Tras el pesado maquillaje, se escondía un rostro que ocultaba las marcas de las noches en vela y el cansancio de un trabajo duro e indigno que apenas le permitía lujos, aparte de lo que el propio proxeneta le permitía. Bajo la luz del escenario, una lágrima recorría la mejilla de Sara Reese en llamativos rasgos, y, sin embargo, sin que se notara su dolor, mantenía esa falsa sonrisa, mientras saboreaba el agua salada que corría por su mejilla y entraba en su boca abierta.Los hombres aplaudieron al final de otra actuación que a ella le había encantado al principio, pero que con el tiempo se había convertido en su gran martirio. Luego hizo una reverencia y, al levantarse, sus ojos recorrieron al público que la aclamaba. Pero ya no podía darles las gracias. Ya no podía hacer ningún gesto después de haberse desmayado delante de toda aquella gente.Aun así, ante el repentino malestar, todavía había suficientes pervertidos como para desearla así. Y probablemente lo habrían hecho, de no ser,
Los ojos del hombre se abrieron de par en par, sorprendidos. Estaba seguro de que la pobre joven había muerto, y todo porque él se había encargado de cerrar las puertas y echarles el cerrojo desde fuera. Entonces empezó a temblar, creyendo con cada hueso de su cuerpo que aquella alma había regresado para vengarse de una injusticia que había cometido recientemente. Y por mucho que intentara negarlo, el espíritu burlón seguía riéndose de su desgracia y de su clara desesperación. Agarró los delicados hombros de Sara Reese y la colocó frente a él como un escudo protector contra cualquier daño que aquel ser maligno pudiera hacerle.– ¡Bu! – se mofó.Pero para sorpresa de todos, el antiguo conserje se orinó en sus propios pantalones, demostrando hasta qué punto podía superarse a sí mismo en su evidente cobardía.Madson se limitó a reírse de lo patético que podía llegar a ser, y aunque era gracioso, su corazón seguía lleno de dolor y resentimiento.En ese momento, Sara se apartó de él, empuj
El hombre, de rostro adusto, cayó de lado en el suelo, retorciéndose por la tos y, sin embargo, ante su visible sufrimiento, Sara Reese no movió un músculo para ayudarle. Se limitó a mirarlo, tendido en el suelo. Mientras la distinguida mujer pasaba con sus lujosos zapatos que valían más de dos meses del salario que Sara había ganado con tanto esfuerzo.El hombre se volvió boca abajo en el suelo y casi agarró la pierna de Madson Reese como quien pide ayuda a gritos, pero que podría haberla hecho tropezar fácilmente y hacerla caer con él. Pero retrocedió. Madson Reese estaba indignado.Sara Reese estaba segura de que esta era realmente la mujer que decía ser Verona, porque Madson Reese no era más que una niña idiota que sentía compasión por cualquiera. Había nacido con el don del perdón, y ese era sin duda su calvario. Pero en ese momento, Madson Reese le miró como una cucaracha mientras apartaba los pies del hombre.– No me toques. Apestas.Sara Reese se ofendió tanto como el hombre,
Cesare Santorini cogió de la mano a la joven vengativa que intentaba seguir los pasos rápidos y visiblemente nerviosos del hombre distinguido y siempre muy formal. ¿Qué le ocurría? No era Madson. No podía ser. La mujer que acababa de conocer era vengativa, burlona y poco a poco le estaba volviendo loco. Pero no era una locura buena. Su corazón estaba lleno de dudas, paranoia e inquietud. No eran los sentimientos ligeros que la mujer a la que tanto había amado le había transmitido, incluso con una mirada dulce y sencilla, desde lejos, mientras sufría por todo lo que él había hecho. Y no, el hombre no echaba de menos lo que había hecho. De hecho, si el precio que tenía que pagar para que ella no llorara era lo que él sabía que ella había sufrido, él aceptaría cualquier cosa. Lo permitiría todo.– ¡Sujétate! Cesare, lentamente.Madson Reese le suplicó que dejara de arrastrarla por la ciudad, pero él la ignoró. Estaba concentrado en algo que ella no podía identificar, y eso la molestaba t
Los ojos de Madson Reese se llenaron de confusión al recorrer la mirada tormentosa de Cesare Santorini. Seguía esperando una respuesta como el hombre más atormentado del planeta.– ¿Cómo conoces ese apodo, Verona? Solo personas muy cercanas lo conocían.– ¡Lady Lucy!Ni siquiera estaba segura de que la madre de Cesare lo supiera, pero tenía que creer que él pensaba que ella lo sabía. Era su única salida. Así que esperó impaciente a que el hombre volviera a reaccionar de forma conflictiva.Se pasó una mano por el pelo y respiró hondo, aunque no pareció aliviado por la respuesta, porque no era lo que más deseaba oír. Entonces dejó de mirar el rostro de la mujer que, por primera vez, le buscaba de verdad, como suplicando atención.– Pensaba...– Lo sé. Sé lo que pensaste.– Lo siento, lo siento.– Estoy acostumbrado. Y si realmente era tan buena como dices, me alegro de parecerme a ella.– Ella no era de hielo, Verona.– ¿Cómo sabes que no lo era?– Una persona de hielo nunca escribiría
Madson Reese miraba por la ventana cómo Cesare Santorini se encariñaba cada vez más con sus hijos, con los que insistía en jugar fuera de casa, y el sentimiento que la imagen causaba en ella era casi irreparable.Parecía extraño que, por mucho que se abriera a Verona, no se revelara nada sobre su pasado. ¿Mató realmente a Madson Reese? La duda la consumía por dentro tan violentamente que ya no podía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar, así que empezó a forzar los pies para recorrer los rincones de aquella habitación, mientras la imagen tras la ventana del segundo piso de la mansión solo mostraba una escena de anuncio de una familia feliz.Casi se mordió las uñas perfectas preguntándose si debería resolver la situación de una vez por todas. ¿Por qué tanto juego? ¿Por qué fingir? Ella ni siquiera había empezado la historia. No era su libre albedrío, sino el deseo de una señora que quería castigar a su hijo como se merecía. ¿Y quién podía saber más de castigar a un hijo que su madr
Lady Lucy se apresuró a salir de la casa sin que la gente se enterara. Luego partió en dirección al coche familiar que estaba aparcado delante de la mansión, a su disposición, como Cesare le había ordenado. Esperó a que le abrieran la puerta y se sentó con la mirada alejada de todo, porque estaba ensimismada. Estaba preocupada por Verona, o por Madson... Así que se ajustó su abrigo de visón importado y observó cómo el paisaje de la granja se alejaba cada vez más de sus ojos claros.No pasó mucho tiempo antes de que el apacible paisaje teñido de verde fuera sustituido por los inconfundibles colores de los establecimientos y casas de lujo de la ciudad. Y en cuanto el coche se detuvo, sin demora, ella se apeó con la ayuda del conductor, que la apoyó cogiéndola de las manos. Pero ella ni siquiera le miró para darle las gracias. Estaba demasiado concentrada en resolver el problema como para ocuparse de nada más en ese momento.La mujer se alejó unas manzanas de la ciudad sin que la siguier
El hombre ebrio se quedó mirando a la lujosa mujer como si fuera un espejismo más. Uno de los muchos que su visión borrosa por el alcohol le había provocado a lo largo de muchas noches en vela. A pesar de todo, entró en la destartalada casa, dejando la puerta abierta de par en par tras de sí.– ¿Señora Lucy? ¿Qué hace usted aquí?– Necesito hablar con usted. Es muy urgente.– ¿De verdad tienes un secreto? ¿Lo has guardado todo este tiempo? Podríamos haberlo usado para conseguir dinero. ¿Por qué no me lo dijiste?– ¡Fuera de aquí! – ordenó el hombre. Su tono de voz aún sonaba tranquilo, pero su aspecto denotaba lo que ocurriría más tarde, como todas las noches.– ¿Qué ha dicho? – preguntó ella.– Vete a dar un paseo. Ya me ocuparé de ti más tarde. – El hombre amenazó, y Sara Reese sabía exactamente lo que eso significaba.– ¿Por qué? ¿Por qué no quiere que me quede aquí? ¿Por qué teme que escuche esta conversación? – replicó Sara, aun sabiendo que sería castigada.El hombre le dedicó u