3. Revelaciones Amargas

Después de una semana de agónica espera tras la entrevista, estaba completamente segura de que el hotel no se molestaría en llamarme. En la cocina, preparaba la cena mientras mi teléfono recibía, como de costumbre, numerosas llamadas de José. Esa noche, su tono cambió cuando me llamó para informarme que tenía que hacer un viaje y regresaría anoche. En una llamada posterior, propuso vernos en nuestro restaurante favorito esta noche. Dejé la sartén y contesté.

—¿Sí? —dije.

—¿Por qué tan seca? ¿Asistirás a la cena? —preguntó él.

—¿Quieres que vaya?

—Sí, vamos. Es tu favorito.

—Corrijo, tu favorito.

—Estoy abajo esperando. —al escuchar eso, mi sangre hirvió y apagué la estufa. Fui a mi closet, tomé un abrigo y me miré al espejo. Con mis jeans, un suéter negro de cuello alto, estaba más que formal para la ocasión. ¿De qué serviría vestirme linda para alguien que ya sabía que no se casaría conmigo? Caminé hacia el auto de él.

—José… —él estaba fuera de su auto apoyado en él. Se acercó para darme un abrazo, el cual acepté, pero lo alejé enseguida, mirándolo con enojo y molestia.

—¿Todo bien? —preguntó él, tomándome por el hombro.

—Sí, ¿nos vamos? —nos subimos al auto y condujo hasta aquel restaurante donde nos hicimos novios, donde me prometió una vida entera y donde servían la lasaña que me gustaba. Al llegar, comencé a sentirme incómoda por mi vestimenta tan corriente. Pero no me importó, esta era mi esencia y siempre había estado aparentando algo que realmente no era.

Nos sentamos en nuestro lugar habitual, con esa vista magnífica a la ciudad. Miré a través del cristal mientras él, como siempre, pensaba en qué comer para luego pedir lo de siempre. Esperé a que el mesero llegara a la mesa, momento en el cual José habló.

—Me traes unas almejas de entrada, plato fuerte, quiero una ensalada César y para ella… —me señaló con la mirada.

—Me traes una lasaña y una limonada. —dije cortante. Miré a José y entregué mi menú, volviendo a perderme en el cristal que daba a la ciudad.

—¿Tienes algo? —dijo él, tomando mi mano, a lo que, sin quererlo, retiré la mía de inmediato.

—No, solo es cansancio. He estado buscando empleo y… —me di cuenta de su mirada, se puso rígido y carraspeó. Sabía que volvería aquella discusión.

—Ya sabes lo que dije… No tienes que trabajar, para eso estoy yo. Yo puedo darte una vida llena de lujos. —dijo, inflando el pecho. Cuando volví a mirar el cristal, vi el reflejo de alguien acercándose. ¿Alessandro? Me volteé para ver cómo tocaba el hombro de José.

—¡Alessandro! —exclamó José, levantándose para darle un abrazo. —Quiero presentártela. —me señaló, y aunque aún miraba a Alessandro, recordé aquella noche de hace una semana. Sin pensarlo, me levanté y extendí la mano.

—Isabel, un gusto… —y como si él supiera que su presencia despertaba pensamientos inapropiados, tomó mi mano y la besó, enviando un escalofrío por todo mi cuerpo.

—Es un placer, mi lady. —aquellas palabras salidas de sus labios me hacían estremecer. José se dio cuenta de mi reacción e interrumpió nuestro saludo.

—¿Estás en una cita?

—Sí, de trabajo. —él miró su mesa, donde una rubia esbelta y elegante aguardaba. Fue entonces cuando me miré a mí misma, sabiendo que Alessandro me observaba y predecía que me estaba comparando con ella.

—Vaya, ¡qué mujer! —comentó José.

—Yo no haría eso, ¿frente a tu novia? —dijo Alessandro, mirándome a los ojos. —Ella también es linda a los ojos de otros. Deberías cuidarla. —José bufó y rio.

—Ella sabe que la amo, no hace falta decirle cosas lindas ahora, después de tantos años juntos.

—¡Ay, José! No porque seas dueño de la Industria, significa que no debes trabajar en ella. —Alessandro rio, y en ningún momento dirigió su mirada hacia José. —Cuidado, podrías perder algo que supuestamente es seguro. —le guiñó un ojo y se retiró.

Lo vi alejarse y sentarse con la chica en la mesa. Parecían estar en una cita, más que en una reunión de trabajo. Pero, ¿por qué me importaba lo que él hacía? Si no éramos nada. En ese momento, me di cuenta de que José había estado hablando todo el tiempo. No sabía cómo decirle que estuve presente el día que llevó a esa chica a casa. Pero en ese momento, sentía tanta rabia que no me contuve en mis palabras.

—¿José? —dije seria y sin nervios. —¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Qué? ¿Qué me iré de nuevo a Francia? —preguntó él emocionado.

—¿Te irás de nuevo? ¿Por qué no te mudas mejor? —añadí.

—No quiero irme sin ti. —no soporté aquellas excusas baratas.

—Por Dios, José. ¿Crees que puedes seguir ocultándolo? —empecé. —Hace una semana…

—¿Hace una semana? ¿No estaba llegando de otro viaje?

—Sí, y yo estaba como una tonta haciéndote cena para tu llegada. Preparaba una sorpresa para ti. —en ese momento, vi su rostro palidecer. Ya lo sabía.

—¿Tú? ¿Tú? ¿Estuviste allí?

—¡Uy! ¿Piensas que Dana haría unos maravillosos raviolis en salsa blanca solo porque se le antojó? ¿Sin una fecha especial?

—Isabel, perdóname… Yo… Yo te lo iba a decir… —tomó mi mano, la retiré y me levanté de la mesa.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo? —dije enojada. —¿Cuándo le pusieras el anillo frente a tu familia? ¿Me ibas a invitar a tu boda? ¡José, he estado contigo 10 años, ¡¡¡10 AÑOS!!! ¿No es nada para ti? ¿Piensas que iba a estar contigo a pesar de estar casado? ¿Dónde queda mi dignidad? ¡Vete a la m****a, José! —tomé mi bolso y salí enfurecida del lugar. Justo cuando iba saliendo, un taxi se detuvo y lo tomé. Vi a José correr hacia el taxi, pero lo ignoré.

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