Rex ya estaba en la cama antes que ella, ocupando su lado como un centinela peludo, con la cabeza apoyada en la almohada y las patas estiradas como si fuera dueño del lugar. Sophia sonrió apenas al verlo así, con esa fidelidad tranquila que no pedía explicaciones ni ofrecía promesas. Solo estaba. Como había estado cada noche desde que Thomas se fue.Apagó la luz del velador del pasillo y caminó hacia su cuarto con la taza vacía en una mano y el celular en la otra. Lo dejó todo en su mesa de noche y se cambió lentamente, con la parsimonia de quien no tiene apuro en encontrarse con sus pensamientos. Se puso un pijama de algodón suave, su favorito, y luego se sentó en el borde de la cama, cepillándose el cabello con movimientos lentos. El silencio de la noche se colaba por los vidrios de su ventana cerrada, con ese murmullo lejano de una ciudad que no duerme del todo.Tres meses.Solo habían pasado tres meses desde que Thomas se fue. O, mejor dicho, desde que ella lo echó de su vida. Des
El aire olía a flores, encierro, cebo de velas y a café barato. Sophia entró al salón con paso lento, discreto, sintiéndose casi una intrusa entre los rostros desconocidos.Varias coronas con mensajes de los dolientes colgaban alrededor del cajón cerrado cubierto por camisetas de rugby e insignias militares.En la foto del caballete, el Oso sonreía. Tenía el rostro curtido, los ojos pequeños, pero chispeantes. Como si fuera a decir algo pícaro en cualquier momento.La última vez que Sophia lo había visto fue cuando acompañó a Thomas a visitarlo al hospicio. Cuando aún estaba coordinando su probation. Pero con todo lo que había pasado con Thomas, había descuidado sus labores como voluntaria, tanto en el hogar de ancianos como en el hospital de niños. Y para cuando estaba planificando volver, una de sus compañeras la llamó para contarle la triste noticia: El Oso ya no estaba en este mundo.Un susurro de voces flotaba en la sala. Enfermeras del hospicio, familiares, un par de hombres rob
Castor odiaba los ascensores de vidrio. No por vértigo, sino por lo que devolvían: su reflejo.Llevaba puesta una camiseta cualquiera y una sudadera gris con capucha, pero igual se reconocía. A veces deseaba no hacerlo. Subía al piso quince del edificio donde lo esperaba su terapeuta. No por orden de ningún juez ni de la liga. Sino por voluntad propia.Apretó los dientes. No quería hablar. No quería decir que soñaba todas las noches con Xavier gritando. Ni que a veces pensaba en llamar a Sophia y colgar antes de que atendiera. Y mucho menos que desde que Thomas y él se habían dejado de hablar, no había una sola mañana en la que no se sintiera como un traidor. Pero se sentó en el sillón y lo dijo todo.No de golpe. No con claridad. Lo fue soltando como se suelta una cuerda que quema.—Yo pensé que Gabriel tenía buenas intenciones —admitió, mirando el piso—. Cuando me prometió que podía ayudarme a solucionar mi problema con mi esposa… me pareció lógico. Él sabía cómo manejar a los direc
Xavier no estaba seguro de qué esperar esa tarde. Se había puesto su campera favorita, la azul con el rayo en la espalda, porque le gustaba pensar que lo hacía ver rápido, aunque su abuela Claire le dijera que no tenía nada que ver. ¿Por qué su abuela era así con él? Sabía que un rayo estampado en la espalda no lo hacía más rápido, pero le gustaba creer que era así, como los autos de carreras con cientos de calcomanías. Pero su abuela le decía que tenía que empezar a madurar, que no podía ser un niño toda la vida y que ya estaba a punto de cumplir once años y tenía que empezar a pensar como un preadolescente maduro. Xavier no entendía a qué se refería con eso de ser “preadolescente”. Él sólo quería seguir jugando, estudiando y disfrutando de su vida tal como venía siendo: Desayunar con Sophia los fines de semana, acompañar a su padre a los entrenamientos y ver de vez en cuando a su madre, pero desde que su padre había engañado a Sophia que ahora vivía con su abuela y sus estúpidas reg
Desde que se sentó en el sillón de cuerina blanca, Gabriel ya sabía que la cámara lo amaba. Lo sabía porque el productor se lo había dicho con una palmadita en la espalda, porque las luces lo habían seguido desde el camarín hasta el set, y porque en cuanto cruzó la puerta del estudio, se escucharon los chillidos agudos de su club de fans, Las Angelitas, como si fueran una orquesta desafinada de flautas sopladas con emoción desbordada.—Con ustedes… ¡el capitán del seleccionado nacional! ¡El hombre que nos regaló la mejor temporada de rugby de los últimos años! ¡El invicto, el inigualable, el irresistible Arcángel del Rugby… Gabriel Toooooorr!Aplausos. Luces. Un travelling glorioso. Y Gabriel, con su sonrisa más medidamente encantadora, saludó al público con un gesto de la mano que no era un saludo del todo, sino algo así como el gesto que haría un rey moderno que no quiere parecer demasiado rey. Era bueno en eso. En dar justo lo necesario para parecer humilde, sin dejar de ser absolu
—¿¡Que dijo quééééé!?La exclamación resonó por todo el departamento justo cuando Sophia entraba al living con una bandeja cargada de galletas, mini muffins de limón, unas medialunitas rellenas con jamón y queso, y tres tazas humeantes de café. Su sonrisa era tan amplia que por un segundo pareció que se le iba a caer la bandeja.—¡En serio! —repitió, soltando una carcajada mientras dejaba todo sobre la mesita baja, entre los almohadones del sillón—. Lo dijo con esa cara de mármol que tiene. Así, como si estuviera recitando los mandamientos.—¡No puedo más! —dijo Alfonsina, doblándose de risa sobre un almohadón. Sus rizos rubios bailaban como resortes mientras se agarraba el estómago—. ¡¿Dostoievski, en serio?! Ese tipo no sabe ni deletrear “literatura rusa”.—Yo no te puedo creer —dijo Antonella, negando con la cabeza mientras se llevaba una medialuna a la boca—. ¡Y lo dice como si fuera la reencarnación de Tolstói en calzas deportivas! ¡Qué horror!Sophia no podía parar de reír. Se d
—¿Podemos cambiar? —preguntó Xavier, girando apenas la cabeza sobre la almohada—. Está siendo raro.Thomas no respondió. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos clavados en la pantalla del televisor, donde Gabriel aparecía con su eterna sonrisa de vitrina, rodeado de luces, risas de público y una escenografía que parecía salida de un videojuego.La cama estaba deshecha, pero olía a jabón. Había intentado limpiar un poco el cuarto antes de que llegara Xavier de prácticas, aunque la ropa seguía apilada en una silla, y una taza de café seco reposaba en la mesita de luz desde hacía dos días. Entre los horarios de prácticas de su hijo, llevándolo y trayéndolo de los entrenamientos de rugby, inglés y del colegio, que no tenía tiempo para encargarse de su casa. El chico se había instalado con su peluche favorito, ese dinosaurio verde con nombre de planeta, uno de los pocos que habían sobrevivido a lo largo de los años, y una bolsa de papas que ahora estaba casi vacía. Y aunque Tho
Gabriel había hecho una reserva, pero cuando llegaron, el lugar ya no tenía mesas libres. Un error de sistema, dijo el encargado, con una sonrisa nerviosa y el teléfono pegado al oído. Él lo tomó con calma. Ni siquiera discutió. Solo se volvió hacia Sophia con una ceja levantada y esa expresión suya que siempre parecía estar a punto de reírse del mundo.—¿Plan B? —dijo, como si ya lo tuviera preparado.Y sí, lo tenía.Caminaron cuatro cuadras más, atravesando una vereda de adoquines irregulares, hasta llegar a una esquina escondida por árboles bajos y enredaderas. El cartel del nuevo restaurante era una pizarra escrita a mano con tiza blanca, medio borrada por el viento. A Sophia le gustó eso. Le gustó que no fuera pretencioso, que no tuviera luces LED ni sillas transparentes. Le gustó que oliera a pan casero antes de que cruzaran la puerta.—No es libanés —admitió Gabriel—, pero la cocinera es una señora que hace hummus como si te estuviera curando un resfriado.Sonrió. Sophia tambié