dolor, lloró con amargura sobre el cadáver, sintiéndose culpable por aquel fatídico final.
Luego de un largo momento de desahogo, restregó sus lágrimas con el dorso de su mano y fue hasta el médico, lo tomó de la chaquetilla y lo levantó al aire.
—¡¿Quién estaba con ella?! —inquirió poseído por la rabia.
—Lo siento, excelencia, pero no puedo revelárselo.
Arthur lo sujetó con firmeza y estampó el cuerpo regordete contra la pared de madera.
—¿Cuánto le pagaron?
—No sé de qué habla, excelencia… —musitó aterrorizado mientras el duque presionaba su cuerpo con violencia.
—Le pagaré diez veces más de lo que recibió, si me dice quién iba en ese carruaje con la dama.
El doctor Baker miró de reojo al vizconde, quien asintió con la cabeza como si le estuviera dando permiso para revelar la identidad del acompañante de lady Susan.
—Se trata de uno de los hijos del duque de Devon —inició—. Al parecer, iban a alta velocidad y una de las ruedas se desprendió porque cayeron al barranco. La señorita murió al instante por un golpe en la cabeza, pero el joven fue trasladado de inmediato a mi consultorio para recibir atención. Sin embargo, perdió mucha sangre y no lo soportó.
—¿Por qué no se llevaron también a mi hermana? —preguntó furioso—. ¿Acaso ella no merecía ser salvada?
—El hombre que los encontró dijo que la señorita ya no tenía signos de vida, por lo que sería una pérdida de tiempo…
—¿Pérdida de tiempo? —increpó—. ¡¿Salvar a mi hermana era una pérdida de tiempo?!
—Comprenda: no fui yo quien los encontró. No es culpa mía en absoluto.
El médico temblaba de miedo; las manos le sudaban y sentía un escalofrío recorrer su espalda. Temía que en cualquier momento, el duque demonio —como era conocido por su endiablado carácter—, perdiera los estribos y lo terminara matando con sus propias manos. No obstante, debía seguir al pie de la letra las instrucciones que había recibido, o de todos modos terminaría muerto y lanzado a un barranco.
—¿Quiere decir que fueron los Bradbury quienes la dejaron a su suerte?
—Exacto, excelencia —intervino el vizconde, quien se había mantenido al margen y dejado que el duque descargara su ira contra Baker—. El duque de Devon y su hijo mayor no tuvieron la más mínima intención de salvar a lady Susan. Tal vez, si también se hubieran ocupado de darle auxilio, ella hubiera tenido probabilidades de sobrevivir.
Arthur respiraba con dificultad y estaba abrumado por un incipiente odio; se convenció de aquella débil acusación mientras regresaba hasta el cuerpo inerte de su hermana.
Se inclinó, le propinó un largo beso en la frente y le murmuró:
—Juro que pagarán por haberte dejado morir, pequeña. Por nuestro padre, te prometo que vengaré tu muerte, y los Bradbury vivirán en carne propia el sentimiento que padezco hoy.
Entonces la cargó entre sus brazos, y temblando por la desolación, salió de la cabaña para montarse al carruaje.
Haven House, 1817Después de corroborar que todo estuviera en orden antes de partir hacia Londres, Arthur se dirigió al mausoleo familiar que se erigía dentro de su propiedad. Por un tenso momento contempló el nombre de su hermana tallado en una placa de bronce y recordó uno de los días más tristes de su vida. Presionó con fuerza el ramo de rosas blancas que llevaba consigo y las colocó en el lugar de las flores que ya se habían secado. Suspiró hondo cuando sintió un nudo en la garganta.Habían pasado doce meses desde su trágica muerte, pero él aún evocaba su frágil cuerpo inerte entre sus brazos mientras regresaba destrozado a los señoríos del ducado para sepultarla junto a su padre.Rememoró de mala gana que derramó la misma cantidad de lágrimas el día en que su madre se fugó a América con otro hombre, abandonándolo a él y a una bebé recién nacida. En ese entonces apenas era un crío de once años que no podía hacer nada al respecto. Sin embargo, en la actualidad era el duque de Lanca
LondresEn Devon House, lady Claire Bradbury despertó con su habitual buen humor y tocó la campana para que su doncella acudiera a ayudarla a arreglarse. Se sentó ante el tocador, dejando que Amalia le cepillara la lustrosa melena castaña, mientras miraba fijamente sus ojos azules pálidos, reflejados en la superficie pulida del espejo. El elegante recogido liberaba algunos mechones que enmarcaban su delicioso rostro de belleza clásica, cuyo fuerte eran los labios carnosos y sonrosados. Había aceptado un paseo a caballo por Hyde Park con lord Essex, por lo que la doncella escogió un traje de montar color azul clásico que le sentaba de maravilla a su piel alabastro y realzaba su esbelta figura.De todas las invitaciones que recibió para ese día, prefirió la del conde de Essex más que nada por curiosidad. Él no había demostrado interés hacia ella en el baile de los duques de Derby, y, desde la repentina muerte de la dama a quien pretendió la temporada pasada, no había sido visto en event
Con su cara apoyada al torso tibio que percibía por encima de la tela de la camisa, aspiró hondo el aroma varonil que destilaba el hombre.—¿Se encuentra bien, milady? —inquirió el caballero con una voz gruesa, pero apacible al oído de Claire. El caballo se había detenido, pero ella seguía aferrada a quién le acababa de hablar—. Ya se encuentra a salvo, no hay nada que temer —acotó de nuevo, con su aliento cálido rozando la piel de la nuca de Claire.Ella se estremeció y sintió una fuerte opresión en el pecho. Despacio, comenzó a respirar con normalidad y abrió los párpados. Al elevar la vista se encontró con unos profundos ojos pardos que la calaban con intensidad. Conmocionada por aquella impresionante mirada, fijó la suya en el rostro del hombre.Un repentino calor invadió las mejillas de Claire cuando recorrió sin pudor cada tramo de la atractiva cara del caballero. Se quedó inmersa en los inusuales ojos felinos que parpadeaban bajo unas largas pestañas negras. Su llamativo rostro
Claire ingresó ofuscada a su residencia, seguida de cerca por Amalia. Se quitó los guantes y golpeó nerviosa la palma derecha con ellos. Se sentía furiosa, y no precisamente con el conde de Essex, sino consigo misma por haber perdido el sentido del decoro ante el desconocido que salvó su vida.A pesar de que la mañana era fresca y agradable, sus manos sudaban y tenía las mejillas sonrojadas.—¿Se siente bien, milady? —preguntó Amalia, quien aguardó paciente a que su señora se desahogara.—No lo puedo entender, Amalia… —dijo ella, subiendo las escaleras para dirigirse a su alcoba. De pronto se detuvo y la doncella casi choca con su espalda. Se volteó y preguntó—: ¿Crees que alguien se dio cuenta del incidente?Se sentía realmente una tonta. Arriesgó su reputación por un hombre a quien siquiera conocía y del que seguramente no volvería a saber nada.—La única persona que llegó en el instante en que usted regresaba fue lady Lyngate, pero ambas sabemos, milady, que a ella no le conviene d
La cena transcurrió en un apacible silencio en Lancaster House. Cuando los comensales terminaron, se dirigieron al estudio principal para beber y conversar sobre los sucesos ocurridos por la mañana.Arthur, quien residía en Londres desde hace un mes, sirvió dos copas de coñac y le tendió una al conde de Essex, quien se encontraba sentado delante de la chimenea apenas avivada. Tomó asiento frente a él y bebió un sorbo, manteniendo fija la mirada en el caballero rubio que lo veía expectante.Lord Essex había regresado de América tras recibir aquella inquietante misiva en la que el duque le informaba sobre sus planes y solicitaba su ayuda. Ambos eran muy buenos amigos desde la infancia, ya que crecieron en señoríos contiguos. Aunque Arthur le llevaba un par de meses a Cromwell, habían estudiado juntos y el conde era el único quién comprendía, sin necesidad de mediar palabra, al duque de Lancaster. Además, guardaba emociones profundas por la difunta lady Susan, y ambos estuvieron a punto
Las invitaciones llegaban sin cesar a Devon House, al igual que los ramos de flores silvestres. A Claire la entusiasmaba el hecho de que siempre iban acompañadas de tarjetas con poemas que delataban el anhelo del pretendiente anónimo que poco a poco despertaba su curiosidad. Sin embargo, la mirada penetrante de aquel desconocido y el agarre firme que empleó en su talle aún la aturdían gran parte de la noche. Llevaba días de aquella manera y todavía las entrañas le quemaban cuando rememoraba la sonrisa ladina que le había dedicado.—La siento muy tensa, milady —advirtió madame Maxim, la célebre modista de la calle Bruton, trayendo de vuelta de sus pensamientos a Claire.—Lo lamento, madame —se disculpó ella—. ¿Hemos terminado? —inquirió, refiriéndose a la toma de medidas que estuvo haciendo Maxim para los vestidos que había encargado.—Hemos terminado, milady. —La modista decidió dar por concluida aquella entrevista, ya que la dama demostraba poco interés en dar su opinión sobre encaje
Tras un viaje sin incidentes, el carruaje con el emblema del duque de Devon se sumó a la larga fila de coches que aguardaban para llegar hasta la entrada iluminada por antorchas. Cuando al fin el coche se detuvo, Charles ayudó a las damas a apearse, y pronto se hallaron subiendo la magnífica escalinata iluminada por donde hacían su aparición los invitados.Al llegar arriba fueron recibidos por lady Lyngate, quien le propinó una mirada sugerente al duque, cosa que no pasó desapercibida a su hermana. Intercambiaron algunas palabras triviales e ingresaron al salón de baile en el momento en que fueron anunciados por los lacayos que escoltaban la entrada.Lady Claire, quien apenas dio unos pasos en el salón, fue abordada de inmediato por Barney Milborne, barón de Sandys y pretendiente suyo desde la temporada anterior.—Luce arrebatadora, milady. —Tomó la mano enguantada de Claire y prácticamente rozó los nudillos con sus labios, algo que incomodó a la dama. Ella tiró de inmediato su mano—.
Arthur se sentía sofocado en aquel atuendo que se ajustaba a todas las partes de su anatomía. La levita negra impedía el movimiento libre de los brazos y la chalina que se anudaba a su cuello parecía querer estrangularlo. Sin embargo, la mirada que le prodigaban las madres y sus hijas le daba a entender que Essex tenía razón y que cualquier dama estaría complacida de dispensarle su tiempo; incluso una dama como lady Claire Bradbury.—Cambia tu cara o parecerá que tienes alguna vara metida dentro de la camisa —se burló Thomas antes de ingresar al salón de baile—. Eres un duque, mi querido amigo, es inconcebible que no puedas vestir como la etiqueta manda.—Hace tiempo no me pongo estos trajes pomposos que detesto. —Movió el cuello y bufó antes de que lo anunciaran en la entrada.—Debemos separarnos o la dama sospechará si nos ve llegar juntos. Mucha suerte —deseó lord Essex y palmeó su espalda, perdiéndose en un rincón sin que los lacayos lo anunciaran.Cundo dio los primero pasos, los