Elisa se mantuvo en aquella esquina, con el corazón latiendo tan fuerte que podía escuchar cada golpe y las lágrimas peleando por salir de sus ojos.
—Arregla el maldito informe por si ella pide una segunda opinión —le decía la condesa al doctor—. ¡Y mucho cuidado con decirle esto a alguien! La reputación de la familia de Brickstow rodaría por el lodo si se supiera que nuestro único heredero es estéril. ¡Mi pobre marido terminaría de morirse de una vez!
—Pero, señora condesa... la infertilidad de Alton podría tratarse —insistía el doctor—. Podríamos comenzar con reproducción asistida, quizás una fertilización in vitro...
—¡Cállate! Ni siquiera lo menciones. ¿Tienes idea de cuántos buitres están al acecho del título? ¡Estaríamos en la mira de todos, solo esperando a que se confirmara que Alton no puede tener hijos! Además, esto afectaría los negocios de la familia, nadie querría hacer tratos con un futuro conde sin heredero.
El médico guardó entonces el informe dentro de su bata y asintió.
—Está bien, señora condesa, no se preocupe —respondió por fin—. Ninguna palabra saldrá de mis labios. Seguiré guardando el secreto... por el mismo precio.
Elisa se alejó de regreso a su habitación, incapaz de contener las lágrimas, y se derrumbó en la cama, sollozando de impotencia. Su marido, Alton de Brickstow, era quien no podía tener hijos. Durante tres años había sufrido lo indecible pensando que no era suficiente para él y resultaba que no era su culpa.
La condesa había estado dispuesta a silenciar la verdad a cambio de la reputación de la familia. Sin mencionar el hecho de lo mucho que había sido humillada y maltratada por eso.
Media hora después, cuando el médico vino a buscarla, Elisa ya no lloraba. En cambio se sentó en el consultorio y escuchó aquel resultado que sabía que era falso, mientras su suegra la miraba con el mismo desprecio de siempre. Sin embargo no dijo ni una sola palabra, solo se encerró en su habitación de regreso a casa.
Hablaría con su esposo en la noche, le contaría toda la verdad y juntos buscarían una solución.
—Alton me dijo que jamás me abandonaría —murmuró para sí misma frente a la ventana—. Así que yo tampoco lo abandonaré. Probaremos lo que haga falta, inseminación artificial, fecundación in vitro... lo que haga falta, pero vamos a tener a ese bebé.
Estaba segura de que Alton la protegería como había hecho hasta ese momento, solo quería hablar con él a solas, pero no esperaba que en el mismo instante en que se sentaran todos a la mesa para la cena, su suegra sacaría aquel tema.
—¿No vas a preguntarle a tu mujer los resultados de la prueba de hoy? —graznó con maldad y Elisa sintió que se le retorcía el estómago.
—No hace falta —rio su cuñada—. Adivino. Confirmación absoluta: es estéril.
—Supongo que ya no es sorpresa —gruñó su suegro mientras ella sentía que se moría de la impotencia. Seguro todos ellos sabían.
—¡Qué va a ser sorpresa! —espetó Adalin—. ¡Esta siempre ha sido una inútil buena para nada! No sirve para condesa, pero no sirve ni para yegua de cría, ni siquiera un chiquillo será capaz de hacer. ¡Alton, ya deberías divorciarte de ella de una vez y conseguirte una mujer que sí sirva! ¡Una que sí pueda darte un heredero!
—¿Y dónde se la va a encontrar, señora condesa? —replicó Elisa sin poder contenerse ante la humillación—. ¿O me va a decir que divorciarse de mí hará que Alton sea menos estéril?
Adalin ahogó un grito de sorpresa y el silencio se hizo en aquella habitación mientras todos la miraban con ojos azorados.
—¡Sí, ya lo sé! ¡Ya sé que le pagó al médico para que me engañara todo este tiempo! —dijo porque ya no podía guardarse nada—. La escuché hablando con él. ¡Yo sí puedo tener hijos! ¡Alton es el que no puede...! —De repente se dio cuenta de lo que estaba diciendo y lo miró—. Lo siento...
—¡Cállate, maldit@ plebeya! —se levantó Joanne—. ¿¡Cómo le hablas así a mi madre!? ¡Mi hermano no tiene nada, no vuelvas a repetir eso! ¡Aquí la inútil estéril eres tú...!
—¡Joanne! —la voz de Alton sonó como un trueno mientras se paraba de la mesa y tomaba la mano de Elisa—. ¡No vuelvas a hablarle así a mi esposa nunca más! ¡Nunca más!
Tiró de Elisa y los dos subieron a su recámara. Ella se sentó en el borde de la cama mientras él daba vueltas a un lado y a otro de la habitación.
—¿Lo que dijiste es verdad? —preguntó.
—¡Te lo juro, Alton! Lo siento mucho, amor, pero es la verdad —dijo Elisa acercándose—. Tu madre le dijo al médico que me mintiera todo este tiempo, porque si llega a saberse que eres estéril pondría en peligro tu reputación... y yo no quiero eso, amor, no le diremos a nadie, solo... perdón, pero no podía soportar que me siguiera maltratando.
Alton la abrazó con fuerza y Elisa podía escuchar su corazón acelerado.
—Perdóname tú a mí, no tenía ni idea de que esto estaba pasando —replicó él—. He estado tan metido en los negocios que te descuidé, pero eso no volverá a pasar. Lo vamos a resolver, tú yo, como siempre. ¿Verdad?
Elisa asintió devolviéndole el abrazo.
—¡Claro que sí, Alton, lo arreglaremos! ¡No importa cómo, pero tendremos un hermoso bebé! —aseguró ella.
Ninguno de los dos bajó a cenar de nuevo. Elisa seguía adolorida por la prueba, así que le costó mucho conciliar el sueño, y cualquier movimiento en la cama le producía malestar y la despertaba. Por eso fue que sintió a Alton salir de ella, y aunque quería quedarse allí acostada, no pudo evitar abrir los ojos cuando la puerta del cuarto se cerró tras él.
Elisa quería confiar en el amor de su esposo, pero tenía la traición demasiado fresca. Se levantó en el más absoluto silencio y caminó por el corredor hasta que oyó voces en la biblioteca. Alton y su madre se medio gritaban entre susurros, pero no se gritaban lo que ella estaba esperando.
—¿¡Cómo pudiste ser tan descuidada!? —gruñía Alton furioso—. ¡¿Cómo pudiste dejar que te escuchara?! ¡Ahora lo sabe todo!
Elisa sintió que el corazón se le rompía en cientos de pedazos. ¡Alton lo había sabido siempre! ¡Alton era parte de la mentira!
—¡Te dije! ¡Te dije que tenías que aguantarla hasta que el negocio del tungsteno prosperara! ¡O hasta que pudiera deshacerme de ella sin pagarle nada! —espetó Alton—. ¡¿No podías haber sido un poco más amable con ella?!
—¿Amable con esa ordinaria? ¡Bastante he aguantado hasta ahora! —replicó Adalin.
—¡Te recuerdo que gracias al dinero del padre de la ordinaria hemos vivido tres años! —gruñó Alton—. ¡Sin esa sociedad habríamos perdido todo!
—¡Pues el viejo ya se murió, bien podrías divorciarte de una vez!
—¡Estoy en eso, madre, el detective me dijo que tenía algo para mí, pero ahora tú acabas de complicarlo todo...!
Estaban los dos a punto de seguir gritándose cuando vieron a aquella figura en la puerta.
Elisa no era dueña de sus pies solo sabía que no podía soportar tantas traiciones juntas y había entrado. Había entrado para enfrentar su destino.
—¡Maldit0 infeliz! —sollozó desesperada—. ¡Lo sabías, siempre lo supiste! ¡Solo me estabas usando!
El rostro de Alton sufrió un cambio radical. La expresión del hombre amable y amoroso que ella conocía desapareció para dejar paso a un gesto agresivo y lleno del mismo desprecio que su madre; tanto que ni siquiera se dirigió a ella cuando habló.
—¿Ves lo que hiciste, madre? ¡Ahora la estúpida también sabe todo lo demás!