Desastre

El tic-tac del reloj colgado en la pared de la clínica privada resonaba como un tambor en su cabeza.

Isabella tenía las manos frías, el estómago revuelto y una sola palabra dando vueltas como una nube negra en su mente: "imposible".

Había pasado poco más de un mes desde su encuentro con Alexander, el hombre que la había marcado para toda la vida.

—Señorita Reyes —llamó la enfermera con voz suave.

Isabella se levantó lentamente y entró al consultorio. La doctora era joven, de rostro amable. Llevaba una carpeta en la mano y una mirada que intentaba ser reconfortante.

—Ya tengo tus resultados.

Isabella asintió, pero no dijo nada. No podía. Sentía que si abría la boca, iba a vomitar el miedo. Jamás había estado tan asustada como en ese momento.

—Estás embarazada, Isabella. Aproximadamente de cinco semanas.

Silencio.

Todo a su alrededor pareció alejarse: el sonido, el color, el aire.

Su mano fue rápidamente hacia su garganta, sentía que no podía respirar. De pronto todo le estaba dando vueltas y el pánico se apoderaba de ella, congelando todo su cuerpo.

—¿Embarazada? —repitió, como si la palabra le supiera a idioma desconocido.

La doctora asintió con suavidad.

—¿Te gustaría que te recomiende un obstetra? ¿O necesitas apoyo psicológico?

Isabella negó con la cabeza. Se levantó como una autómata, rompiendo el pánico que la estaba atrapando, y salió con la receta en la mano, sin escuchar nada más.

Caminó por la calle con las piernas temblorosas, como si flotara. La ciudad seguía su ritmo indiferente.

Nadie parecía notar que el mundo de Isabella acababa de volverse del revés. Nadie parecía percatarse del caos que estaba teniendo lugar dentro de ella, ni de que estaba aterrorizada.

Cinco semanas ¡Cinco! La misma noche en que conoció a Alexander, aquel desconocido con ojos verdes y una sonrisa que la desarmó, ahora la había convertido en madre.

Aquel que desapareció de su vida con la misma rapidez con la que había llegado… aunque en realidad fue ella quien se marchó.

Pensó una manera de contactarlo, pero no tenía su apellido, ni su número, ni una manera de buscarlo. Solo su rostro grabado a fuego en su memoria.

Tenía los latidos de otro corazón dentro de ella… y no había forma de encontrar al padre.

---

Horas más tarde, Isabella entraba a la oficina donde trabajaba como asistente de diseño en una agencia de publicidad cutre, con jefes con egos inflados y valores inexistentes.

El señor Calderón, su jefe directo, la esperaba en su escritorio. La miró con la sonrisa que siempre le ponía los pelos de punta. Esa sonrisa que decía “sé que tienes miedo de perder tu trabajo, y eso me da poder”.

—Llegas tarde, Isabella.

—Tuve una cita médica —dijo ella, sin dar explicaciones.

—Tienes cara de haber recibido una noticia importante.

—Lo fue.

Él la miró unos segundos más. Luego se levantó, caminó hacia ella como si fuera dueño del espacio, de su tiempo, de su sueldo.

—Sabes, podrías haber evitado muchos de tus problemas si simplemente… hubieras sido un poco más amable conmigo.

—¿Amable? —repitió Isabella, conteniendo el temblor y el asco en su voz.

—No soy un monstruo, Isabella, pero todo el mundo tiene un límite. Y el mío se acabó.

Le extendió un sobre.

—Estás despedida.

Isabella no lo creyó al principio. Pensó que era una broma, una amenaza más, pero cuando abrió el sobre y vio la notificación oficial, su cuerpo entero se congeló, por segunda vez en el día.

—No puedes hacer esto.

—Puedo, y lo hice.

Ella no podía permitirse un despido, no podía quedarse son trabajo con la noticia que justo había acabado de recibir.

Ahora no solo tenía que velar por sí misma, sino por otra vida, una que estaba creando en su interior y dependía de ella por completo.

A pesar del miedo, Isabella plantó sus pies con firmeza sobre el suelo y lo miró directo a los ojos con la amenaza clara en los suyos.

—No, no puedes porque, si lo haces, te acusaré con recursos humanos. Esta no es la primera vez que me insinúas lo mucho que hiciste cambiado mi posición aquí si hubiese... ¿cómo acabas de decir? ¡Ah, sí! Si hubiese sido más amable contigo.

La mirada de él se endureció.

—Creo que la noticia te ha afectado de mala manera. Yo nunca he insinuado nada.

—Lo has hecho, sabes que sí y, si me despides, me asegúrate de reportarte. Soy una excelente trabajadora y todos aquí me conocen, nadie dudará de mi palabra.

—Puede ser, pero sin pruebas ni testigos, solo será tu palabra contra la mía. La palabra del jefe ¿Quién se atreverá a decir algo? Vamos, adelante, te reto a que lo hagas.

Ella apretó los puños, temblando de rabia y miedo y, a pesar de que no quería mostrarse débil delante de ese imbécil, una lágrima se le escapó y rodó por su mejilla.

La ira le había ganado. Quería hacer algo, quería darle su merecido, pero estaba atada de pies y manos. No había nada que pudiera hacer.

—Me iré, pero recuerda bien mis palabras, un día reapareceré frente a ti y convertiré tu vida en un completo infierno. Te haré pagar con creces lo que me estás haciendo hoy. Que no se te olvide nunca.

—No harás nada. No eres más que una maldita perra con aires de grandeza —le respondió él escupiendo cada palabra.

—Puede que tengas razón, pero seré la maldita perra que acabe con tu vida. Te lo prometo y me lo prometo a mí misma.

Sin más, Isabella salió del edificio. La máscara de fortaleza de le cayó al estar sola y las lágrimas rodaron libres por sus mejillas.

Su vida estaba hecha todo un desastre.

Sin trabajo.

Sin ingresos.

Embarazada.

Sola.

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