Crisis

Isabella salió del edificio sin poder contener las lágrimas.

Se sentía más perdida que nunca. No tenía ni idea de qué hacer, hacia quién acudir, estaba sola y desolada.

Por pura costumbre, cruzó la calle y se metió en una cafetería vacía. Pidió un vaso de agua y se sentó en una esquina, con las manos cubriéndose el rostro, cubriendo las gotas que no paraban de caer.

Tenía las mejillas rojas, el maquillaje corrido y el cabello hecho un completo desastre. Ella era el reflejo exacto del desastre que la había rodeado por completo y que ahora la acompañaba.

Cuando menos lo esperaba, su teléfono vibró. Era un mensaje de Valentina, su mejor amiga.

“¿Todo está bien? No sé por qué, pero tengo una sensación extraña y me tiene incómoda. ¿Dónde estás?”

A pesar de todo, Isabella no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa en su rostro.

Su mejor amiga y ella se conocían desde hacía tanto tiempo y habían pasado por tantas cosas juntas que habían desarrollado como un sexto sentido la una hacia la otra.

No demoró mucho en darse cuenta de que Valentina estaba preocupada por ella. Isabella apenas podía teclear, pero respondió.

“Estoy en la cafetería de la esquina. Necesito hablar contigo. Ven, por favor.”

Entre la noticia del embarazo repentino, el despido y la discusión que había tenido con el imbécil de su jefe, Isabella se había abrumado.

En otras circunstancias, lo primero que hubiera hecho, sería llamar a su mejor amiga, ella era su ancla, pero los nervios y la desolación no le habían permitido pensar con claridad.

Diez minutos después, su amiga entraba, con cara de alarma.

—¿Qué pasó? —solo le hizo falta mirar a Isabella para darse cuenta de que fuera lo que fuera que había sucedido, era grande y malo, muy malo.

Isabella alzó la mirada. Tenía los ojos hinchados, el rimel corrido, las manos aún temblando. Su voz salió como un susurro.

—Estoy embarazada.

No hizo falta nada más. Valentina se sentó a su lado, tomó sus manos entre las suyas y escuchó todo lo que había acontecido. Sin dudas, era demasiado para un solo día.

Isabella vació todo lo que tenía contenido en su interior. Sus miedos, el terror que la azotaba, la incertidumbre de lo que depararía el futuro y la sensación de que estaba sola.

Valentina se quedó en silencio. No por temor, sino por la sorpresa y por la magnitud de toda la situación. Escuchó cada palabra de su amiga y, luego, la consoló mientras lloró por largos minutos.

—¿Y el padre…? —fue lo primero que le preguntó cuando Isabella logró recomponerse un poco.

—No tengo forma de encontrarlo. Solo sé su nombre. Alexander.

—No sabía que te estabas viendo con alguien. No te estoy recriminando nada, solo me he quedado un poco sorprendida.

—Es que no lo he hecho. Alexander es el chico con el que estuve aquella noche en la gala a la que me llevaste ¿recuerdas? —le responde Isabella.

Por un momento, su cabeza la lleva a esa noche de nuevo, a recordar la sensación de estar caminando sobre las estrellas, algo muy diferente a lo que estaba sucediendo en la actualidad.

—¿El chico del que te enamoraste a primera vista? —los ojos de Valentina se abren de pasar en otras al hacer la pregunta.

—No me enamoré, Val. Sí qué fue especial, pero es imposible que me haya enamorado, eso solo sucede en las películas, pero sí, es ese chico.

Valentina asintió, entendiendo sin más explicaciones.

—¿Y el trabajo? ¿Tienes algo pensado?

Isabella baja la mirada y niega con su cabeza.

—No tengo ni idea de qué hacer. Me despidió. El cerdo de Calderón me despidió como si nada, riéndose en mi propia cara.

Valentina suelta un suspiro largo, lleno de rabia contenida, queriendo darle un merecido también a ese cabrón.

—Vamos a arreglar esto. Pero ahora, necesitas descansar y pensar en ti. Moveremos cielo y tierra y te conseguiremos un trabajo. Eres inteligente y tu currículum es espectacular, estoy convencida de que no tardaremos en encontrar uno y será mejor del que tenías —mira directamente a su amiga a los ojos— Estaré aquí para ti, Isa y seré la mejor tía del mundo. Vas a estar bien, te lo prometo.

Esa noche, en su pequeño apartamento, Isabella se recostó sobre su cama, una mano sobre su vientre, la otra sobre la frente, como si pudiera calmar el huracán que llevaba dentro.

Miró al techo, y por primera vez en su vida, tuvo miedo de verdad. Miedo real. Miedo de quedarse sola. Miedo de fallarle a esa pequeña vida que ya crecía en su interior.

Una lágrima rodó silenciosa por su mejilla, al parecer no podía parar de llorar ese día.

—No tengo nada —susurró al vacío—. Pero te juro que voy a pelear por ti con garras y uñas. Aunque no tenga idea de cómo.

El viento golpeó la ventana. Isabella cerró los ojos y por un instante, deseó volver a aquella noche, solo para preguntarle su maldito apellido.

Pensaba que tenía que luchar por el bebé que venía en camino, de lo que no tenía ni idea era de que no sería uno, sino tres.

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