La ducha helada golpeaba la nuca de Thomas con fuerza, pero no lo hacía temblar. Necesitaba la descarga, necesitaba bajar la presión. Había jugado el segundo tiempo en modo automático, corriendo por inercia, cumpliendo sin brillar. El try que evitó en los últimos minutos les dio la victoria, pero ni lo sintió. Todo lo que quedaba en él era rabia, entumecida por la traición.Gabriel se había mantenido lejos durante todo el partido. No le dirigió una palabra, ni una mirada. Pero Thomas lo había sentido igual, como se siente el filo de un cuchillo apoyado en la espalda. El capitán no se acercó ni para felicitarlo cuando lo sacaron al final. Solo lo observó de lejos, con esa sonrisa apenas curvada que usaba para ocultar lo que realmente pensaba.Thomas cerró la llave de la ducha y sacudió la cabeza como un perro. Agarró la toalla, se la pasó por el rostro, y fue entonces que notó algo extraño en el ambiente. Un silencio. El tipo de silencio que precede a la tormenta.Cuando salió de la zo
El vapor del té se elevaba en una danza lenta, perfumando el departamento con aroma a tilo y cáscara de naranja. Sophia se envolvía con el perfume que emanaba la taza, como si pudiera absorber un poco de calma y calor a través de la cerámica caliente. Llevaba el buzo viejo de la facultad, uno con el logo casi borrado, y unas calzas de algodón con bolitas. Las pantuflas de Stitch, viejas pero fieles, ya no le apretaban los talones como antes.En el sillón, con las piernas cruzadas como un gato y el pelo recogido en un rodete torcido, tejía al crochet una bufanda de hilo grueso color lavanda. No tenía idea de a quién se la iba a regalar. A nadie, probablemente. Era solo el ritual. El hilo, la aguja, el patrón, el ritmo. Hacer algo con las manos para no pensar con la cabeza.Rex dormía a sus pies, roncando suave. A veces, levantaba las orejas si ella murmuraba algo o si cambiaba de posición. Había sido su sombra desde la mudanza. Más fiel que cualquier humano.En la televisión, el notici
El vapor de la ducha empañaba el espejo del baño, dibujando siluetas borrosas en el vidrio. Sophia se secó el pelo con la toalla como quien intenta arrancarse un peso de encima. El agua caliente le había devuelto un poco de energía, aunque no lo suficiente como para maquillarse o pensar demasiado en la ropa.Tomó su bata de toalla, la que siempre usaba cuando terminaba de ducharse y se cubrió el cuerpo con ella mientras pensaba su atuendo para salir. Quizás un jean cómodo, un suéter de hilo color mostaza y unas medias gruesas con estampado de gatitos. No estaba buscando impresionar a nadie. Solo no quería parecer una mujer derrotada en pijama.Cuando salió del baño, secándose el cuello con la toalla, escuchó la voz de Gabriel llamándola desde el living.—¡Sophia! ¿Estás vestida?Ella arqueó una ceja, divertida.—Sí, puedes mirar.Gabriel se asomó desde el sillón, una mano cubriéndose los ojos con exageración teatral.—Solo me aseguro. No quiero terminar perseguido por Rex de nuevo. A
Sophia aprovechó que otra persona estaba cocinando para retomar con su tejido. Tomó la bufanda todavía sin terminar y continuó con el vaivén de la aguja de crochet.—¿Siempre tejes sola? —preguntó Gabriel de pronto, observándola sobre el hombro.—Casi siempre —respondió Sophia, sin levantar la vista del tejido—. Es una de esas cosas que es mejor hacer sin compañía. Como llorar, o leer poesía rusa.Esa última declaración sorprendió a Gabriel.—¿Poesía rusa? —repitió, alzando una ceja mientras cortaba el apio en rodajas finas—. Eso sí que no me lo esperaba.Sophia sonrió sin apartar la vista de su tejido.—Lo sé. No doy el perfil de alguien que lee a Anna Ajmátova a las tres de la mañana con una linterna bajo las sábanas. Pero supongo que nunca encajé del todo en ningún molde. Por eso estoy como estoy…—Bueno, ahora que lo dices… —Gabriel dejó el cuchillo a un lado y se giró para mirarla con una expresión más suave—. En el fondo, creo que siempre lo supe. Que eras distinta, quiero decir
Rex ya estaba en la cama antes que ella, ocupando su lado como un centinela peludo, con la cabeza apoyada en la almohada y las patas estiradas como si fuera dueño del lugar. Sophia sonrió apenas al verlo así, con esa fidelidad tranquila que no pedía explicaciones ni ofrecía promesas. Solo estaba. Como había estado cada noche desde que Thomas se fue.Apagó la luz del velador del pasillo y caminó hacia su cuarto con la taza vacía en una mano y el celular en la otra. Lo dejó todo en su mesa de noche y se cambió lentamente, con la parsimonia de quien no tiene apuro en encontrarse con sus pensamientos. Se puso un pijama de algodón suave, su favorito, y luego se sentó en el borde de la cama, cepillándose el cabello con movimientos lentos. El silencio de la noche se colaba por los vidrios de su ventana cerrada, con ese murmullo lejano de una ciudad que no duerme del todo.Tres meses.Solo habían pasado tres meses desde que Thomas se fue. O, mejor dicho, desde que ella lo echó de su vida. Des
El aire olía a flores, encierro, cebo de velas y a café barato. Sophia entró al salón con paso lento, discreto, sintiéndose casi una intrusa entre los rostros desconocidos.Varias coronas con mensajes de los dolientes colgaban alrededor del cajón cerrado cubierto por camisetas de rugby e insignias militares.En la foto del caballete, el Oso sonreía. Tenía el rostro curtido, los ojos pequeños, pero chispeantes. Como si fuera a decir algo pícaro en cualquier momento.La última vez que Sophia lo había visto fue cuando acompañó a Thomas a visitarlo al hospicio. Cuando aún estaba coordinando su probation. Pero con todo lo que había pasado con Thomas, había descuidado sus labores como voluntaria, tanto en el hogar de ancianos como en el hospital de niños. Y para cuando estaba planificando volver, una de sus compañeras la llamó para contarle la triste noticia: El Oso ya no estaba en este mundo.Un susurro de voces flotaba en la sala. Enfermeras del hospicio, familiares, un par de hombres rob
Castor odiaba los ascensores de vidrio. No por vértigo, sino por lo que devolvían: su reflejo.Llevaba puesta una camiseta cualquiera y una sudadera gris con capucha, pero igual se reconocía. A veces deseaba no hacerlo. Subía al piso quince del edificio donde lo esperaba su terapeuta. No por orden de ningún juez ni de la liga. Sino por voluntad propia.Apretó los dientes. No quería hablar. No quería decir que soñaba todas las noches con Xavier gritando. Ni que a veces pensaba en llamar a Sophia y colgar antes de que atendiera. Y mucho menos que desde que Thomas y él se habían dejado de hablar, no había una sola mañana en la que no se sintiera como un traidor. Pero se sentó en el sillón y lo dijo todo.No de golpe. No con claridad. Lo fue soltando como se suelta una cuerda que quema.—Yo pensé que Gabriel tenía buenas intenciones —admitió, mirando el piso—. Cuando me prometió que podía ayudarme a solucionar mi problema con mi esposa… me pareció lógico. Él sabía cómo manejar a los direc
Xavier no estaba seguro de qué esperar esa tarde. Se había puesto su campera favorita, la azul con el rayo en la espalda, porque le gustaba pensar que lo hacía ver rápido, aunque su abuela Claire le dijera que no tenía nada que ver. ¿Por qué su abuela era así con él? Sabía que un rayo estampado en la espalda no lo hacía más rápido, pero le gustaba creer que era así, como los autos de carreras con cientos de calcomanías. Pero su abuela le decía que tenía que empezar a madurar, que no podía ser un niño toda la vida y que ya estaba a punto de cumplir once años y tenía que empezar a pensar como un preadolescente maduro. Xavier no entendía a qué se refería con eso de ser “preadolescente”. Él sólo quería seguir jugando, estudiando y disfrutando de su vida tal como venía siendo: Desayunar con Sophia los fines de semana, acompañar a su padre a los entrenamientos y ver de vez en cuando a su madre, pero desde que su padre había engañado a Sophia que ahora vivía con su abuela y sus estúpidas reg