Londres
En Devon House, lady Claire Bradbury despertó con su habitual buen humor y tocó la campana para que su doncella acudiera a ayudarla a arreglarse. Se sentó ante el tocador, dejando que Amalia le cepillara la lustrosa melena castaña, mientras miraba fijamente sus ojos azules pálidos, reflejados en la superficie pulida del espejo. El elegante recogido liberaba algunos mechones que enmarcaban su delicioso rostro de belleza clásica, cuyo fuerte eran los labios carnosos y sonrosados. Había aceptado un paseo a caballo por Hyde Park con lord Essex, por lo que la doncella escogió un traje de montar color azul clásico que le sentaba de maravilla a su piel alabastro y realzaba su esbelta figura.
De todas las invitaciones que recibió para ese día, prefirió la del conde de Essex más que nada por curiosidad. Él no había demostrado interés hacia ella en el baile de los duques de Derby, y, desde la repentina muerte de la dama a quien pretendió la temporada pasada, no había sido visto en eventos sociales hasta ese momento; algo que resultaba bastante llamativo.
El desayuno lo tomó en el comedor en compañía de su madre, con quien se disculpó cuando el mayordomo le anunció la llegada del conde, quien fue bastante insistente en escoger su montura de entre los nuevos ejemplares que había adquirido en su viaje al extranjero.
Sobre el lomo de una vivaz yegua gris, Claire lucía soberbia mientras avanzaba en un trote apacible al lado del semental bayo que montaba lord Essex.
El parque se encontraba casi vacío, ya que era temprano para los habituales paseos matutinos que daba la flor y nata de la alta sociedad.
—Me sorprendió bastante su invitación, milord —inició Claire, para romper aquel rígido e incómodo silencio que envolvió el momento.
Thomas Cromwell, conde de Essex, era un hombre alto, atlético y rubio, el clásico caballero inglés con una seriedad imperturbable y una mirada celeste indescriptible. A pesar de su reserva, siempre se lo consideró un hombre bastante atractivo y un candidato ideal para cualquier dama de edad casadera. Sin embargo, se había ido de Londres hace un año, y acababa de regresar.
—¿Eso significa que solo aceptó mi invitación por pura curiosidad, milady? —replicó complacido.
Claire no pudo negar que había acertado y se limitó a sonreír sin darle respuesta.
—Había oído que se encontraba residiendo en América. ¿Puedo preguntar el motivo de su repentino regreso? —inquirió ella un tanto audaz.
El conde abrió los ojos con sorpresa por el aplomo que demostraba Claire.
—Este año cumplo treinta y es tiempo de escoger esposa, milady.
—¿En América no hay mujeres que cumplan los requisitos para convertirse en su condesa, milord?
Thomas, después de mucho tiempo, rio con ganas al oír su conjetura.
—¿Puedo decirle algo con absoluta franqueza? —Preguntó él, y ella afirmó con la cabeza—. Resulta bastante gracioso que, para personas de nuestro estatus, que ostentamos poder y riqueza, no podamos escoger a la persona con quien pasaremos el resto de nuestra vida. Ese es el principal motivo de mi regreso a Londres: buscar a la candidata adecuada, según las perspectivas de nuestra sociedad, para continuar el linaje familiar.
—Comprendo… —susurró ella un tanto apenada por abordarlo de esa manera.
—Me agrada que no se guarde nada, milady. Por damas como usted vale la pena renunciar a la soltería. He oído que no le han faltado propuestas, pero que no ha aceptado ninguna. ¿Puedo saber cuáles son los requisitos para que el caballero en cuestión llegue a conmoverla?
Esta vez quien rio con ganas fue ella.
—No existen tales requisitos. Solo no me he sentido tan segura o muy desesperada para aceptar las ofertas que he recibido.
—Ya veo… —murmuró Essex, dando por terminada esa reveladora conversación.
Ambos siguieron en silencio con su paseo bajo la atenta mirada de la carabina de Claire, quien a lo lejos se había reunido con otras mujeres que llevaban a los hijos de sus señores a jugar al parque.
—Creo que debemos regresar —sugirió ella, intentando tirar las riendas de la yegua gris para dirigirla hacia la entrada del parque. Sin embargo, esta se negó a obedecer la orden de quien la montaba y comenzó a inquietarse.
—¿Necesita ayuda, milady?
El semental bayo se acercó a la yegua gris y Claire, quien se consideraba a sí misma una consumada amazona, negó con un movimiento de cabeza.
—Puedo con ella, milord —dijo tajante.
El conde se alejó un poco de ella, sin perderla de vista ni un segundo. Sería fatal que algo le ocurriera a la dama en su compañía.
Claire trató de dirigir la situación manteniéndose firme e imperturbable sobre el animal, que cada vez se removía con mayor fuerza, y en ese momento supo que corría peligro. Cuando estuvo a punto de pedir ayuda a lord Essex, la yegua se volteó de improviso y echó a correr por un ancho camino que se adentraba a la parte más boscosa del parque.
Intentó mantener la calma y se aferró a su montura a sabiendas de que su vida dependía de ello. Tiró varias veces más de las riendas, pero fue inútil: la yegua estaba furiosa por algo que Claire no comprendía.
Una rama que no logró esquivar le apartó el sombrero, que salió volando, y sintió la fuerte brisa alborotar su peinado. Cerró con fuerza sus párpados y respiró varias veces, con la firme convicción de que la única alternativa que le quedaba era lanzarse del caballo y afrontar las consecuencias.
«¿Qué podía suceder además de romperme el pescuezo?», pensó irónica, y lamentó su prominente desgracia.
«Que sea lo que el destino quiera…», sopesó en su interior dispuesta a saltar del caballo antes de que la guiara a una zona donde fuera imposible hacerlo sin que la caída sea peor.
De pronto sintió unas manos firmes rodearla de la cintura y colocarla a resguardo entre un duro torso y unos fuertes brazos. Ella temblaba; alguien la llevaba sobre otra montura y el animal fue atenuando su marcha a medida que los segundos pasaban. Una vez que se sintió segura, hundió su rostro en el pecho de su benefactor, manteniendo los ojos cerrados hasta que por fin el caballo se detuvo. Aquellos brazos la presionaron más contra su pecho, y ella se aferró al cuerpo de quien la acababa de auxiliar de un inminente accidente, al tiempo que los latidos de su corazón aumentaron.
Con su cara apoyada al torso tibio que percibía por encima de la tela de la camisa, aspiró hondo el aroma varonil que destilaba el hombre.—¿Se encuentra bien, milady? —inquirió el caballero con una voz gruesa, pero apacible al oído de Claire. El caballo se había detenido, pero ella seguía aferrada a quién le acababa de hablar—. Ya se encuentra a salvo, no hay nada que temer —acotó de nuevo, con su aliento cálido rozando la piel de la nuca de Claire.Ella se estremeció y sintió una fuerte opresión en el pecho. Despacio, comenzó a respirar con normalidad y abrió los párpados. Al elevar la vista se encontró con unos profundos ojos pardos que la calaban con intensidad. Conmocionada por aquella impresionante mirada, fijó la suya en el rostro del hombre.Un repentino calor invadió las mejillas de Claire cuando recorrió sin pudor cada tramo de la atractiva cara del caballero. Se quedó inmersa en los inusuales ojos felinos que parpadeaban bajo unas largas pestañas negras. Su llamativo rostro
Claire ingresó ofuscada a su residencia, seguida de cerca por Amalia. Se quitó los guantes y golpeó nerviosa la palma derecha con ellos. Se sentía furiosa, y no precisamente con el conde de Essex, sino consigo misma por haber perdido el sentido del decoro ante el desconocido que salvó su vida.A pesar de que la mañana era fresca y agradable, sus manos sudaban y tenía las mejillas sonrojadas.—¿Se siente bien, milady? —preguntó Amalia, quien aguardó paciente a que su señora se desahogara.—No lo puedo entender, Amalia… —dijo ella, subiendo las escaleras para dirigirse a su alcoba. De pronto se detuvo y la doncella casi choca con su espalda. Se volteó y preguntó—: ¿Crees que alguien se dio cuenta del incidente?Se sentía realmente una tonta. Arriesgó su reputación por un hombre a quien siquiera conocía y del que seguramente no volvería a saber nada.—La única persona que llegó en el instante en que usted regresaba fue lady Lyngate, pero ambas sabemos, milady, que a ella no le conviene d
La cena transcurrió en un apacible silencio en Lancaster House. Cuando los comensales terminaron, se dirigieron al estudio principal para beber y conversar sobre los sucesos ocurridos por la mañana.Arthur, quien residía en Londres desde hace un mes, sirvió dos copas de coñac y le tendió una al conde de Essex, quien se encontraba sentado delante de la chimenea apenas avivada. Tomó asiento frente a él y bebió un sorbo, manteniendo fija la mirada en el caballero rubio que lo veía expectante.Lord Essex había regresado de América tras recibir aquella inquietante misiva en la que el duque le informaba sobre sus planes y solicitaba su ayuda. Ambos eran muy buenos amigos desde la infancia, ya que crecieron en señoríos contiguos. Aunque Arthur le llevaba un par de meses a Cromwell, habían estudiado juntos y el conde era el único quién comprendía, sin necesidad de mediar palabra, al duque de Lancaster. Además, guardaba emociones profundas por la difunta lady Susan, y ambos estuvieron a punto
Las invitaciones llegaban sin cesar a Devon House, al igual que los ramos de flores silvestres. A Claire la entusiasmaba el hecho de que siempre iban acompañadas de tarjetas con poemas que delataban el anhelo del pretendiente anónimo que poco a poco despertaba su curiosidad. Sin embargo, la mirada penetrante de aquel desconocido y el agarre firme que empleó en su talle aún la aturdían gran parte de la noche. Llevaba días de aquella manera y todavía las entrañas le quemaban cuando rememoraba la sonrisa ladina que le había dedicado.—La siento muy tensa, milady —advirtió madame Maxim, la célebre modista de la calle Bruton, trayendo de vuelta de sus pensamientos a Claire.—Lo lamento, madame —se disculpó ella—. ¿Hemos terminado? —inquirió, refiriéndose a la toma de medidas que estuvo haciendo Maxim para los vestidos que había encargado.—Hemos terminado, milady. —La modista decidió dar por concluida aquella entrevista, ya que la dama demostraba poco interés en dar su opinión sobre encaje
Tras un viaje sin incidentes, el carruaje con el emblema del duque de Devon se sumó a la larga fila de coches que aguardaban para llegar hasta la entrada iluminada por antorchas. Cuando al fin el coche se detuvo, Charles ayudó a las damas a apearse, y pronto se hallaron subiendo la magnífica escalinata iluminada por donde hacían su aparición los invitados.Al llegar arriba fueron recibidos por lady Lyngate, quien le propinó una mirada sugerente al duque, cosa que no pasó desapercibida a su hermana. Intercambiaron algunas palabras triviales e ingresaron al salón de baile en el momento en que fueron anunciados por los lacayos que escoltaban la entrada.Lady Claire, quien apenas dio unos pasos en el salón, fue abordada de inmediato por Barney Milborne, barón de Sandys y pretendiente suyo desde la temporada anterior.—Luce arrebatadora, milady. —Tomó la mano enguantada de Claire y prácticamente rozó los nudillos con sus labios, algo que incomodó a la dama. Ella tiró de inmediato su mano—.
Arthur se sentía sofocado en aquel atuendo que se ajustaba a todas las partes de su anatomía. La levita negra impedía el movimiento libre de los brazos y la chalina que se anudaba a su cuello parecía querer estrangularlo. Sin embargo, la mirada que le prodigaban las madres y sus hijas le daba a entender que Essex tenía razón y que cualquier dama estaría complacida de dispensarle su tiempo; incluso una dama como lady Claire Bradbury.—Cambia tu cara o parecerá que tienes alguna vara metida dentro de la camisa —se burló Thomas antes de ingresar al salón de baile—. Eres un duque, mi querido amigo, es inconcebible que no puedas vestir como la etiqueta manda.—Hace tiempo no me pongo estos trajes pomposos que detesto. —Movió el cuello y bufó antes de que lo anunciaran en la entrada.—Debemos separarnos o la dama sospechará si nos ve llegar juntos. Mucha suerte —deseó lord Essex y palmeó su espalda, perdiéndose en un rincón sin que los lacayos lo anunciaran.Cundo dio los primero pasos, los
Claire sonreía triunfal mientras terminaba el último baile antes del segundo vals.Logró que Charles cumpliera la promesa de bailar con sus mejores amigas y se había reencontrado con el hombre que la salvó en el parque; la noche no podía marchar mejor. Solo restaba poder compartir un instante a solas con el duque, y qué mejor momento que el baile que le concedió.Se sentía un poco acalorada, por lo que su compañero fue por bebidas luego de dejarla en compañía de Mary y Sophie Staton, ya que la siguiente pieza no se la había reservado a nadie y a ella no le incomodaba charlar con el caballero. Parecía sensato, era atractivo e inteligente, así que aceptó encantada cuando le ofreció un aperitivo.—Lord Wigmore es un gran partido y no ha apartado su atención de ti, querida —mencionó Sophie con sinceridad al referirse al joven conde—. ¿Qué te parece, Claire? ¿Sería posible que consideraras una oferta de su parte?Ella sonrió cómplice, dando a entender que existía aquella posibilidad.—En r
—¿Eran de usted? —Él asintió. Claire percibió un repentino calor en la nuca y el frenético pálpito en su pecho. De pronto, sintió una gran necesidad de preguntar—: ¿Por qué, excelencia? —Arthur la miró sin comprender—. El motivo de enviarme flores con aquellas notas anónimas —aclaró—. Además, estoy segura de que no ha bailado con nadie más esta noche y no soy la única que piensa eso al respecto —observó, refiriéndose a todas las miradas que los seguían.Él enarcó una ceja y sonrió.—Si le digo la verdad, ¿promete que no saldrá corriendo?—Lo prometo.—Usted me gusta —confesó sin tapujos, desconcertando a una palidecida Claire.¿Cómo era posible que su excelencia le confesara indecorosamente que le gustaba?¡Era inapropiado abordarla de aquella manera, en un baile!El aire comenzó a fallarle y casi cedió un paso en falso, mas los fuertes brazos del duque ejercieron presión en su talle y recordó el lugar donde estaban. Con todo el aplomo del que podía ser dueña, se irguió para que Arthu