Dos

Evelyn pone en marcha el auto y, como lo imaginaba, el oficial que me vigila, la detiene y le pregunta a dónde se dirige a esta hora de la noche.

—Mi esposo me invitó a cenar y esta es la única hora libre con la que contamos para pasar tiempo juntos.

—¿Le importa si reviso el auto, Sra. Montoya?

—Adelante, no creo que un hombre tan grande como Dorian entre en el baúl o aquí debajo de mis piernas sin que lo vea, Oficial.

¿Dónde quedó la chica tímida que conozco? No sabía que podía llegar a ser tan segura y sarcástica.

«¿Esperen? ¿Dijo grande? ¿Acaso soy tan grande?».

—Abra el maletero — le pide el Oficial y escucho la puerta abrirse de inmediato.

El aire escasea en mis pulmones, el espacio aquí es muy reducido y cerrado. Trato de aguantar la respiración lo más que puedo, pero es muy difícil hacerlo sin que me sienta que voy a explotar en cualquier momento.

Cuando escucho que se cierra la puerta del baúl me permito liberar poco a poco el aire acumulado en mis pulmones e incluso siento que mi barriga se desinfla de más. Que difícil ha sido eso.

Tengo que trabajar más en mi físico. No puedo seguir de esta manera. Siento que acabo de correr una milla entera y sin mover siquiera los pies, eso sin contar que no soy capaz de correr, aunque sea un maldito kilómetro sin que la vida misma se me vaya.

Siento poco después que abren la puerta de atrás y vuelvo a contener la respiración. El corazón lo tengo a mil dentro de mi pecho, esta jodida adrenalina me tiene al borde de infartar. Tengo el presentimiento de que el Oficial va a levantar el cojín y la tabla y me verá, pero no es así, ya que cierra la puerta y pongo mi mano en mi boca para que mi respiración no se alcance a escuchar.

—¿Encontró lo que buscaba, Oficial? — le pregunta ella con ese dejo de sarcasmo en su voz.

—Todo está orden, perdone por retrasarla, pero no olvide que debo asegurarme de que el Sr. Montoya no vaya a escaparse en ninguno de los dos autos.

—Se lo repito, mi cuñado es bien grandote como para que quepa aquí — enciende el auto y ahora sí me permito soltar todo el aire—. Buena noche, Oficial.

—Igualmente, Sra. Montoya.

Evelyn conduce el auto en completo silencio y, cuando la siento doblar la calle, suelta una carcajada que me hace reír a mí también.

—¡Mierda! ¡Mierda! — grita—. ¡Casi me cago en los pantalones por tu culpa, cuñado! Pensé que ese policía se iba a dar cuenta que estabas ahí, es que tuvo toda la intención de levantar el cojín, pero solo tocó el borde.

Salgo del asiento y logro sentarme, agitado y cansado, como si hubiera corrido más que Forrest Gump. No puedo siquiera hablar porque el aire aun no llega por completo a mis pulmones.

—Lo importante fue que logramos salir de la casa — lleva en el rostro una sonrisa muy grande, satisfactoria y emocionada—. Primera fase cumplida.

—No tengo cómo agradecerte todo esto que estás haciendo por mí, Evelyn.

—Hoy por ti mañana por mí, cuñado — nuestras miradas se cruzan por el retrovisor y le sonrío agradecido.

Siento que un huracán pasa por mi estomago cada que nos acercamos más a mi calle. Mi hermano y yo solo vivimos a veinte minutos de distancia en auto, por lo que no tardamos en llegar a mi casa ni un poco.

La emoción de al fin verla luego de un largo mes en el que no nos hemos visto se notaba en mis manos, por la forma en la que sudaban y temblaban. Ni en mi boda me sentía así de nervioso como lo estoy justo ahora.

—Buena suerte, cuñado — me desea, llevando sus pulgares arriba y sonriendo grandemente—. Ve por todo lo que amas en la vida.

—Gracias — me muerdo los labios porque siento que mil emociones me rebasan—. Voy por ti, mi chiquita enojona.

Salgo del auto y limpio mis manos sudorosas en mi pantalón. Debo controlar estos temblores, pero no puedo, estoy muy nervioso.

Encuentro la llave de la puerta bajo la matera y decido entrar a mi casa. El calor, ese olor a hogar y todos los recuerdos me golpean. Por esto y más no puedo y tampoco quiero estar lejos de mi esposa e hijo un segundo más. Es aquí donde pertenezco.

Con el corazón en la mano, latiendo a mil por hora, subo las escaleras y le doy un corto vistazo a mi hijo que duerme plácidamente en su cama. Quisiera estrecharlo entre mis brazos, pero sé que si lo despierto, después será muy difícil que vuelva a conciliar el sueño. Mañana podré mimarlo todo el día.

El silencio en la casa me abruma, pero a la vez se siente en calma estar envuelto en el seno de mi hogar. A veces las palabras sobran, mientras un cálido abrazo lo diga todo.

Entro a mi habitación y, sin hacer ruido, descanso la espalda de la puerta. Quiero saltarle encima, hacerla mía y si es posible ahogarla en mis brazos y mi amor, pero ahora lo que más necesito son sus labios y dulce aroma llenando mis cinco sentidos.

Decidido y con la ansiedad comiéndome el corazón, me acerco a la cama, pero esa misma emoción se transforma en confusión y desilusión al no solo ver un cuerpo en la cama, sino a dos. 

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